El pasado 31 de mayo, en su sección de Firmas del semanario XL-Semanal, el escritor y crítico literario Juan Manuel De Prada publicó un artículo sobre la evolución y la biología evolutiva en general titulado Evolución, negando la realidad del hecho evolutivo y defendiendo una cosmovisión creacionista. Dicho artículo está plagado de errores y argumentos fallidos. Probablemente debido a ello, el artículo de De Prada ha generado gran revuelo no solo entre el público general, sino dentro de la propia comunidad científica de biólogos evolutivos. A día de hoy ya han sido publicadas algunas respuestas a dicho artículo. Sin embargo, aunque valiosas, considero que estas respuestas pecan de dos defectos. En primer lugar, en algunos casos emplean un tono excesivamente beligerante, lo cual hace que los argumentos y las evidencias presentados queden sepultados bajo una ristra descalificaciones y argumentos ad hominem completamente innecesarios. Entiendo que, cuando los debates son apasionados, es difícil mantener un tono correcto y respetuoso. No obstante, comparto con el filósofo John Locke que, para el prevalecimiento de la verdad “(…) no hay mejor camino que el empleo de fuertes argumentos y buenas razones, unidos a la suavidad de la cortesía y de las buenas maneras.” (1988, p. 22) En segundo lugar, considero que las anteriores respuestas al artículo de Juan Manuel De Prada no son todo lo eficaces que debieran ser porque obvian que algunos de los argumentos que esboza este escritor son de naturaleza filosófica o histórica. Por ese motivo, no tener en cuenta estas disciplinas hace que se yerre en el diagnóstico de la situación y se dejen pasar errores de bulto cometidos por De Prada.
En lo que sigue, he tratado de articular una respuesta punto por punto al artículo de Juan Manuel De Prada que subsane los defectos de las respuestas realizadas con anterioridad. Antes de pasar a ella me gustaría, no obstante, aclarar cuál ha sido mi motivación al haber escrito esta respuesta. Considero que el artículo de Juan Manuel De Prada no debe ser considerado una mera excentricidad. A mi juicio, dicho artículo constituye un nuevo caso flagrante de lo que el sociólogo Diego Gambetta ha denominado “machismo discursivo”, esto es, un estilo argumentativo que conjuga un tono taxativo y dogmático junto con un completo desconocimiento de la materia sobre la que se opina. Un estilo argumentativo que, tal y como ha puesto de relieve Ignacio Sánchez-Cuenca en La desfachatez intelectual (2016), sería la tónica habitual de buena parte de los tertulianos e intelectuales públicos españoles. Dicha clase de estilo argumentativo es objetable en la medida en que dificulta la discusión racional acerca de las cuestiones relacionadas con la vida pública y, en consecuencia, pone piedras en las ruedas de la democracia. No obstante, es posible argumentar que el artículo de Juan Manuel De Prada es, si cabe, más reprochable, en la medida en que el objeto del mismo es una de las teorías científicas más consolidadas de la ciencia moderna.
La teoría de la evolución tiene una historia tan plagada de éxitos explicativos como de reacciones adversas por parte de ciertos colectivos religiosos. No en vano, en la que hasta ahora constituye la principal potencia científica mundial, los Estados Unidos de América, las cuestiones relacionadas con la enseñanza de esta teoría científica han acabado en los tribunales en más de una ocasión. A pesar de que múltiples autores e instituciones han enfatizado que el supuesto conflicto entre la teoría evolutiva y la religión es en realidad un falso conflicto, ciertas facciones del protestantismo dogmático han tratado de realizar una cruzada contra la biología evolutiva que no tiene parangón en la historia de la ciencia moderna. Si bien hasta ahora la biología evolutiva ha salido indemne de todos los embates jurídicos y sociales a los que ha sido sometida, no debemos suponer que lo mismo vaya a suceder necesariamente en el futuro.
El florecimiento de la ciencia, como el de la democracia, requiere un compromiso cívico y cultural con los ideales de la racionalidad, la ponderación, el respeto a la evidencia y el gusto por los matices (Koertge 2005). En una democracia madura, la ciencia ha de ser tomada en serio por los ciudadanos, que no han de tolerar la proliferación de los diversos negacionismos científicos, y que han de cortar de raíz cualquier cuestionamiento de la evidencia científica fundamentada por motivos exclusivamente ideológicos. Ahora bien, a la hora de confrontar dichos negacionismos, es preciso tratar de entender los motivos y las sutilezas conceptuales que en ocasiones están detrás de los mismos, para, de ese modo, no convertir la defensa de la ciencia y la racionalidad en un mero ejercicio de cientificismo. Es por estos motivos por los cuales he decidido tratar de articular esta respuesta. Vayamos con ella.
El contenido del artículo de Juan Manuel De Prada, punto por punto
He considerado que, dada la cantidad de errores e imprecisiones empíricas y conceptuales en las que incurre Juan Manuel De Prada, la mejor forma de dar respuesta a su artículo es analizarlo punto por punto. Así pues, con esta afirmación comienza De Prada:
“El evolucionismo postula que todos los seres vivos, vegetales y animales –incluido el hombre– se habrían originado a partir de una, o unas pocas, formas vivientes originales, por transformaciones sucesivas, lentas y graduales, en el curso de millones de años, gracias a modificaciones producidas al azar y a la acción de la selección natural.”
Este fragmento contiene un error filosófico de bulto: el empleo del término “evolucionismo” para referirse a la teoría de la evolución. Si bien en ocasiones los biólogos evolutivos utilizan “evolucionismo” en un sentido laxo, incluyendo bajo el mismo la teoría de la evolución o incluso a la biología evolutiva como disciplina, lo cierto es que “evolucionismo” y “teoría evolutiva” no son la misma cosa. El evolucionismo, aunque implica a la teoría de la evolución, es más que esta, como bien sabe Juan Manuel De Prada. Normalmente, se entiende por evolucionismo una filosofía de la naturaleza que, apoyándose en una interpretación particular de la teoría de la evolución, defiende la idea de que no existen entidades o procesos sobrenaturales de ningún tipo, sino únicamente entidades y procesos estrictamente naturales. En otras palabras: el evolucionismo es la suma de la teoría de la evolución junto con lo que los filósofos denominan el naturalismo metafísico. Así pues, de acuerdo con los partidarios del evolucionismo, la teoría de la evolución proporcionaría razones para dudar de la existencia de Dios, así como de cualquier otro ente sobrenatural.
A Juan Manuel De Prada habría que decirle que, si bien el evolucionismo entendido de este modo es una tesis filosófica respetable, no todos los biólogos evolutivos se adscriben automáticamente al evolucionismo, aunque por supuesto no duden de la veracidad de la teoría evolutiva. Así pues, muchos de ellos compatibilizan la aceptación de la teoría evolutiva con alguna otra cosmovisión filosófica, incluidas algunas de corte teísta (p. e. Miller 2007). Lo único que todos los biólogos evolutivos comparten por el mero hecho de ser científicos es lo que en la literatura filosófica se conoce como “naturalismo metodológico” (McDonald y Tro 2009), es decir, la convicción de que al hacer ciencia solo debe apelarse a entidades y procesos naturales como explicación de los fenómenos. Las creencias religiosas deben dejarse a un lado a la hora de hacer ciencia.
Juan Manuel De Prada sabe que el evolucionismo no es lo mismo que la teoría de la evolución, tal y como deja claro al final de su artículo. Sin embargo, trata de confundir deliberadamente el primero con la segunda, incurriendo en una maniobra habitual entre la mayoría de creacionistas y, lamentablemente, entre algunos biólogos evolutivos de gran proyección mediática (estoy pensando en Richard Dawkins; p. e., Dawkins 1995): la confusión deliberada o inconsciente de una teoría científica con una tesis filosófica. No son lo mismo, y no debe hacer pasarse a la teoría de la evolución por una doctrina filosófica. La teoría evolutiva es una teoría científica. Punto. Criticar el “evolucionismo” o incluso el ateísmo no debe pasar por criticar a la teoría de la evolución. Tal y como señala Jacques Monod en un pasaje al comienzo de su clásico El azar y la necesidad (1986), del que se hace eco el filósofo Elliott Sober (2011): “(…) hay que evitar toda confusión entre las ideas sugeridas por la ciencia y la ciencia misma.” (p. 12) Si se quiere criticar la teoría de la evolución, debe hacerse en el plano estrictamente científico, cosa que está condenada al fracaso. Si se quiere criticar el evolucionismo, debe hacerse en el plano filosófico, dejando a un lado la teoría de la evolución, que no es responsable directa de las afirmaciones realizadas por los partidarios del “evolucionismo”.
Continua De Prada afirmando lo siguiente:
“En la actualidad, incluso, la hipótesis evolucionista pretende también explicar la ‘biogénesis’, es decir, el origen espontáneo de la vida a partir de la materia inanimada. Así se podría explicar la evolución, como si dijéramos, desde el átomo hasta el hombre.”
En este caso, habría que responderle al autor que esta afirmación es imprecisa. Tal y como está formulada, da a entender que la teoría de la evolución pretende explicar todos y cada uno de los pasos que se establecieron hasta dar lugar al surgimiento de los primeros seres vivos. Esto no es cierto. Lo único que establece la teoría evolutiva es que una vez surgieron entidades con capacidad autorreplicadora y susceptibles de mostrar variabilidad heredable, entonces el mecanismo de la selección natural pudo comenzar a operar, dando lugar a evolución. En ciertos casos, estas entidades autorreplicadoras podrían no haber sido ser seres vivos propiamente dichos, si no más bien biomoléculas con capacidad autorreplicadora. Esto es lo que defiende, a grandes rasgos, la hipótesis del mundo ARN: tras el surgimiento de dichas biomoléculas con capacidad autorreplicadora (similares a las actuales ribozimas), el mecanismo de la selección natural habría podido ponerse en marcha, dando lugar eventualmente, a través de procesos de variación heredable y selección, a las primeras células (Novo 2016). Ahora bien, cómo se formaron en primer lugar dichas biomoléculas con capacidad autorreplicadora no es algo que pretenda explicar la teoría de la evolución, sino que queda en manos de los bioquímicos proporcionar tal explicación. Así pues, la frase tal y como es formulada por Juan Manuel De Prada es confusa y lleva a malentendidos acerca del alcance explicativo de la teoría evolutiva: esta no pretende explicar la evolución desde “el átomo hasta el hombre”, sino, en todo caso, desde las primeras biomoléculas autorreplicadoras hasta los organismos actuales.
A continuación, afirma:
“La tesis de Darwin incluye dos proposiciones distintas: por un lado, la ascendencia común de los seres vivos, el famoso ‘árbol de la vida’; por otro, la transformación de unas especies en otras, mediante un proceso evolutivo de selección natural que implica la supervivencia de los mejor dotados. Pero si todos los seres vivos procedieran de un origen común, lo normal sería que existiesen infinitas formas de transición entre ellos, un abanico de seres en transformación que conectara las distintas especies, mediante multitud de formas intermedias. Pero lo que contemplamos en la naturaleza son, por el contrario, especies perfectamente conformadas. Darwin aseguraba que esos seres intermedios en constante transformación no han sobrevivido, pues eran «poco aptos para la lucha por la supervivencia». Pero estaba seguro de que los avances paleográficos nos depararían multitud de fósiles que demostrarían la existencia de seres intermedios que conectasen los invertebrados con los peces, los peces con los anfibios, los anfibios con los vertebrados completamente terrestres… Sin embargo, tales seres intermedios no se han hallado. Se han encontrado, por supuesto, fósiles de especies ya extintas que, al igual que el ornitorrinco o el pez saltarín del fango, poseen órganos perfectamente desarrollados y funciones propias de diversas especies animales, pero no formas intermedias con órganos semidesarrollados que no sean completamente funcionales.”
En este párrafo, Juan Manuel de Prada defiende que el registro fósil no revela la existencia de fósiles de transición, dado que estos fósiles deberían mostrar órganos semidesarrollados que no serían completamente funcionales. Antes de comenzar a responder a esta afirmación, errónea de todo punto, es preciso aclarar que Juan Manuel de Prada está mezclando aquí dos cuestiones diferentes: el hecho de la evolución con la teoría de la evolución. Tal y como ha sido señalado en numerosas ocasiones (véase, por ejemplo, Gould (1994), una cosa es el hecho de la evolución, esto es, la constatación de que la vida ha ido cambiando de forma más o menos paulatina a lo largo de la historia geológica, y otra es la teoría de la evolución, que reúne el conjunto de mecanismos que pretenden dar cuenta de dicho cambio, entre los que destaca la selección natural. Parece que lo que aquí está impugnando Juan Manuel de Prada es el hecho de la evolución, dejando intacta la teoría de la evolución. Se trata de una distinción necesaria de cara a evitar futuras confusiones.
Pues bien, una vez constatado esto, se puede proseguir con la réplica a la afirmación de Juan Manuel de Prada acerca de la inexistencia de los fósiles de transición. Esta afirmación es simple y llanamente falsa. Para mostrar por qué, lo primero que debemos hacer es aclarar qué se entiende en la literatura científica moderna por “fósil de transición”. Según Herron & Freeman (2014), un fósil de transición es aquel que muestra rasgos comunes a un grupo de organismos ancestral y a su grupo taxonómico descendiente. Partiendo de esta definición, lo cierto es que el registro fósil está repleto de fósiles de transición. Simplemente por ceñirnos a los casos que De Prada cita, en la actualidad están descritos fósiles de transición entre invertebrados y peces (candidatos a esto son los organismos del Cámbrico Pikaia o Haikouichthys; Morris y Caron 2012, Shu et al. 2003), entre peces y anfibios (Tiktaalik, del Devónico; Daeschler et al. 2006) y entre anfibios y vertebrados completamente terrestres (Casineria, del Carbonífero; Paton et al. 1999). Así pues, es totalmente falso que no existan fósiles de transición si nos atenemos a la definición empleada en su día a día por los biólogos evolutivos.
Teniendo en cuenta lo improbable de la fosilización (solo un porcentaje ínfimo de organismos terminan fosilizados), el hecho de haber encontrados tantos fósiles de transición es una prueba indudable a favor del hecho de la evolución. En cualquier caso, a diferencia de lo que piensa Juan Manuel De Prada, la existencia de fósiles de transición no es un requisito indispensable para aceptar la evolución. Hay linajes de organismos, como por ejemplo el de los platelmintos, en los cuales no existen fósiles (Dawkins 2009). Sin embargo, nadie duda de que los platelmintos han evolucionado al igual que otros linajes de organismos. El motivo es que el resto de pruebas del hecho de la evolución (la biogeografía, la anatomía comparada, la genética, los órganos vestigiales, etc.) son suficientemente abrumadoras de por sí como para hacer innecesarios los fósiles. En este sentido, los fósiles son un añadido extra al conjunto de pruebas de la evolución.
Hay un segundo elemento que es preciso señalar con respecto a la duda de Juan Manuel De Prada acerca de los fósiles de transición. Probablemente, ante la anterior respuesta, él replicaría que no es suficiente para persuadirle, pues este autor entiende que los fósiles de transición necesariamente han de mostrar órganos semidesarrollados no funcionales. Por ese motivo, los animales que hemos presentado como fósiles de transición, dado que eran animales plenamente funcionales, no cuentan como tales. Esta es una versión simplificada del argumento de la funcionalidad de la “media ala” de George J. Mivart, que fue formulado originalmente en tiempos de Darwin (Bowler 2003). Hay múltiples formas de responder a este argumento. Una de ellas consiste en señalar que el hecho de que un órgano esté “semidesarrollado” para una función (desde el punto de vista de la actualidad) no significa que no sea plenamente funcional para llevar a cabo otras funciones. En ese sentido, un órgano semidesarrollado para caminar en tierra puede ser plenamente funcional para nadar, y por ello ser perfectamente útil para un animal que solo realice pequeñas incursiones en tierra firme y pase la mayor parte del tiempo en el agua. Siempre y cuando se mantengan ambas funciones, un animal como este podría evolucionar gradualmente unas patas plenamente funcionales a partir de unas aletas plenamente funcionales. Esto es lo que se conoce en biología evolutiva como “exaptación” (Gould & Vrba 1982). En la exaptación, un órgano que surgió con una determinada función puede evolucionar para pasar a tener otra función diferente. En la actualidad, la exaptación sirve para dar cuenta del origen de múltiples órganos, tales como, por ejemplo, la vejiga natatoria de los peces (Farmer 1997). Otro caso representativo en este sentido es el de las alas: existe evidencia experimental obtenida con crías de aves actuales de que las protoalas o alas “semidesarrolladas” podrían haber tenido un papel funcional en la evolución incipiente de las alas antes de que estas se empleasen para el vuelo. Así, parece que las protoalas o alas “semidesarrolladas” permiten trepar más eficazmente a los árboles y, gracias a ello, ayudan a escapar mejor de los depredadores (Dial et al. 2006). En consecuencia, el argumento de De Prada acerca de los órganos “semidesarrollados” falla también en este punto: cuando se busca, se encuentra evidencia a favor de la utilidad de estos hipotéticos órganos no plenamente funcionales.
Acto seguido, Juan Manuel De Prada señala:
“Viendo que los fósiles no brindaban apoyo suficiente a sus teorías, el evolucionismo recurrió al estudio de las semejanzas moleculares entre los seres vivos. Pero el estudio de las secuencias de aminoácidos de la globina de diversas especies no permite establecer taxativamente una ‘secuencia evolutiva’ que las relacione.”
Dejando a un lado el hecho de que el autor vuelve a confundir el hecho de la evolución con la teoría de la evolución, y que vuelve a utilizar el rótulo “evolucionista” de forma inadecuada, aquí De Prada comete un doble error. El primero de ellos revela un completo desconocimiento de la disciplina de la filogenia molecular, pues asume que la única forma de estudiar el parentesco molecular de las especies es comparar la secuencia de aminoácidos de la hemoglobina de diversas especies. Dicha técnica fue la empleada originalmente por, entre otros, Emile Zuckerkandl y Linus Pauling en los años 60 del siglo pasado para estudiar el parentesco molecular (Zuckerkandl & Pauling 1965). Sin embargo, en la actualidad hay técnicas mucho más fiables y sofisticadas de determinación de las relaciones filogenéticas entre especies, como aquellas que comparan las secuencias del ARN de la subunidad pequeña de los ribosomas (Ajawatanawong 2017). Estas técnicas han puesto de manifiesto de forma indudable y reiterada el parentesco taxonómico entre todas las especies del planeta. De hecho, gracias a ellas tenemos un conocimiento bastante exacto de lo que Francisco J. Ayala (1985) denomina “el camino de la evolución”, es decir, la secuencia de episodios históricos que han dado lugar a la diversidad de especies vivientes de la actualidad. Por este motivo, convendría que Juan Manuel De Prada actualizase sus fuentes antes de opinar de forma tan taxativa.
Sin embargo, el segundo error, de carácter histórico, es, si cabe, de mucha mayor envergadura. De Prada parece sugerir que, debido a que los fósiles no constituían una prueba suficientemente robusta para la teoría de la evolución, entonces los seguidores de Darwin cambiaron de estrategia y comenzaron a estudiar los genes para ver si encontraban apoyo en estos. Sin embargo, esta tesis no cuenta con el más mínimo aval histórico. De forma muy resumida, la historia de la biología evolutiva desde Darwin hasta el surgimiento de la biología molecular es la siguiente: gracias El origen de las especies, publicado originalmente en 1859, Darwin consiguió persuadir a la comunidad de biólogos y naturalistas de su época del hecho evolutivo. Sin embargo, no hizo lo propio con su teoría de la selección natural. En consecuencia, tras la muerte de Darwin en 1882 comenzaron a surgir múltiples escuelas de pensamiento evolutivo que, aunque aceptaban el hecho de la evolución, proponían distintas teorías para dar cuenta del mismo (Bowler 1983, 2003). Entre dichas escuelas se encontraba una conformada casi exclusivamente por paleontólogos, la escuela ortogenetista, que defendía que la evolución procedía por medio de un impulso interno de los organismos a evolucionar en direcciones determinadas aun a costa de sacrificar la adaptabilidad de las especies. Otra de estas escuelas estaba conformada, a su vez, por genetistas, y recibía el nombre de “mutacionismo”. Los mutacionistas, inspirados por la naturaleza cualitativa del cambio hereditario postulada por el primer mendelismo, pensaban que la evolución se producía de forma súbita por medio de cambios de gran envergadura en el material genético. Tanto los ortogenetistas como los mutacionistas, coetáneos en el tiempo, desconfiaban de la teoría darwiniana de la selección natural. Sin embargo, ambos aceptaban sin ambages el hecho de la evolución, que trataban de explicar con ahínco. Con el paso del tiempo, las tesis de los mutacionistas y los ortogenetistas fueron siendo abandonadas paulatinamente por falta de apoyo empírico. Así, los estudios de genética llevados a cabo en el laboratorio de Thomas H. Morgan revelaron que la mayor parte de cambios genéticos son de pequeña magnitud, y que los grandes saltos mutacionales constituyen una rara excepción. Por su parte, los estudios de George G. Simpson sobre las tendencias y patrones revelados por el registro fósil mostraron a las claras que las supuestas tendencias ortogénicas postuladas por la escuela homónima no tenían lugar en el registro fósil (Bowler 2003).
Tras las contribuciones realizadas en la década de 1920 por J. B. S. Haldane, Robert Fisher y Sewall Wright, que consiguieron compatibilizar la genética mendeliana con la teoría de la selección natural, un conjunto de científicos provenientes de las distintas ramas de la biología y la historia natural, capitaneados por el genetista Theodosius Dobzhansky (cristiano, por cierto; Collins 2006), consiguieron aunar en un gran marco teórico evolutivo las aportaciones de la genética de poblaciones, la taxonomía, la botánica y la paleontología. A dicho marco teórico se le denominó la Síntesis Evolutiva Moderna. La Síntesis Evolutiva Moderna, construida sobre una base darwinista, supuso la estocada final a las escuelas que surgieron en el campo de los estudios evolutivos tras la muerte de Darwin, incluidas el mutacionismo y la ortogénesis. Esta teoría no solo consiguió persuadir al conjunto de la comunidad científica del hecho de la evolución (algo que ya había hecho Darwin), sino que además consiguió fundamentar sobre una base más sólida la teoría de la selección natural darwiniana. Una vez constituida la Síntesis Evolutiva Moderna, el surgimiento paralelo de la biología molecular aportó todavía más pruebas y argumentos a favor tanto del hecho como la teoría de la evolución, revelando la estructura molecular de las mutaciones o diseñando la técnica del reloj molecular para el cálculo de filogenias.
En el anterior relato histórico no hay ningún atisbo de la tesis de Juan Manuel De Prada: es completamente falso que los biólogos evolutivos se desviasen desde la paleontología hasta la genética para obtener las pruebas a favor de la evolución que los fósiles no revelaban. Ambos trabajaron paralelamente hasta su integración bajo la Síntesis Evolutiva Moderna bajo la premisa de que la evolución es un hecho. Tanto los paleontólogos como los genetistas estaban convencidos desde la publicación de El origen de las especies de la realidad del hecho evolutivo. No necesitaban encontrar más pruebas de las que Darwin aportó. Es más, tanto los paleontólogos como los genetistas quedaron convencidos no solo del hecho de la evolución, sino también de la teoría de la selección natural, una vez la Síntesis Evolutiva Moderna mostró que la paleontología era compatible con la genética de poblaciones y con la selección natural. Así pues, de nuevo, Juan Manuel De Prada comete un error de bulto, esta vez de naturaleza histórica.
El escritor prosigue así su artículo:
“Y tampoco las mutaciones genéticas confirman plenamente las tesis evolucionistas, pues toda mutación azarosa tiende por lo común a deteriorar el código genético, no a mejorarlo. Las mutaciones ‘favorables’, en el estricto sentido de la palabra, sólo se dan una entre un millón; y no deben confundirse con la variabilidad genética que tiene todo organismo, que hace que en determinadas circunstancias se expresen genes que ya estaban presentes –aunque reprimidos– porque su funcionamiento no era necesario.”
La frase con la que se inicia este párrafo revela un profundo desconocimiento de los fundamentos más básicos de la genética contemporánea, lo cual ya debería hacernos dudar de todo lo que dice Juan Manuel De Prada a continuación. En efecto, De Prada señala que las mutaciones azarosas tienden a deteriorar el “código genético”. Esta afirmación carece de sentido, pues el código genético es la correspondencia entre tripletes de nucleótidos y aminoácidos proteinogénicos, y dicho código no puede ser “deteriorado” en ningún sentido científicamente válido.
Si nos atenemos al principio de la caridad en filosofía y teoría de la argumentación (Blackburn 1994), según el cual debemos interpretar las palabras de nuestro interlocutor de la forma más racional posible, obviando los posibles malentendidos que contenga e intentando entender lo que dice, supongo que el verdadero mensaje de Juan Manuel es que la mayoría de mutaciones son deletéreas. Esta afirmación es cierta. Sin embargo, esto no cuestiona ni el hecho ni la teoría de la evolución, tal y como parece sugerir De Prada por el contexto en el que se enmarca su afirmación. Hay al menos dos motivos para ello: el primero es que la cantidad de pruebas a favor del hecho evolutivo sigue siendo abrumadora independientemente de cuál sea la naturaleza de las mutaciones; y el segundo es que, aunque la mayoría de mutaciones sean deletéreas, el hecho de que la selección fije aquellas de naturaleza beneficiosa, aunque sean una minoría, hace posible el cambio acumulativo adaptativo en el genoma de los organismos. Por tanto, de nuevo el argumento de De Prada falla.
La siguiente frase del artículo es la que sigue:
“Las mutaciones sólo pueden alterar algo que ya existe, no pueden crear nuevos genes ni aumentar la información genética.”
Esta afirmación es, de nuevo, falsa, y se soluciona con un mínimo de conocimiento sobre biología evolutiva. Parece que Juan Manuel De Prada asume que las mutaciones se restringen a lo que en genética se conoce como mutaciones puntuales, que afectan a un solo nucleótido del genoma. Sin embargo, además de las mutaciones puntuales, existen otras de mayor envergadura que implican a genes enteros, regiones del genoma, cromosomas o, incluso al genoma entero. Entre estas mutaciones se encuentran las conocidas como duplicaciones, en las cuales un fragmento determinado del genoma (o un cromosoma, o el genoma entero) se duplica. Las duplicaciones, que aumentan la información genética de un genoma, parecen haber sido un elemento bastante frecuente en la evolución de los distintos linajes de organismos. Por ejemplo, la evolución de los vertebrados parece haber sido posible por una duplicación completa del complejo de genes Hox, que regulan el proceso de desarrollo en todos los eumetazoos (Carroll et al. 2004). Una vez más, De Prada debía haberse informado debidamente antes de hacer afirmaciones como esta.
Una de las últimas afirmaciones del artículo de Juan Manuel De Prada es el siguiente:
“Pero aun en el caso de que se hayan dado mutaciones ‘favorables’, estas no bastan para producir una nueva especie; para ello, son precisas ‘transmutaciones’ del organismo que sólo pueden lograrse en laboratorio. O sea… mediante la intervención de una inteligencia que las provoque y encauce.
Y es que el organismo de un ser vivo es un conjunto infinitamente complejo de estructuras integradas e interrelacionadas entre sí que funcionan como un todo, con vistas a un fin; y que, por lo tanto, no puede cambiar por partes. Por consiguiente, para que un cambio significativo en una estructura o en una función sea viable, tiene que cambiar simultáneamente todo el organismo; y, para que esto ocurra, tendría que cambiar toda la información hereditaria, de forma simultánea y sin un solo error. Es decir, debería ocurrir una mutación gigantesca, un reordenamiento radical de todo el genoma, dirigido y especificado hasta en los más mínimos detalles. Lo cual constituye un verdadero milagro… que es precisamente lo que el evolucionismo trata de negar.”
En estos pasajes, Juan Manuel De Prada sugiere que la evolución no es posible por medio de mutaciones favorables en determinados puntos del genoma debido a que los organismos son totalidades integradas que no pueden cambiar por partes. Una mutación en una región requeriría cambios en otras regiones del organismo. Vayamos por partes. Estoy de acuerdo con la afirmación de que los organismos son totalidades integradas. Sin embargo, de esto no se deduce necesariamente que no sean susceptibles de evolución por partes.
El motivo de esto es que, aunque sea correcto pensar que los organismos son totalidades integradas dirigidas a fines (p. e. Walsh 2015), esto no quita que dichas totalidades están compuestas por módulos funcionales relativamente autónomos (Gilbert & Epel 2009). Este es uno de los hallazgos más fascinantes de la “evo-devo” o biología evolutiva del desarrollo, uno de los últimos avances dentro de la disciplina de la biología evolutiva. Estos módulos permiten la evolución de determinadas partes del organismo de una forma relativamente independiente a la del resto de módulos. Ahora bien, es cierto que, para mantener la integridad funcional, los organismos deben poseer mecanismos de autoensamblaje que garanticen la coherencia morfológica de sus distintas partes. Esto se consigue, entre otras formas, por medio de lo que se denomina “acomodación fenotípica”. La acomodación fenotípica se refiere al proceso por el cual, tras una mutación genética en un sistema, el resto de sistemas se reacomodan a dicha mutación mediante plasticidad fenotípica u otros mecanismos de autoorganización, de forma que no es necesario que en dichos sistemas se produzcan nuevas mutaciones para dar lugar a organismos integrados y coherentes (West-Eberhard 2003; Sterelny 2009). La acomodación fenotípica es un fenómeno que los biólogos evolutivos contemporáneos reconocen sin ningún tipo de problemas, y que ayuda a explicar por qué los cambios evolutivos no necesariamente implican grandes mutaciones, algo que desde Thomas H. Morgan se sabe que es la excepción y no la regla. Así pues, de nuevo Juan Manuel De Prada yerra en su análisis.
Por último, De Prada finaliza:
“Pecaríamos de ingenuidad si pensásemos que el evolucionismo es tan sólo una hipótesis científica. El evolucionismo es, sobre todo, un postulado filosófico materialista cuyo objetivo último es negar no la narración literal de los primeros capítulos del Génesis (algo que ya San Agustín nos advirtió que no debía hacerse), sino la intervención divina en la creación de la vida. La Evolución, con mayúscula, se convierte así en la responsable única de toda la historia del universo, una fuerza ciega y mecánica que estaría cambiando constantemente el mundo y dirigiéndolo hacia algo diferente y mejor. He aquí la idea que subyace detrás de las bellas historias de dinosaurios mutantes que tanto nos encandilan.”
En este último párrafo, Juan Manuel De Prada vuelve a incurrir en el error de confundir la teoría de la evolución, una teoría científica, con el evolucionismo, que tal y como él mismo afirma, es un postulado o tesis filosófica. Tal y como señalé en la primera parte de esta respuesta, se puede criticar el evolucionismo sin por ello tratar de atacar la teoría evolutiva, que, por sí sola, no implica necesariamente el evolucionismo. La crítica del evolucionismo o naturalismo metafísico (que De Prada denomina “materialismo”) debe realizarse sobre bases filosóficas, no criticando los principales hallazgos y teorías de una de las disciplinas más consolidadas de la ciencia moderna, la biología evolutiva. Dicha estrategia, además de estar condenada al fracaso desde un punto de vista teórico, es contraproducente desde un punto de vista social, ya que da alas a los movimientos anti-ciencia en un momento de pandemia mundial.
La evolución es un hecho. La teoría de la evolución explica satisfactoriamente ese hecho. Parece que lo que verdaderamente preocupa a Juan Manuel De Prada es la asociación que algunos pensadores hacen entre el ateísmo y teoría de la evolución. Sin embargo, tal y como han demostrado múltiples biólogos y filósofos (por ejemplo, Ruse 2004; Collins 2006; Miller 2007; Sober 2011), es posible creer en Dios, incluido el Dios de los cristianos, y no albergar dudas acerca de la biología evolutiva. La crítica del evolucionismo no pasa por criticar ni el hecho ni la teoría de la evolución. Afirmar creacionismo para defender la creencia en Dios no es una postura respetable intelectualmente y, además, es perniciosa por fomentar la desconfianza en la ciencia motivada por razones ideológicas. Los intelectuales públicos como Juan Manuel De Prada deberían cuidarse más de opinar a la ligera sobre temas técnicos, dada su gran influencia para el gran público. Pongamos fin al machismo discursivo. No demos alas al negacionismo científico. Fomentemos una cultura intelectual más informada y responsable.
Referencias:
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Sobre el autor: Juan Gefaell se graduó en psicología en la Universidad Pontificia de Salamanca y en biología en la Universidad de Vigo; tras cursar un máster en lógica, historia y filosofía de la ciencia en la UNED, en la actualidad realiza su doctorado en biología evolutiva en el departamento de Bioquímica, Genética e Inmunología de la Facultad de Biología de la Universidad de Vigo.