El hombre ha desarrollado a lo largo de la Historia diferentes formas de ficción. En esta reflexión pretendemos analizar algunas de las que más han influido en sus formas de vida, como las relacionadas con la religión, el nacionalismo o los sistemas de poder político. Permeados entre sí, los discursos religiosos, y de algún modo, los nacionales, han surgido como dogma, y muchas de las narrativas vinculadas al poder se han vuelto dogmáticas, en especial, las relacionadas con sociedades autoritarias.
En la primera entrega hemos analizado brevemente el discurso del judaísmo. Siguiendo el orden cronológico de las creencias monoteístas, continuamos en esta segunda parte con el discurso cristiano.
A pesar de haber sido engendrada por el judaísmo, el cristianismo difiere de aquél y del islamismo en la afirmación de la condición de divinidad de Jesús, su fundador.
De los tres monoteísmos, Mircea Eliade y otros historiadores de las religiones coinciden en afirmar que el cristianismo es el más tolerante por haber vivido en su seno un importante proceso de reforma, protestante en su caso, que las otras dos creencias no han experimentado. Es, como hemos apuntado, el credo menos nacionalista en su conjunto, salvo algunas excepciones en el ámbito del catolicismo, tanto en el pasado como en el momento actual. En el pasado reciente de España, no podemos por menos de mencionar el fenómeno bajo el cual la identificación religión/Estado (política)/nación es acaso más absoluta: la doctrina nacionalcatólica con la cual la dictadura franquista modeló su credo religioso-político-nacionalista, haciendo del catolicismo la religión oficial del Estado. En el momento actual, el país que acaso representa mejor el maridaje de la religión –también la versión católica del cristianismo- con el Estado y el sentimiento nacionalista es Polonia, cuyos gobiernos, desde la caída del socialismo, han hecho de la católica su religión quasi de Estado y su modo de sentir nacional.
El relato cristiano actual es acaso menos rígido y más permisivo con sus preceptos que los otros dos del monoteísmo. Incluso los católicos han relajado bastante sus costumbres, especialmente en los países occidentales desarrollados. Los más practicantes suelen cumplir mandamientos como acudir a misa en días festivos (válido también para vísperas y sábados), confesarse y comulgar nada menos que comiéndose simbólicamente el cuerpo de Cristo. Mediante la confesión, el católico redime sus pecados con una penitencia, de tal modo que puede cometer otros tantos hasta la siguiente confesión, y así sucesivamente. Como se trata de un dogma, no es necesario demostrar –pero, a efectos de la fe, tampoco importa- que Jesucristo fuera el hijo de Dios, nacido de una mujer virgen, y constituya el segundo elemento de la Santísima Trinidad –que ninguna autoridad católica tampoco ha sabido explicar jamás, acaso porque carece de fundamento racional posible, que tampoco importa porque se trata de otra cuestión de fe-; ni siquiera es necesario demostrar la función del Espíritu Santo o por qué éste se presenta en forma de paloma. Sin embargo, se han vertido ríos de sangre en cruentas guerras por las diferentes interpretaciones del relato cristológico. Así, el cisma entre las dos grandes corrientes del cristianismo, la oriental (Focio, 858) y la occidental (Miguel Cerulario, 1054), se inició a partir del término filioque (en latín, “y del hijo”): la occidental quería incluirlo en la profesión de fe,mientras que los orientales se opusieron a ello con virulencia.
El credo musulmán, último en la cronología del monoteísmo, explica cómo Alá creó el universo y sus leyes (Sunna), las cuales revelaría a los hombres por medio del libro sagrado, el Corán. El término islam se aplica al conjunto de creencias que conforman tanto la ortodoxia como las diferentes sectas que se suceden en muchos países que profesan esta religión.
Por sus orígenes y su evolución hasta hoy, el islam está impregnado también de nacionalismo. Fundado por Mahoma en el s. VII d.C., pronto se extendió, merced a los cuatro primeros califas sucesores de Mahoma, y fundamentalmente, el califato omeya de Damasco (650-750), a enormes regiones desde el Indo hasta el Atlántico y la costa meridional mediterránea. A pesar de sus períodos de declive y divisiones políticas, religiosas o territoriales, el islam no ha perdido su influencia moral, económica, institucional o política. La caída de Constantinopla y su extensión a todo el Imperio Otomano, su penetración en la India, en países asiáticos, en buena parte del continente africano, en regiones de los Balcanes, además de en los países árabes, conforman un vasto Imperio islámico.
Pero, a diferencia del judaísmo, cuyo componente nacionalista se circunscribe al Estado de Israel, el islam no se concentra en un solo país y no en todos se identifica de la misma manera con el Estado. En determinados países donde predomina el islamismo se ha extendido su versión más radical, que condiciona un nacionalismo supremacista e impregna la vida social y cultural, además de la política; es el caso de Irán, Afganistán, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos –refugio, por cierto, del rey emérito, como acabamos de conocer- y otros, donde, como bien sabemos, las mujeres tienen restringidos la mayor parte de sus derechos, así como los homosexuales, transexuales y, desde luego, cualquier forma de oposición política. Otros países, como Túnez, cuya religión oficial es la musulmana, no imponen tantas restricciones a sus ciudadanos y, a día de hoy, no se puede afirmar que la religión presuponga un nacionalismo excluyente, aunque la sombra del integrismo está muy presente. No en vano, la llamada primavera árabe surgió en este país y acaso sea el único donde de una u otra forma ha perdurado.
Desde los atentados de las Torres Gemelas se ha extendido el fundamentalismo islámico por buena parte de los países de esta religión, como bien sabemos. Estados cuyos gobiernos eran más democráticos, más tolerantes y menos autoritarios, como Turquía o Argelia, se han visto invadidos por corrientes integristas del islam, y sus gobiernos, contaminados.
Únicamente los musulmanes cuya vida consista en rezar cinco veces diarias, cumplir estrictamente los 30 días de Ramadán, viajar a la Meca al menos una vez en la vida, donar dinero para la construcción de una mezquita, hacer la Guerra Santa (yihad), bien espiritualmente o con las armas, o dar limosna a los pobres, entre otros preceptos, alcanzarán la vida eterna en el paraíso de Alá.
A lo largo de la Historia, la contradicción entre nacionalidad y religión en muchos territorios ha sido y sigue siendo constante hoy día. “Puede uno hablar de árabes cristianos –recuerda Bernard Lewis- … pero un turco cristiano es un absurdo y una contradicción en sus términos. Aún hoy… (1) mismo cabría decir en el caso de ciudadanos iraníes, marroquíes, saudíes, afganos y en general, un no musulmán de Turquía puede ser llamado un ciudadano turco (2), pero nunca un turco” de países cuya religión –la musulmana en esos casos-, es la oficial del Estado.
1 Eliade, M.: Historia de las creencias y las ideas religiosas. Paidos Ibérica, 2019
2 Lewis, B.: The emergence of modern Turkey. Oxford, 2a ed., 1968, pp. 14-15
Javier Gimeno Perelló