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RECOMENDADO: Por una Laicidad sin Fronteras, por Elbio Laxalte

Elbio Laxalte Terra, presidente de la Asociación Civil 20 de Setiembre (Uruguay) y miembro de la Comisión Directiva Internacional y Portavoz para América Latina de la AILP, expone de manera muy clara algunos de los retos a los que se enfrenta el movimiento laicista en el marco de la conferencia virtual de Iniciativa Laica.

Estimados amigos y amigas de Iniciativa Laica colombiana,

Ante todo, deseo agradecer la invitación a exponer sobre el tema de laicidad, al tiempo de felicitarles por la iniciativa de organizarse para trabajar en pos de los ideales laicistas.

Y señalar también lo pertinente de esta iniciativa, pues, a nuestro criterio este tema es de una gran actualidad, más allá de que muchas veces pudiera dudarse de su acuidad, frente a los enormes desafíos coyunturales de los cuales nuestros países y el mundo están llenos y ocupando nuestra atención e interés.

Cualquier ciudadano podría preguntarse – y de hecho hay quienes lo hacen, pues así nos ha ocurrido – por qué es necesario aun hablar de laicidad, cuando, en líneas generales, en casi todos los países de nuestra región americana, está vigente la separación de la iglesia y el Estado, como consecuencia del mismo proceso de instauración de regímenes institucionales republicanos de democracia representativa que abarcó desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX.

Sucede que cuando miramos más en detalle, podemos visualizar la existencia de una verdadera estrategia clerical global, pensada e impulsada desde el vaticano, tendiente a influir sobre lo político e institucional, y por el control de la opinión pública. Y esto pasa necesariamente por una actitud hostil hacia la laicidad. Aunque no de cualquier manera, como veremos.

Sin hacer un análisis exhaustivo, voy a intentar poner de relieve tres fenómenos que se articulan en torno a esta ofensiva antilaica.

El primero de ellos, es que en nuestro continente el catolicismo está perdiendo la hegemonía frente a otras manifestaciones religiosas más pragmáticas y agresivas,  disputándose la influencia y el control en lo social, lo político e institucional. A esto se suma un declive, lento pero sostenido, de su membresía, y un aumento del ateísmo y/o otras manifestaciones espirituales no religiosas, y más personales. Esto estimula una presencia más militante y ofensiva desde el ámbito religioso, para no perder o recuperar influencia en lo político y social.

En segundo lugar, el auge de las demandas sociales de nuevos derechos que tocan el corazón doctrinal religioso. Y aquí tenemos por ejemplo, las reivindicaciones de la interrupción voluntaria del embarazo por la sola voluntad de la mujer; el matrimonio igualitario para parejas del mismo sexo, y el tema de la eutanasia. Todos temas de grandes debates en nuestras sociedades en la actualidad, y que se enfrentan a la muy firme oposición clerical.

Y, en tercer lugar, y esto es un fenómeno nuevo, una constante campaña de apropiación, tergiversación y cambio de sentido de conceptos ligados justamente a la cultura y al quehacer laicista. Y esto es particularmente complicado, pues han logrado en un cierto sentido, ponernos a los laicistas a la defensiva, pues, antes de realizar nuestras propuestas, debemos desestructurar los argumentos que hablan por nosotros. Hoy nos encontramos con clérigos y políticos vinculados a la corriente religiosa católica, que  utilizan un lenguaje muy similar al discurso tradicional laicista. Salvo que lo conceptualizan de una manera favorable a sus intereses. Voy a poner dos ejemplos para luego profundizar.

Primeramente, han acuñado un nuevo criterio de laicidad de la cual se revindican, que llaman “laicidad abierta”, “laicidad positiva” o “laicidad inclusiva”, y con él se están refiriendo a que laicidad significa “pluralidad de religiones”. Detrás de esta concepción está la idea que sustentan, de que el problema central que enfrenta la sociedad secularizada es cómo asegurarle a los ciudadanos la práctica de sus religiones sin ser discriminadas por el Estado.

Paradojalmente, incluyen en esa pluralidad a quienes son ateos o agnósticos, porque, sostienen, ellos “igual creen en algo, aunque sea en la no creencia”. Planteado de esta manera, parece una idea seductora, pues igualaría todas las creencias, posiciones y filosofías frente al Estado. La propuesta desde este enfoque, es que el Estado no sólo debe respetar la pluralidad de religiones o ideas, sino que debe ser neutro frente a ellas, y en este sentido, si el Estado por ejemplo favorece la educación pública gratuita y laica, estaría discriminando a la educación religiosa. Lo cual se resolvería de dos manera: o el Estado lleva su neutralidad desligándose de la educación pública entregándola totalmente a manos privadas y subvencionando a todos por igual; o, manteniendo la educación pública como una opción más, y financiando de la misma manera a la educación religiosa, como manera de practicar lo que ellos llaman “libertad de enseñanza”. Esta concepción de la laicidad reduce la misma a la existencia de una autonomía recíproca y colaborativa  entre las religiones y el Estado en pie de igualdad, y por esta vía reduce el rol del Estado a un simple rol de financiador. Como podemos ver, esta concepción pone el rol de la comunidad religiosa a la misma altura del Estado, y en consecuencia éste debe abandonar la concepción del bien común, de la res publica, debe abandonar la concepción de ciudadanía, pasar a una situación de neutralidad, y aceptar una concepción corporativista u orgánica de la sociedad, donde la soberanía no la ejerce el individuo ciudadano sino las comunidades identitarias. Y todo este discurso enfocado en el mantenimiento o recuperación de hegemonía, está hecho en nombre de la laicidad. Y de ahí efectivamente la dificultad.

El segundo ejemplo de cómo intentan desvirtuar la conceptualidad laica, es realizando una separación radical y antagónica de los conceptos “laicidad” y “laicismo”. Estos términos, desde el enfoque laico no tienen ningún misterio.

Muy brevemente, pues volveremos sobre ello, la laicidad es el sistema de convivencia en una sociedad democrática y diversa, cuyas instituciones políticas están legitimadas por la soberanía popular y no por una ideología o creencia que son del dominio privado de la conciencia individual de cada uno. El Estado es garantía de que el espacio público, tomado en su más amplia acepción, es el de todos los ciudadanos, por lo tanto no es neutro, sino jurídicamente garantista.

Y por laicismo, se entiende la actitud de estudiar y generar doctrina, defender y promover la laicidad e impulsarla por todos los medios lícitos. Es una actitud social militante.

Pero veamos que dice la Iglesia Católica al respecto. Oficialmente y por boca de su máximo jerarca el papa Juan Pablo II, quien declaraba el 12 de enero de 2004 en una recepción al cuerpo diplomático frente al Vaticano: “Con frecuencia se invoca el principio de laicidad, en sí mismo legítimo, si es comprendido como la distinción entre la comunidad política y las religiones. Pero, ¡distinción no quiere decir ignorancia! ¡La laicidad no es el laicismo!”. El mismo papa sobreabundaba el 24 de enero del 2005: “en el ámbito social se va difundiendo también una mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública”.

Es decir, que estamos frente a una subversión de los conceptos, a un intento de apropiación de un lenguaje con el propósito de quitarle su significación. Y toda la maquinaria católica, principalmente sus estructuras académicas, están orientadas a ese fin de crear una nueva conceptualidad afín a sus intereses. Ahora, la novísima arma contra la laicidad no es oponerse violentamente a la misma, como antaño, sino vaciarla de contenido conceptual. Y por ello entonces es tan importante hacer un esfuerzo para volver a colocar las cosas en su orden, y evitar la confusión. Naturalmente es trabajoso pues hay que desestructurar un discurso apoyado por una gran maquinaria académica y publicitaria.

Entonces, lo que podemos observar, es que estamos frente a un debate bien actual, y lo central en el mismo son los intentos bien modernos de subvertir la real concepción laica, vaciar de contenido los ideales que subyacen detrás de los conceptos, y transformarlos en algo tan vacuo como cómodo a ciertos intereses reñidos con los verdaderos ideales laicos.

Entonces, estimados amigos y amigas, el primer gran desafío que tenemos quienes defendemos, apoyamos y compartimos los valores, principios e ideales laicos, es empezar por recomponer, por restituir los conceptos en sus reales dimensiones, no dejarnos piratear los significados, impedir que los Caballos de Troya nos penetren y tomen la fortaleza desde adentro.

Entonces y luego de lo que venimos de ver, ¿Qué significa la laicidad?

Etimológicamente, laicismo proviene del griego “laicos” que quiere decir que pertenece al “laos” es decir, al pueblo. En este sentido, lo que es laico es lo que pertenece al pueblo o que proviene del pueblo, tomado por oposición a lo que es dominio de las castas u oligarquías, sean religiosas gobernantes o de cualquier orden. Es decir, el laicismo tiene que ver con el bien común, la cosa o el espacio público. Es el gobierno del espacio público por el público, o mirado de otra manera, es el gobierno del pueblo por el pueblo, el demos, la democracia.

En la democracia la soberanía recae sobre el individuo, sin importar su filosofía o creencia, y los individuos todos comparten los mismos derechos y las mismas obligaciones. Las convicciones metafísicas son del dominio exclusivo de la conciencia individual, y ningún ciudadano puede ser discriminado por su creencia o no creencia. El Estado no es una comunidad más, no puede favorecer ninguna escuela filosófica o culto en particular; él es una emanación de la sociedad toda, y por lo tanto debe garantizar la libertad de conciencia y ser un árbitro imparcial. El concepto de laicidad no admite las prácticas de exclusión o persecución contra ningún sector social, ni ninguna entidad, por sus ideas o creencias, ni tampoco admite ningún privilegio. Todo está sometido a las normas del derecho. Creyentes o no creyentes, las diversas ideologías, opiniones, enfoques tienen el mismo derecho de difundir su “verdad”. Pero sin reclamar privilegios, salvo los generales de la ley, para su actividad proselitista.

Por ello el laicismo concierne a la política, es una concepción de la sociedad. Y esa concepción de la sociedad no es neutra ni pasiva, es comprometida y activa.

Los enemigos de la laicidad, como vimos, pretenden que los defensores de la laicidad, y en particular si el Estado está secularizado, son solo una comunidad más, con la característica, a su criterio, de ser antirreligiosa. Sin embargo la laicidad no es solamente un tema institucional.

Practicar la laicidad es una exigencia de imparcialidad a la cual todos los demócratas sin dudas adhieren. Pero, es aún más que eso, pues es también actuar de árbitro frente a los poderes fácticos que algunas de las comunidades existentes en la sociedad podrían desarrollar. En una democracia donde el ciudadano es políticamente soberano, si una comunidad religiosa, filosófica, o ideológica obliga a un determinado comportamiento a través de mecanismos coercitivos, sean estos materiales o espirituales, el Estado no solo tiene el derecho sino la obligación de intervenir, pues él es garante de la libertad en su sentido más amplio, libertad de conciencia, libertad de expresión, libertad de pensamiento, libertad de creer o de no creer. Por lo tanto la laicidad no es solo la manifestación u opinión de algunas personas, sino un pilar fundamental de la democracia. Sin un Estado laico no hay una plena democracia, y sin un Estado activo en la defensa de la igualdad de sus ciudadanos en todos los ámbitos no hay República, es decir, el goce por todos los ciudadanos del espacio público. El laicismo es un principio fundamental en la organización de la cosa pública fundado sobre una visión universal de la sociedad, porque ella está basada en la persona humana, en el individuo.

Así el laicismo representa el patrimonio común de los demócratas y, aún más, es condición esencial para la existencia de una República.

Entonces debemos admitir que el laicismo es un principio indisociable de un sistema político democrático y republicano. Por ello resulta asombroso que tanta gente, incluso gente culturalmente elevada, que además se dicen demócratas desconozcan, ignoren o le den tan poca importancia a este tema. Incluso se vuelve grave cuando en el sistema político y/o en la administración estatal el tema carece de relevancia. Y lamentablemente esto parece ser lo común en casi todos nuestros países.

Es este el sentido, de la separación de la iglesia y del Estado. Y las nuevas versiones de la laicidad intentan subvertirlo planteando la colaboración entre confesiones y Estados, en donde el Estado pondría los medios materiales y las confesiones pondrían los medios morales y espirituales, intentando relativizar aquella separación, y, reduciendo a una funcionalidad institucional el rol de la laicidad. Y aquí es que hay que poner de relieve con vehemencia, que la laicidad no es una funcionalidad social y política, sino una práctica política y social basada en valores positivos, sin las cuales no habría laicidad. Y este es uno de los núcleos esenciales del problema y otro de los grandes desafíos a los que nos encontramos confrontados.

La adhesión a los ideales laicos implican pensar (y pensarse) en un desarrollo de la persona en torno a valores fuertes, como el humanismo, el libre examen, la conquista de la ciudadanía, la emancipación y autonomía del individuo, la búsqueda de la felicidad, la capacidad de rebelión y la exigencia de justicia, el empeño por la dignidad. Es decir, la construcción de una ética inmanente a la persona humana. Todos temas que están en el corazón de la crisis de sociedad por la que transitamos hoy día en casi todos los países occidentales, y que en parte la pandemia no ha hecho más que poner de manifiesto.

¿Qué implican esos valores?

El humanismo, desde el griego Protágoras, implica pensar en el ser humano como la medida de toda cosa, incluso, cuando más modernamente, se piensa al ser humano incluido en su entorno natural.

El libre examen, es sin duda el más importante de los valores laicos, en la medida que se define como un cuestionamiento, una puesta en dudas de las ideas recibidas y la negativa de que alguna “autoridad” pueda imponer sus “verdades” absolutas. Pero más aún, es el deber de poner en dudas nuestros propios prejuicios, nuestro conformismo, nuestros hábitos mentales. Por ello el libre examen se revela finalmente como pensamiento crítico y el derecho a la autonomía de pensamiento.

Ningún argumento utilitario, en torno a las debilidades humanas, como puedan ser la ignorancia, la incompetencia, la pereza o el desinterés del ciudadano, puede servir para justificar la renuncia a la búsqueda de la autonomía tanto para sí mismo como para los demás. El derecho a la autodeterminación, tanto para sí mismo como para los demás, el derecho de disponer de sí mismo dentro de los límites de los iguales derechos de los demás, es una búsqueda que tiene otras implicancias fuertes, por ejemplo, el derecho de la mujer de disponer de su cuerpo, o el derecho a una muerte digna, o el derecho de opción sexual. Naturalmente, la aspiración de más libertad, de pensamiento, de expresión, libre albedrío, y de acción relacionada con el ideal de autonomía, está ligada al concepto de responsabilidad social. No puedo hacer lo que se me dé en ganas, sin respetar a mi igual, se encuentre o no en mi misma búsqueda.

Implica igualmente asumir la dimensión política de la autonomía, conquistando mayores libertades ciudadanas, y mayor participación en la gestión colectiva, tanto a nivel micro social, como la pareja, la familia, los círculos sociales o las actividades laborales, pero también en las comunidades sociales y políticas más amplias. E implica la capacidad y el derecho a la rebelión, frente a la sumisión, el fatalismo, la aceptación del destino impuesta por el “orden de las cosas”, la voluntad divina, la “maldición” heredada, el dogma ideológico, el poder impuesto. Es decir, implica el derecho a la emancipación.

La tolerancia, por su parte, es el respeto de las personas en tanto que individuos portadores de ideas, de creencias, de convicciones. Pero, no necesariamente el respeto de las ideas que esos individuos portan. Sus ideas están hechas para ser contrastadas, debatidas, criticadas. Sino ¿cómo podría haber diálogo? Pero implica la necesidad de la escucha y de la apertura mental de aceptar la posibilidad de que el otro piense distinto a nosotros, y de que puede tener la verdad. Es la aceptación de la pluralidad, aunque no necesariamente la aceptación de todas las ideas. Hay ideas detestables, como las de discriminación por sexo, condición social, creencias u origen étnico. Pero la tolerancia es una condición necesaria a la construcción social, y a la evolución del conocimiento.

Hay también una dimensión social de la laicidad. Y en ese sentido, leyes de salud reproductiva, que incluya la interrupción voluntaria del embarazo por la sola voluntad de la mujer, la universalización de la educación sexual y desarrollar políticas de planificación familiar responsables son absolutamente deseables. Hay que avanzar en los derechos de las parejas homosexuales. Y debemos debatir acerca de los problemas impuestos por el final de la vida y el derecho a una muerte digna, a pesar de la oposición de los fundamentalistas religiosos.

Y debemos avanzar mucho más en nuestra sociedad sobre la igualdad de hombres y mujeres, tanto en material laboral como en materia de representación política.

Y, naturalmente, la defensa intransigente de la educación gratuita, obligatoria, laica y de calidad, como condición del fortalecimiento de una ciudadanía responsable en el ejercicio de su soberanía política.

Quisiera, amigos y amigas, por último, estimar que la laicidad implica un ideal de universalidad, puesto que pasa por el reconocimiento de la igualdad esencial de todos los seres humanos, se trata de reconocer a todos los ciudadanos en los mismos derechos y deberes, sin tener en cuenta sus singularidades ni las comunidades filosóficas o religiosas a las cuales pueda pertenecer. Esto implica una dimensión central de la no-exclusión de nadie. Por ello el laicismo es favorable a la democracia, a los derechos humanos y ciudadanos, considera a todos los hombres, mujeres y niños como hermanos entre sí, y solidarios frente a su destino. Por ello el laicismo tiene una dimensión global. Y ello significa que no podría excluirse de esa ciudadanía global a nadie por su pertenencia a alguna comunidad cultural. Por encima de éstas están los seres humanos como tales, y la utopía laica es la de una sociedad humanista, donde el ser humano sea el criterio último, donde todos sean admitidos, todos ciudadanos, todos participantes, todos responsables, sin distinción social, sexual, cultural, filosófica o religiosa que sean absolutas y excluyentes. Por ello, finalmente tenemos el último gran desafío laico, el de una laicidad sin fronteras.

Porque la respuesta global a los integrismos o fundamentalismos políticos y/o religiosos, tanto como a la globalización excluyente, es la de dotar al mundo de más libertades, más democracia, más gobernanza global, y, sin dudas, de sentido humano, y ello no podríamos hacerlo entre unos pocos, ni en el marco estrecho de nuestras fronteras nacionales.

El librepensamiento y la laicidad se fueron fortaleciendo a partir de una visión universalista, que llevó a la unión de hombres y mujeres en torno a estos ideales desde mediados del siglo XIX hasta ahora. Ha habido en la historia asambleas extraordinarias por su significación como las realizadas en 1904 en Roma, frente al vaticano, o la de 1906 en Buenos Aires. La situación mundial en el siglo XX, debilitó mucho esta organicidad, al quedar muchas veces prisionera de intereses polarizantes. Sin embargo los intentos de acción laica internacional se fueron multiplicando como una necesidad, y ello llevó, por ejemplo, a la creación en el año 2011 en Oslo de la AILP, y la realización de varios congresos internacionales, dos de los cuales tuvieron lugar en nuestro continente: en 2012 en Mar del Plata, Argentina, y en 2015 en Montevideo, Uruguay.

Organización que tiene entre sus objetivos el apoyo mutuo de las luchas librepensadoras y laicistas, impulsar por el mundo la separación de las religiones y los Estados, la denuncia de los crímenes cometidos por las religiones y la justicia en relación a los delitos cometidos por los clérigos, como los de pederastia. Hoy día la AILP se ha constituido una referencia ineludible y excelente plataforma para apoyarse en las luchas nacionales.

Entonces, y para finalizar, si pasamos revista, empezamos a entrever que restituir los valores de laicidad en nuestra cotidianeidad no es un tema pasado de moda, sino de una actualidad urgente. Y esto en casi todos lados.

Restituir el sentido conceptual de la laicidad, restituir su sentido como esencial a la democracia y a la vida política social, y darle su dimensión universal, son los grandes desafíos de nuestra época para los laicistas. Tenemos un gran combate laico por delante, tan importante como el que dieron nuestros ancestros del siglo XIX. Salvo que en el siglo XXI, su campo ya no son las fronteras nacionales, sino el planeta todo.

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