Introducción
Los movimientos de la historia son vaivenes entre progreso y regreso. Lo mismo ocurre con la laicidad: el ideal de un mundo común a todos los hombres con libertad absoluta de conciencia e igualdad de derechos entre los que creen en Dios y los que creen en otra cosa, ya sean éstos ateos o agnósticos. Los retos del laicismo, entendido aquí como movimiento de conquista de la emancipación laica, han de tomar en cuenta, por una parte, lo que queda por conquistar para realizar completamente las promesas del ideal; por otra, los nuevos datos de la crisis actual y las amenazas que representan para esta misma emancipación. Las violencias de la historia y sus huellas se combinan con la justicia de forma diversa, de ahí la necesidad de una reflexión sobre cómo proceder para no confundir los problemas ni las soluciones.
Los hombres tienen raíces, pero no son como los árboles. Platón dice que también tienen alas, lo que significa la posibilidad de trascender el lugar y el tiempo a fin de pensar lo que puede valer para todos y, quizás, para siempre. Este poder de trascendencia explica la fuerza de los ideales, que nos arrancan de las servidumbres establecidas. Así es la laicidad, ideal de un pensamiento libre, de una igualdad fraternal entre los hombres y de un espacio político común a todos, sin preferencias ni privilegios. En tiempos de retorno a particularismos fanáticos, este ideal puede parecer demasiado ambicioso. Sus adversarios dicen de él que es «abstracto». Pero lo mismo se dijo de los derechos del hombre. Joseph de Maistre, partidario de las desigualdades feudales, afirmaba que nunca había encontrado un hombre, sino una persona de tal procedencia, tal origen social, tal religión. Así es como se encapsula a un hombre en su particularidad para prohibirle la emancipación. La tensión entre la realidad inmediata y el ideal es siempre necesaria y liberadora. Por otra parte, no se puede pretender que la atención a los datos concretos carece de importancia. Es bien conocido que la pura y simple proclamación del ideal puede enmascarar una actitud hipócrita si con ello se pretende ahorrar la reflexión sobre las condiciones que lo hacen accesible. El ultraliberalismo capitalista pretende que un obrero es libre de firmar o no un contrato de trabajo. Pero en esta «libertad» manifiestan todo su peso las necesidades de la vida, que probablemente no le dejan más opción. La firma toma entonces la apariencia de un acto libre, aunque en realidad está totalmente determinado.
Nuestro presente se sitúa entre estos dos extremos: sumergir al hombre en su realidad particular, con el peligro de alienarlo en ella, o proclamar un principio de libertad, pero en situación, como decía Sartre. O sea, tomando en cuenta los factores que importan para la realización del ideal. En Francia, como en muchos países, las dificultades de la integración reflejan esta problemática. ¿Cómo integrar? La laicidad responde: basando la ley común únicamente en lo que interesa a todos y dejando fuera todo particularismo por esencia excluyente. La justicia social es la condición concreta de tal exigencia. Si no existe, la tentación del encierro comunitarista es grande para el que se siente socialmente excluido. La exigencia laica no debe ser abandonada para compensar a los que viven en tal situación. Explotar a los inmigrantes y darles como sustitutivo discursos de imanes consagrados en el espacio publico, y quizás en la escuela, es una grave y peligrosa confusión de los planos. Veamos las cosas de un modo más general.
Ciertas consecuencias negativas de la globalización capitalista enfrían la vida en el plano social. El comunitarismo religioso o étnico pretende hacerla más acogedora, pero a un alto precio: la abdicación de la autonomía del individuo con respecto al grupo. La inteligencia pide que a un problema socio-económico se le dé une solución socio-económica, en vez de animar a los distintos clericalismos a que compensen los efectos de la explotación, dando así a un mundo sin alma un «suplemento de alma». Con esta perspectiva, trataremos de abordar los diferentes tipos de problemas que se presentan.
I. Problemática: puntos clave
1. ¿Como fundamentar un estado justo para todos?
Primeramente quisiera abordar un problema, después una definición y, por último, un análisis de las dificultades. El problema es el de la diversidad humana, que necesita de una ley común que permita la convivencia: ¿cómo aunar la unidad de ley común en espacio público y la diversidad de los hombres? Pues bien, la historia ha dado dos «soluciones» francamente malas a este problema. La primera es la teocracia, el nacionalcatolicismo o la confusión teológico-política que denuncia Spinoza. Consiste en que la ley religiosa se impone a la ley política. La segunda es el comunitarismo, que afirma la diversidad pero destruye la unidad y, finalmente, la posibilidad de un mundo común a todos más allá de las diferencias, que se tornan fundamento y garantía de paz y concordia. En este modelo se permite un mosaico de comunidades que tienen cada una sus propias leyes. Lo que llamamos comunitarismo quizás respete más la diversidad, pero tal respeto se paga muy caro porque, en ausencia de una ley común a todos que regule sus relaciones, introduce la guerra entre las diferentes comunidades. En conclusión, el modelo del comunitarismo no es factible porque genera tensiones. Con nuestros soterrados complejos de culpa de occidentales acostumbrados a colonizar culturalmente, no podemos caer en la trampa del comunitarismo porque a la larga es muy nocivo y no permite convivir.
Resolver de buena manera la conciliación de la unidad y de la diversidad es el gran mérito del laicismo —o de la laicidad si así se llama el estado final de la emancipación laicista. El laicismo supone la unidad del bien común con el respeto a la diversidad. No es enemigo de las religiones que se conciben como una comunidad de creyentes libres en la conformación de su vida espiritual y capaces de organizarse para realizar el culto. Ahora bien, cuando los representantes de las religiones o el clero tratan de ejercer su influencia sobre el poder público y utilizar instrumentos temporales para imponer su visión espiritual, laicismo y religión se vuelven incompatibles. Surgen entonces políticas que se apoyan sobre las razones de los creyentes y practican así la discriminación hacia los demás.
La interrupción del embarazo, la formación de parejas de hecho sin matrimonios convencionales católicos y otras cuestiones de la vida cotidiana que se quieren impedir no pueden aceptarse. Entonces el anticlericalismo no significa rechazo a la religión, sino rechazo tanto al recorte de las libertades como a la igualdad de trato de las diversas opciones espirituales.
2. La ley en un estado laico
La ley sólo debe promover el interés común y de ninguna manera el interés de sólo algunos colectivos; se debe de promover la emancipación, cualquiera que sea el sexo o el origen de las personas, y también como reconocimiento de un valor universal. En este sentido, la escuela pública laica debe de ser neutral y no intervenir para valorar o criticar las convicciones de nadie, incluido el humanismo agnóstico o ateo. Neutralidad significa en latín ni uno ni otro.
La laicidad es la libertad de actuar, de obrar y de pensar. Soy libre de definirme en mi ser y no sólo en mi actuar. Esa libertad estriba en mi libertad de conciencia, que los estoicos ya entendían como una ciudadela que no se puede tomar al asalto. Tal libertad de conciencia es el primer principio del laicismo.
Cuando digo igualdad de derechos entre las diferentes convicciones espirituales, incluidos agnósticos y ateos, quisiera recordar que el laicismo no quiere, ni mucho menos, imponer una especie de ateísmo oficial. El hecho cierto de que los creyentes dominaran en el pasado el poder político no es suficiente para que los ateos traten de imponer a los confesionales sus propios criterios.
El laicismo trata de erradicar las raíces ideológicas de la dominación. La emancipación laica alcanza con ello su razón de ser. Cuando oigo que la Iglesia francesa quiere capellanes en las escuelas invocando la libertad religiosa pienso en la semántica mistificadora e injusta que eso supone. Víctor Hugo decía dirigiéndose al partido clerical: «cuando queréis privilegios invocáis la libertad», algo muy significativo y que todavía se utiliza como argumentación por parte de la Iglesia.
Cuando estuve en Dinamarca, donde la Iglesia luterana es Iglesia oficial de Estado, presenté una ponencia que no pretendía decir que la laicidad fuera francesa, lo que sería una veleidad estúpida por mi parte, sino que tenía un alcance universal por su justicia intrínseca. Lo confirmó un profesor diciéndome que Francia tenía razón con su separación laica. Yo le pedí que me explicara el porqué de su afirmación y entonces me dijo: «Mire, yo soy católico en un país protestante; sufro de desigualdad de derechos con respecto a los ciudadanos de la religión dominante». Fue una respuesta para meditar largamente. Pero es que en Francia —o en España— pasó a la inversa, por lo que es fundamental el laicismo para la equidad y la convivencia.
La lección general que podemos extraer es que un ser humano dominado por su opción espiritual, sea cual sea, reconoce el valor ideal del laicismo para todas las personas. Y el laicismo se debe establecer no como imposición y en competición con las otras ideologías, sino como marco que asegura a todos la libertad y la igualdad. Cuando la Unión Soviética de Stalin impuso el ateísmo del materialismo dialéctico e histórico casi como religión de Estado entraba en contradicción con el laicismo, como lo estaba Franco imponiendo el catolicismo.
3. Neutralidad y valores laicos
Muy a menudo los religiosos critican en Francia el concepto de laicismo argumentando, por un lado, que es algo vacío, por otro, que la juventud no tiene valores y se trata, por lo tanto, de introducirlos en nuestras sociedades. Pero yo digo, por una parte, que el laicismo promueve valores que tienen la característica de ser universales; por otra, que no se pueden confundir los fundamentos cívicos de la libertad, igualdad y fraternidad con el hecho de concebir el fenómeno religioso como el único posible en el que descansa la moralidad.
El derecho a la diferencia corre el riesgo de introducir la diferencia de derechos y no hay que jugar con las palabras.
4. La cultura: ¿verdadera preocupación o pretexto?
La noción de cultura es muy ambigua. Desde un punto de vista dinámico sería el proceso de autoconstrucción de la humanidad e implica distancia crítica hacia la tradición. Pero en su perspectiva estática es el conjunto de tradiciones de un pueblo.
¿Son la ablación del clítoris, los velos musulmanes y la discriminación de las mujeres rasgos culturales? El termino cultura desempeña en este caso un papel ideológico para sustraer a la critica legítima algo que no es cultura, sino práctica opresiva que pretende disfrazarse para escapar a la crítica. Repito, el concepto cultura encierra una gran ambigüedad: la Iglesia católica francesa plantea que la falta de cultura religiosa es un problema y adelanta sus proposiciones y propuestas para que las autoridades religiosas intervengan en la escuela francesa para impartir cultura, a lo que los laicos contestamos que en la escuela se debe impartir el conocimiento de las humanidades y no conocimientos religiosos: impartir la filosofía y mitología griega, el conocimiento de las obras inspiradas por el cristianismo y por las otras religiones. En efecto, si un alumno mío visita el Museo del Louvre o en Madrid el Museo del Prado y ve un cuadro como La Anunciación de Botticelli o la de Fra Angélico, es importante que sepa leerlas y valorarlas: decir que el árbol en forma de cruz representa la historia de Cristo y que el cuadro de manera sincrónica cuenta la historia de forma diacrónica entre la llamada anunciación y la concepción de María. Lo que significa el cuadro se aprende como parte de la cultura artística que puede enseñar un profesor de filosofía, de historia del arte o de literatura, no de religión. Debemos enseñar la historia de las creencias y luego dejar libertad para elegir con criterio crítico. Y más desde la escuela pública y laica que es de todos y debe impulsar una deontología educativa con el respeto como divisa.
El pretexto de la cultura es muchas veces para la Iglesia una manera instrumental de introducir nuevamente su voluntad de entrar una vez más en la escuela pública. Max Weber decía que el principio de neutralidad axiológico hacia lo religioso es clave. En el campo ético se ha de promover lo que es patrimonio de todos, o sea, los valores éticos, políticos y jurídicos universales. Por tanto, la libertad de conciencia y autonomía de juicio como fundamento; que se pueda ser igual en derechos tanto si eres ateo, creyente o agnóstico. Eso es un auténtico valor universal.
5. Religión y laicismo
La religión como postura espiritual del creyente es perfectamente compatible con el laicismo, pero la religión como proyecto político de dominación es totalmente incompatible con él. El problema, cuando surge, no se soluciona imponiendo una sola religión a todo un pueblo, porque eso es no tener respeto a la diversidad espiritual de dicho pueblo. Luis XIV decía «Un Rey, una ley, una fe» y eso es, en resumidas cuentas, la figura del totalitarismo. Igual que lo es el de los talibanes afganos imponiendo leyes coránicas sobre velos y sumisión a las mujeres, que ven la vida desde detrás de la reja de tela de sus burcas. Las religiones impuestas en una sociedad son completamente contrarias a los derechos del ser humano.
En ningún caso se deben de confundir las religiones con los proyectos clericales que las invocan para imponer una dominación teológico-política. Esto vale para el cristianismo y también para el Islam. La religión musulmana no se confunde con el integrismo político radical. El Islam tuvo pensadores ilustrados como Averroes en el siglo XI que decía que cuando un versículo del Corán contradice la razón se debe de interpretar. En eso coincide con Kant, que defendía que la razón debía hablar la primera.
6. La universalidad del ser humano
El principio básico que no debemos olvidar es que por encima de todo somos hombres y mujeres antes que cristianos, ateos, judíos o musulmanes, y que la diferencia no se debe ocultar, pero tampoco debe sobrevalorarse, destrozando el punto de encuentro público donde todos nos debemos encontrar y entender en la condición universal de seres humanos.
La definición de laicismo equivaldría a la etimología del griego laos: unidad del pueblo. Su teoría debe descansar en tres principios fundamentales. Primero, la libertad total de conciencia, que no se puede confundir con la libertad religiosa, que es un caso particular de la libertad de conciencia. En segundo lugar, la igualdad de derechos de los ateos, agnósticos y creyentes. La igualdad debe ser estricta. Por último, promoción con la ley común de lo que es universal y común a todos.
Doy desde hace 30 años clases de filosofía en Francia y estoy muy contento de no reconocer a primera vista quién es judío, musulmán, cristiano o ateo. No considero a las personas prisioneras de sus identidades religiosas, sino humanos que están tratando de construir su propia personalidad, pues como decía Sartre: «la personalidad del ser humano no se considera acabada hasta el último día de su vida».
Por tanto, las manifestaciones de las religiones son discriminatorias en muchos casos y mezclan la identidad con las discriminaciones y la opresión. El poder político debe fomentar la justicia social y el bien común sin favorecer a ninguna confesión religiosa en particular.
II. El ideal de laicidad
No se puede dar de tal ideal una definición reductora, negativa, como si costara admitir la profundidad de los valores positivos que le dan sentido y porvenir. Hoy el ideal laico está más que nunca vigente para una humanidad desgarrada y amenazada por derivas destructoras como los fundamentalismos religiosos o étnicos y la exaltación fanática de particularismos exclusivistas.
El ideal laico quiere unir el pueblo (laos) a partir de un doble fundamento: libertad absoluta de conciencia e igualdad estricta de derechos entre los hombres, cualquiera que sea la opción espiritual que escojan: religión, agnosticismo o humanismo ateo. Implica este ideal una concepción clara del Estado y de las instituciones públicas: sólo han de buscar el bien común excluyendo todo tipo de privilegios para una opción particular. Así se protege la esfera privada, lugar de elección de las diferentes opciones morales y de las plurales concepciones del mundo: todas ellas han de ser consideradas de igual dignidad. Esto implica que la definición que se dé de las mismas ha de ser del mismo tipo. Hablar por una parte de «creencias» y por otra parte de «increencia» no es valido, al dar una definición puramente negativa de una convicción. Epicuro, Hipatia, Spinoza, Diderot, Sartre, por citar sólo algunos, tenían convicciones filosóficas y éticas, aunque referidas a una humanidad que puede concebirse por sí misma, sin referencia a un Dios. Dicho brevemente, el humanismo de la inmanencia tiene tanta legitimidad como el humanismo de la transcendencia. Y claro, una definición puramente negativa de una convicción conduce a pensar que el silencio le conviene. O sea, la no manifestación pública es casi «normal» para una «increencia», mientras no lo sería para las creencias religiosas bajo el concepto muy poco riguroso de libertad religiosa.
Hay que notar que muchos pensadores religiosos que proponen una definición de la laicidad «olvidan» la igualdad en las exigencias constitutivas. Este olvido les permite admitir formulas políticas que mantienen un papel privilegiado para las religiones, como, por ejemplo, los concordatos. La laicidad no tiene ninguna vinculación privilegiada con el ateísmo, pero se niega a dar de él una definición puramente negativa. Al hablar de «increencia» se tiene en mente que no se reconoce al tipo de humanismo que no descansa en creencia religiosa alguna de la misma manera que al humanismo cristiano. Esto es el mayor contrasentido. Si se añade que un país que defiende y privilegia un ateísmo oficial, como lo hizo la extinta Unión Soviética, tampoco es laico, se entiende perfectamente el ideal de laicidad.
Esta discriminación quizás inconciente conduce a pensadores religiosos a definir la laicidad únicamente por la libertad de conciencia, excluyendo la igualdad de las opciones espirituales y filosóficas. Lo que les lleva naturalmente a considerar que la expresión pública privilegiada de las religiones no plantea ningún problema, siendo los ateos o los agnósticos puestos en la categoría negativa de la «increencia» y teniendo que callarse al no tener positivamente algo que expresar. Éste es el presupuesto máximo de los que piensan que acuerdos al modo de concordatos, destinados a favorecer la expresión pública de las religiones, son compatibles con la laicidad. Pero la verdad es que no lo son, o lo son con algo que ya no es laicidad en el sentido preciso de la palabra, pues estipulan privilegios. Habría aquí que volver sobre lo que es creer y recordar que todos los hombres pueden tener creencias, crean en Dios o no. Y que sería discriminatoria la definición negativa de las convicciones de unos, siendo positiva la de los otros.
Kant recuerda que cada hombre trata de emancipar sus pensamientos y representaciones de los límites de la mera experiencia inmediata. Es entonces cuando desarrolla creencias. Pero lo importante es que lo sepa y que la creencia, como el saber y la ignorancia, se acompañen de la conciencia de lo que son. Creo en la paz, dirá Kant. Pero esta creencia no necesita otra cosa que cierta confianza en los esfuerzos humanos para que triunfe el derecho entre las naciones y entre los hombres. Si pienso que sólo la justicia es un fundamento duradero para la paz, lucho por ella y mi acción concreta se refiere a un ideal de paz y de justicia en el que creo. Y creo ahorrándome toda referencia divina, pensando como Sartre que el hombre es responsable de lo que se hace. Una convicción existencialista tiene tanta riqueza como una convicción religiosa, y no se entiende bien por qué no tendría tanto derecho a expresarse en la esfera pública, en la escuela. Imaginemos cursos de existencialismo librepensador financiados con los impuestos públicos tal y como lo son los cursos de religión. La libertad ya no puede ser sólo religiosa, sino filosófica o espiritual, quitando a este término toda connotación religiosa. Pasando el límite, todas las convicciones tendrían el mismo derecho a disfrutar de privilegios públicos. Desaparecerían los privilegios al ser universalizados. Pero el inconveniente de este razonamiento es que hace desaparecer la esfera pública debajo de un mosaico, una yuxtaposición de comunitarismos poco favorable a la manifestación de lo que los hombres tienen en común. Entender esto no es difícil: basta que un creyente imagine la herida que le causaría la instauración de privilegios públicos para el humanismo ateo, y, recíprocamente, que un ateo imagine la herida que puede hacerle el privilegio público de la religión o de las versiones religiosas de las convicciones humanas. Como dijo Cristo, según se le atribuye: «No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti».
Para garantizar los valores de libertad e igualdad, la esfera pública ha de ser aconfesional, lo que no significa repartida entre las confesiones, pues sería un privilegio para las concepciones religiosas del mundo. Esta neutralidad, en su traducción jurídica, es de manera evidente la condición sine qua non del cumplimiento de tales valores.
Así que no se puede sugerir sin mala fe que la neutralidad laica significa una ausencia de valores. Además, un estado laico que trate de lograr todas las condiciones del doble ideal de libertad y de igualdad que le da su razón de ser ha de desempeñar su papel con ambición: promover la justicia social, que proporciona las condiciones materiales, y promover la cultura con la razón y el conocimiento, que son responsables de sus condiciones intelectuales y morales, universalizando la autonomía de juicio que requiere la ciudadanía. Es bien sabido que la libertad de conciencia puede fortalecerse con esta instrucción laica y pública cuyo propósito se opone diametralmente a toda postura de proselitismo y de adoctrinamiento dictada por una visión particular.
La laicidad desarrolla de manera lógica los derechos humanos, recordando que en un estado de derecho no se justifica privilegio de ningún tipo, pues estigmatiza al que no goza de él. Ni nacionalcatolicismo, ni nacionalateísmo, ni religión protestante oficial, ni tampoco concordatos que mantienen privilegios y dañan a la vez la igualdad y, en cierto modo, la libertad de conciencia. Esta libertad no sólo es tolerancia, lo que supondría una autoridad que tolera desde una posición privilegiada. En países de religión católica oficial se tolera a los protestantes o a los ateos, pero dándoles menos derechos en la esfera pública. Lo mismo sucede en los países de religión oficial protestante con respecto a los católicos o los ateos. Y éste era también el caso en la extinta Unión Soviética, con ateísmo oficial y cierta estigmatización de las religiones. Démonos cuenta de que las autoridades religiosas van a favor del laicismo cuando están dominadas y en contra cuando dominan y gozan de privilegios.
La libertad, igualdad, universalidad y autonomía de juicio de cada ciudadano asentada en la instrucción laica son los valores y principios esenciales de la laicidad. La «neutralidad del Estado», su estricta separación de toda Iglesia, es condición y garantía de tales valores. Hay que precisar que hablar de «neutralidad confesional» no es proponer, como entiende la gente que no acepta la laicidad, un Estado que interpretase el ser «neutral» como el tratar por igual a todas las religiones; así se convertiría en «pluriconfesional» y clasificaría a los ciudadanos según su adhesión a las diferentes confesiones religiosas. Esta «neutralidad» tendría dos inconvenientes mayores: el primero sería que excluiría a los ateos y a los agnósticos, o sea, dos de las tres principales opciones espirituales o filosóficas que se pueden concebir; el segundo sería que legislaría para los grupos (la comunidad racial, étnica, confesional, etc.) y no para los individuos, convirtiendo el «derecho a la diferencia» en una diferencia de derechos —y de deberes. El Estado, para relacionarse con el ciudadano, no tiene por qué entrar en averiguaciones sobre su pertenencia a una «raza», una etnia, una lengua vernácula, un sexo o una orientación sexual, una religión, etc. Lo demás es «comunitarismo» y lógica de apartheid, como la que combatió durante treinta años en la cárcel Nelson Mandela, mostrando que los negros pedían el derecho a la indiferencia, es decir, a un tratamiento voluntariamente indiferente al color de la piel. Lo mismo hicieron los protestantes y la gente de confesión judía en los países católicos, los católicos en países protestantes y los librepensadores ateos en todos los sitios donde dominaba la religión. El verdadero peligro para la concordia es legislar estableciendo diferencias entre los ciudadanos, en derechos y en deberes, según el grupo en el que se les «integre». Ésa es la lógica mortífera de la segregación. Se ha de recordar que el individuo es el único sujeto de derecho legítimo y no el grupo al que se le asimila con gran riesgo para su libertad. No significa esto que se niegue la importancia de la solidaridad social, pero ésta no puede tomar la forma peligrosa de un vasallaje del individuo hacia un grupo con el pretexto de la fidelidad a una comunidad de origen, tradición, religión o lengua. Una mujer musulmana que no quiere ponerse el velo ha de ser libre de vivir su elección en el modo en que la entienda. Un joven judío que no quiere llevar la Kipa, también. Y una mujer cristiana que no reduce la sexualidad a la procreación ha de ser libre de escoger su modo de vida.
III. Las violencias de la historia
La religión como testimonio espiritual libremente desarrollado no tiene incompatibilidad con la laicidad verdadera. Tampoco el librepensamiento ateo. El clericalismo es un proyecto político y un acto efectivo de dominación temporal en nombre de una religión. Una espiritualidad verdadera y desinteresada no se preocupa de tener ventajas temporales. Al contrario, los que piden estas ventajas manifiestan que dudan de la potencia de su dios, pues quieren darle apoyos que en principio no necesitaría. En tiempos de represión y de censura clericales en Alemania, el joven Marx ironizaba: «El cristianismo está seguro de su victoria, pero no está seguro de ello hasta el punto de dispensarse de la ayuda de la policía». Hecha la distinción entre religión y clericalismo, se ve bien que la postura beligerante del laicismo sólo es la contestación a una vieja guerra hecha por el clericalismo a la libertad e igualdad. Los que pretenden que el cristianismo ha producido espontáneamente el reconocimiento de estos principios sufren una profunda amnesia o no conocen una historia de sangre y lágrimas llena de piras y torturas, como lo subrayaba Víctor Hugo en su discurso contra una ley antilaica de 1850. Hoy en día, la tesis de Samuel Huntington sobre «el choque de civilizaciones» —una tesis que es fuente de racismo— pretende afirmar la superioridad de la «civilización cristiana» cometiendo el doble error de caracterizar las civilizaciones como bloques globales y olvidar que los derechos humanos se conquistaron en Occidente contra las tradiciones cristianas, es decir, fuera de ellas. Recordemos algunos datos.
Antes de la emancipación laica, realizada contra tradiciones pluriseculares y gracias a luchas arraigadas en pensamientos filosóficos liberadores, la dominación clerical se había encarnado en varias figuras teológico-políticas que se podrían dividir en cinco grandes tipos. Son los siguientes:A) Teocracia, tal como la critica Spinoza en el Tratado Teológico-Político por borrar la libertad de conciencia al hacer coincidir la ley política y la ley religiosa gracias a un acondicionamiento adecuado. Formas modernas de fundamentalismo islámico o judío reiteran más o menos esta figura.
- B) Alianza teológico-política de Dios y el César, o sea, del rey «de derecho divino», como dice Bossuet, y de una religión estatal impuesta a todos. Ejemplos de ellos serían Luis XIV en Francia o los reyes católicos en España. Fórmula: «Un rey, una ley, una fe». La represión de los protestantes en Francia (San Bartolomé), la tragedia de los conversos en España, pertenecen a este tipo de violencia.
- C) Reino dominado por una religión oficial y tolerancia variable más o menos limitada. Inglaterra, con la figura del anglicanismo, y varios reinos protestantes de Europa del Noroeste encarnan esta figura. Formula: «cujus regio, ejus religio». Este modelo tampoco respeta el derecho. Calvino en Ginebra mandó a la muerte a Servet por defender tesis materialistas.
- D) Estado parcialmente emancipado de la tutela religiosa, pero con leyes civiles que mantienen ventajas para las religiones. Los Estados Unidos de América ilustran este caso, con el juramento del presidente sobre la Biblia y la presencia del protestantismo tanto en varios actos públicos como en leyes y normas, favoreciendo cierto conformismo y cierta moralina.
- E) Régimen de concordato, que caracteriza el reconocimiento por un Estado en principio laico de privilegios públicos a una o varias religiones, lo que lesiona un principio fundamental de la laicidad —la igualdad de derechos de los creyentes y de los ateos— y provoca alteraciones graves de la libertad de conciencia, imponiendo declaraciones públicas a los que no creen para que sus hijos no vayan a la clase de religión. De estas características es el Concordato de 1801 suscrito por Napoleón, tirano de triste memoria que hizo retroceder la separación laica bosquejada por la Revolución francesa y también dejó recuerdos bastante malos a los españoles.
La emancipación laica, más o menos desarrollada según los contextos, depende finalmente de una tensión entre los ideales de justicia recordados más arriba y las huellas de violencia histórica todavía presentes en los paisajes políticos. Claro que los beneficiarios de estas violencias no las llaman así. Púdicamente hablan de «cultura», de «tradición», de «identidad colectiva», y aluden a un realismo pretendido para mantener privilegios disfrazándolos de libertades. En Alemania, Kohl se atrevió a decir que el cristianismo era parte de la «identidad alemana», igual que Franco durante la Guerra civil afirmó: «En España uno es católico o no es nada», mientras el arzobispo de Burgos, Díaz Gomara, comentaba la «cruzada» en los términos siguientes: «Benditos sean los cañones si en las brechas que abren florece el Evangelio». En Francia, el deseo de romper con las barbaridades de la colaboración no ha llegado hasta el punto de ver a la Iglesia proponer la abolición de las discriminaciones positivas que le regaló Petain. De ahí procede la financiación pública de escuelas religiosas.
IV. La emancipación laica y sus límites actuales. Dos ejemplos representativos
La verdadera laicidad, ni abierta ni cerrada, necesita estricta separación del Estado y de toda Iglesia, lo que implica la desaparición de todo tipo de privilegios. La ley de diciembre 1905 instauró en Francia esta separación y tuvo el cuidado de no herir a los creyentes: los edificios del culto, propiedad del Estado desde la Revolución de 1789, quedaban destinados al culto, dejándolos el Estado a disposición de los creyentes y encargándose de los gastos para mantenerlos. En Francia, por lo tanto, la situación es una mezcla extraña que tiene un origen histórico. A pesar de las orientaciones globalmente laicas inscritas en la Constitución —La France est une République laïque, démocratique et sociale—, permanecen dos injusticias graves. Las dos son tristes recuerdos de épocas políticas reaccionarias. La primera, ya mencionada, es el Concordato de Napoleón, que atribuye privilegios a las religiones en la esfera pública y que está en vigor en tres departamentos franceses de la región de Alsace-Moselle debido a que estaban bajo administración alemana en 1905, fecha en que se votó la Ley de separación laica entre Estado y las Iglesias. La segunda es la financiación pública de escuelas privadas, herencia del episodio de colaboración fascista de Petain que rompió el principio laico «les fonds publics pour l’école publique».
Particularmente representativos de las amenazas a la laicidad republicana es la permanencia en Alsace-Moselle de un estatuto especial heredado del Concordato de 1801 y, en toda Francia, de un sistema de financiación pública de escuelas privadas religiosas reiniciado por Petain, como ya se indicó, durante la ocupación fascista. En la perspectiva de la construcción europea, los clericales se sirven de la «excepción» de Alsace-Moselle para pedir su extensión a todo el territorio nacional bajo el pretexto de armonizarse con otros países. Y mencionan los casos de España e Italia. El problema es que el origen de los concordatos es, en los tres casos, poco ejemplar: en Italia data de los acuerdos de Mussolini con la Santa Sede (Letrán). Posteriormente se modificó, pero sin cambio global en cuanto a los privilegios de la Iglesia en el espacio público. En el caso español proviene de los acuerdos de Franco con la misma Santa Sede en 1953. También se modificaron, pero sin que se quitaran a la Iglesia sus privilegios públicos. En el caso francés, tampoco es demasiado honrosa la historia nacional de la que se aprovechan los clericales: tiranía de Napoleón y episodio fascista de la ocupación… Se ha de notar que los clericales llaman «libertad religiosa» al hecho de disponer de dinero público para promover la visión religiosa del mundo, y esta promoción la llaman púdicamente el «carácter propio» de las escuelas, lo que se puede traducir literalmente como «carácter singular» e interpretar como posibilidad de practicar el proselitismo.
Un poco de historia. El 15 de julio de 1801, «tanto por el bien de la religión como para el mantenimiento de la paz interior», Napoleón Bonaparte, primer cónsul de la República, firma el Concordato de 1801. Seis años después se elaboró el «Catecismo imperial», que reintroducía la alianza del trono y del altar, presentando al emperador como autoridad casi divina. Desde este concordato hasta 1905, el Estado retribuía a los ministros de los tres cultos oficiales y se elevaban las religiones al rango de servicios públicos. El 9 de diciembre de 1905, la ley de separación de las Iglesias y del Estado, al instaurar la laicidad institucional como elemento básico de la República, abroga el Concordato de 1801. En 1918, cuando los departamentos de Alsace-Moselle vuelven a pertenecer a Francia, las fuerzas clericales imponen el mantenimiento del Concordato y del estatuto escolar de excepción en Alsacia y Mosela, apoyándose tanto en las circunstancias históricas como en las dejaciones de los gobiernos de la República y fundiendo el régimen clerical con las ventajas sociales locales.
Queda hoy vigente el estatuto escolar de Alsace-Moselle, teniendo como particularidad el privilegio institucional de las religiones. La religión se hace obligatoria, con el apoyo de los gobiernos de la República, en todas partes, incluso en los Institutos Universitarios de Formación de Maestros (IUFM). El estatuto escolar de Alsace-Moselle es un verdadero régimen de segregación vergonzosa que no respeta la libertad de conciencia y en el que «se ficha» a los alumnos y se aíslan en un patio de recreo, un corredor o un vestíbulo a los niños dispensados de asistir a estas clases. Las familias que no quieren religión para sus hijos e hijas han de manifestarlo pidiendo una «derogación», lo cual es humillante y daña simultáneamente a la libertad y a la igualdad. La libertad incluye el derecho a la privacidad de las opiniones, y en este caso hay obligación de manifestarlas. La igualdad supone que ninguna opción filosófica o creencia puede tener carácter oficial y privilegiado. Los creyentes que están satisfechos con este sistema tendrían que imaginar su reacción en el caso inverso. Supongamos que un curso de adoctrinamiento ateo fuera impuesto en las escuelas públicas por un gobierno que tuviera simpatías por esa filosofía. Y para que la analogía sea total, imaginemos que se les dé a las familias de creyentes la posibilidad de solicitar una derogación al curso de ateismo. ¿Cómo podrían vivir tal sistema sino como generador de estigmatización, esta vez de los creyentes? Para la laicidad, sería también ilegitimo. Pueden pensar en esto los que creen en el valor de las palabras atribuidas a Cristo: «no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti». Finalmente los laicistas franceses piden que después de transiciones razonables se extienda el régimen de separación de la Ley de 1905 a todo el país. La primera etapa establecería que los cursos de religión fueran sólo una opción positivamente elegida, en vez de integrarse en las asignaturas corrientes con derecho a derogación. Debe hacerse notar que el hecho de obligar a pedir la derogación es una manera curiosa de afirmar la libertad. La segunda etapa supondría, claro, que los cursos de religión tuvieran lugar no sólo fuera del horario normal, sino también fuera de las aulas de clase. Pero los representantes de las religiones sólo critican los privilegios cuando no gozan de ellos: es el caso de los católicos en los países protestantes, donde muchos se quejan de ser ciudadanos de segunda, y de los protestantes en países católicos, donde no han logrado todavía compartir el pastel de las ventajas públicas. En Francia puede percibirse que muchos protestantes están cambiando de posición con respecto a la laicidad. En 1905, cuando estaban dominados, se manifestaban a favor. Hoy, aprovechando el nuevo contexto europeo, donde se sabe que los protestantes gozan de privilegios públicos en muchos países, hablan ya de reformarla. La víctima de antaño se convierte hoy en privilegiado. Triste moralidad e ingratitud. En Francia, el oportunismo político de los que cuidan el poder por sí mismo, olvidando los principios, ha llevado al Ministerio de Educación Nacional a organizar el reclutamiento de profesores de religión mientras suprime puestos y cierra clases en asignaturas clásicas.
Considerado durante mucho tiempo como una anomalía, el régimen clerical de Alsace-Moselle se ha convertido actualmente en un símbolo para todos los que piden el desarrollo de los particularismos regionales antiigualitarios y el predominio de las comunidades religiosas sobre la libertad de conciencia de los ciudadanos. Los independistas corsos piden que la enseñanza en su lengua sea obligatoria en Córcega. Lo mismo sucede en Bretaña. No es ocioso recordar que algunos de ellos colaboraron activamente con los ocupantes fascistas durante la guerra. Del mismo modo, los autonomistas bretones y corsos no dudan hoy en servirse de la situación especial de Alsace-Moselle como modelo para solicitar el establecimiento de un régimen específico en su propia región, y el clero, tomando como marco el ámbito de la integración europea y de la Reforma del Estado, se apoya en el Concordato para reclamar su extensión a otras partes de la República. De hecho, el Concordato de 1801 y el estatuto escolar de excepción de Alsacia y Mosela son armas poderosas entregadas a los lobbies religiosos, clericales y regionalistas para destruir la unidad y los fundamentos democráticos de la República.
La financiación pública de escuelas privadas toma como pretexto el papel que éstas desempeñan en la escolarización. Pero si este papel es efectivo es únicamente porque quita a la enseñanza pública las condiciones y los medios que le permitirían acoger mejor a los alumnos. La escuela privada florece por las carencias de la escuela pública, carencias que se deben a un esfuerzo insuficiente de los poderes públicos y también, por desgracia, al decaimiento en la voluntad de instruir y en la ambición cultural de la propia escuela. Este problema es de gran calado: la escuela laica no sólo tiene como justificación la independencia con respecto a todo proselitismo, sino que su papel fundamental es la promoción positiva y la universalización democrática de la cultura más exigente. Cuanto más ambiciosa es la escuela, más liberadora es. Pero a veces el desánimo frente a las condiciones sociales debilita su tarea docente. Los laicos han de recordar que la ejemplaridad de la escuela que defienden tiene que manifestarse en esta ambición cultural efectiva. En Francia ciertas escuelas privadas ofrecen lo que ya no ofrecen ciertas escuelas públicas (digo «ciertas escuelas» para evitar toda generalidad, que sería injusta como tal). A pesar de todo, el papel desempeñado sirve de pretexto para financiar con dinero público la difusión de una creencia privada. Se ha dicho muchas veces que la eventual justificación plena de esta financiación sólo podría admitirse en un caso: cuando las obligaciones de las escuelas privadas con respecto a la libertad de conciencia y a las normas deontológicas de la educación pública fueran totalmente respetadas. Pero la paradoja resultante es que en tal caso perderían su «carácter singular» (carácter propio)…
En cuanto a la justificación cultural, hay que hacer una observación importante. Rechazar del marco de la escuela pública todo tipo de proselitismo no significa que se preconice la ignorancia hacia el hecho religioso. Pero no hay que confundir un conocimiento distanciado y objetivo de los datos y de las doctrinas con el adoctrinamiento. Si verdaderamente se trata de cultura y no de otra cosa, no hay ningún problema para que los profesores de historia, de literatura, de arte, de filosofía estudien el hecho religioso en sus clases, cuidando, claro, la deontología laica. Ésta exige que no se hagan juicios de valor sobre las creencias o las increencias, dejando a cada uno la libertad de creer lo que quiera pero sin abandonar las exigencias del conocimiento racional de los datos. Puedo referirme al texto del Génesis sin decir «esto es verdad» o «esto es mentira», o sea, preocupándome únicamente de darlo a conocer como doy a conocer la historia simbólica de Prometeo. No hay ninguna razón para que los creyentes sientan esta manera de estudiar como contraria a sus creencias, si el docente se maneja con discreción y equilibrio. Tal cosa puede hacerse recordando que unos creen en la verdad del texto estudiado y otros no: la neutralidad laica consiste en separar el dominio de los conocimientos del dominio de las creencias y en abstenerse de calificar éstas. Por lo tanto, sólo cuando la escuela practica esta abstención queda intacta la libertad espiritual de los alumnos y de las familias. Este silencio es compatible con un conocimiento ilustrado de los textos y de los datos y con el sentido cultural de ciertas creencias.
¡En Francia, ciertos clericales pretenden que sólo son competentes para hablar de religión… los representantes de cada una de ellas! Basándonos en este razonamiento, también tendremos que sustituir al profesor de historia por el secretario general del partido comunista para explicar en clase lo que es el comunismo. Y con el pretexto de dar a conocer el Islam, llamaremos a un imán, quizá alumno de los talibanes, y su primera exigencia en el aula será la de esconder las miradas femeninas detrás de una reja de tela. ¡En un artículo reciente del periódico Le Monde, un periodista pro clerical, Henri Tincq, recordaba la hostilidad de la Iglesia católica hacia una enseñanza propiamente cultural, o sea, distanciada de la religión, y se asombraba de que en Francia no se imitase a los países que permiten a los religiosos intervenir en la aula! De manera significativa, reclamaba una enseñanza de la «revelación», olvidando o queriendo olvidar que dicha «revelación» sólo existe para los que creen en ella. En realidad, una santa alianza de los cleros se dibuja hoy en Europa. Bajo el pretexto de favorecer la tolerancia hacia el Islam después de ciertas acciones violentas producidas tras los atentados del 11 de septiembre en América, una ofensiva une a ciertos protestantes y ciertos católicos con ciertos musulmanes para tratar de debilitar la laicidad institucional. Y no vacilan para ello en jugar con fuego, pues animan, lo quieran o no, a los fundamentalismos en vez de favorecer la integración en el estado laico. Piden la extensión al Islam de los privilegios de las confesiones cristianas en la esfera pública, pensando que de este modo pueden fortalecer sus propios privilegios. Esta instrumentalización política de la religión les conduce a pedir un reconocimiento oficial de la religión en la «Carta europea de los derechos fundamentales». La invocación de la cultura sirve otra vez de pretexto, pero nadie puede olvidar que en el caso de un texto que sirva de fundamento constitucional para Europa, consagrar la religión es atribuirle una dimensión normativa, y esto no puede asumirse para el establecimiento de unas reglas que están destinadas a todos, tanto a los que no creen en Dios como a los que creen en él. La contracepción, la interrupción voluntaria del embarazo, el divorcio, las parejas de hecho, son libertades que corren peligro en el caso de que la religión pretenda inspirar o dominar la política.
V. La crisis actual y las amenazas contra la laicidad
En la época de la globalización capitalista se plantean de manera aguda problemas de gran calado que surgen a veces de modo dramático. Tales problemas subrayan paradójicamente el valor del ideal laico en el mismo momento en que lo amenazan, favoreciendo el renacimiento de fanatismos o el regreso de identidades excluyentes. La tentación comunitarista también está respaldada por teorías que alaban una forma peligrosa de multiculturalismo bajo el pretexto de reconocer «derechos culturales». Muchos partidarios de este tipo de figura política no parecen darse cuenta de que al favorecer los derechos de las comunidades reducen a los hombres a «miembros» de éstas, con el peligro evidente de que los derechos del individuo se vacíen a medida que se llenan los derechos del grupo sobre él. Error explicable si uno se refiere a una conciencia de victima que reúne a un conjunto de seres que han padecido colectivamente la injusticia, pero que no puede valer para fundamentar positivamente leyes comunes a todos. El derecho a la diferencia puede desembocar en la diferencia de derechos. Según las diferentes declaraciones de los derechos humanos, sólo el individuo es sujeto de derecho, lo que no impide, naturalmente, la posibilidad de solidaridades sociales para favorecer su libre afirmación. Pero el problema es que esta socialidad necesaria sirve a menudo de pretexto para establecer una dominación interna por parte del grupo, como se ve en el caso de la obligación de ponerse el velo a las jóvenes o, peor, en el de la ablación del clítoris impuesta en comunidades africanas. Por medio de este asunto se puede medir nuevamente el papel-pretexto de la invocación de la cultura para establecer o restablecer la dominación sobre los cuerpos y las almas. La ambigüedad de la noción de «derechos culturales» se manifiesta en toda su dimensión. Puede favorecer el renacimiento de opresiones que no confiesan su carácter, pues se disfrazan bajo el ropaje de la «identidad cultural». Cuando se menciona el derecho de todo pueblo a «disponer de sí mismo», se refiere al principio de soberanía democrática y de independencia con respecto a toda tutela, no a la posibilidad de imponer en su seno, en nombre de la identidad cultural, un particularismo desde el punto de vista del derecho (religión, costumbre determinada, etc.) Una de las causas de tal oscurantismo se ha de buscar en la instrumentalización del Islam por grupos teológico-políticos que imponen una versión reaccionaria de esta religión que la avecina con interpretaciones ajenas a toda conciencia crítica como la que había defendido Averroes en su tiempo. Intelectuales árabes como Tahar Ben Jelloun y Mahmoud Hussein (Vertiente sud de la liberté) señalan este hecho y critican la ausencia de democracia como el sometimiento sistemático de la población en muchos países musulmanes. Para los países que se encuentran en este caso, la laicidad sería un verdadero progreso compatible con la versión tolerante y abierta del Islam. Y no se puede decir que esta exigencia manifiesta la inferioridad del Islam en cuanto a la compatibilidad con el derecho sin faltar a la honestidad intelectual. Lo cierto es que en última instancia las religiones tienen que ser purificadas de las tendencias a la dominación por la resistencia laica. Sólo así revelan su eventual dimensión humanista una vez que la laicidad conquistada les conduce a redefinirse como testimonio espiritual sin pretensiones de dominación política y temporal. En Francia hubo cristianos que vivieron la emancipación laica del estado, acompañada de una vuelta de la Iglesia a su papel espiritual, como una liberación y una purificación de lo que para ellos era la verdadera religión. Hemos de recordar que también hay y hubo versiones intolerantes del cristianismo. Kant, filósofo cristiano, decía en La religión dentro de los límites de la mera razón que la historia del cristianismo oficial podría justificar retrospectivamente la frase de Lucrecio «tantum religio malorum suadere potuit» por la serie de crímenes que lo caracterizaron. Hace poco, católicos fanáticos ponían bombas en las salas de cine parisinas donde se proyectaba La última tentación de Cristo de Martin Scorsese, y en la América protestante fanáticos intentaron impedir la enseñanza de la biología evolucionista de Darwin. Hace falta mucha mala fe para olvidar esto y pretender, como lo hace Samuel Huntington en su libro The clash of civilisations, que la «civilización cristiana» es superior a las demás y desembocó de modo natural en los derechos del hombre. Pero la ignorancia y la amnesia no tienen límites cuando se combinan con los prejuicios ideológicos y el conformismo que los acompaña. Por desgracia, la concepción oscurantista del Islam se ha impuesto bastante en diversos contextos como para hacer olvidar la versión ilustrada de la tradición sunnita y de Averroes. Pero sería injusto tratarla como representativa de la esencia interna de todo Islam. La concepción oscurantista y opresiva del Islam se articula con la rebeldía que provoca el espectáculo dado por el mundo supuestamente desarrollado y civilizado. De este modo, puede entenderse que hasta personas de cierto nivel cultural e intelectual sean susceptibles de ser vencidas por la tentación fundamentalista, que propone sentido y valores en un mundo descalificado por sus aberraciones.
La deshumanización capitalista y la caricatura de internacionalismo que presenta la globalización financiera desempeñan hoy un papel muy negativo desde este punto de vista. Teniendo en cuenta el «coste humano» de tal proceso, como se dice en el vocabulario impuesto por los que ya sólo piensan en términos economicistas, es como puede medirse la emergencia de situaciones propicias al integrismo religioso y al fanatismo. Son «pasiones tristes», hablando en términos de Spinoza, que recuerdan que al debilitar la fuerza de afirmación positiva del hombre se favorece el caldo de cultivo de aquellas disposiciones que están detrás del resentimiento. El terrorismo pone de manifiesto la degeneración de una sociedad que ha pervertido los instrumentos de la felicidad y los ha transformado en instrumentos modernos de miseria, de exilio moral, de desencanto con respecto a los ideales. Esta degeneración se combina con la forma más oscurantista del islamismo, su odio a la razón y al saber, a la igualdad de los sexos, a la modernidad emancipadora, que quiere confundir con la modernidad alienadora.
El clericalismo explota hoy esta situación proponiendo un diagnóstico falso. La culpa de todo esto no la tienen la razón ni las luces, ni la ciencia o la técnica, sino una utilización social de ellas que puede hacer desesperar a todos del progreso y hasta del hombre. Ya están aquí los clericales de toda Europa para sugerir, de acuerdo con la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II, que el diagnóstico eterno de la religión tiene finalmente su validez: la parte maldita del hombre pecador, cuya cumbre fue la emancipación laica y racionalista, habría producido sus efectos, y el racionalismo orgulloso de las Luces sería responsable de lo peor. Basta con añadir Hiroshima, Tchernobil y la Shoah para contemplar los tristes frutos de la autonomía humana y asumir nuevamente que, como decía Calderón, el primer crimen del hombre es de haber nacido y el sueño de la vida es ya una pesadilla. Diagnóstico bien conocido de los pensadores apocalípticos para tratar de descalificar la laicidad, reprochándole los desórdenes y las barbaridades de nuestra época. Diagnóstico totalmente equivocado si se analizan las verdaderas causas sociales y económicas del proceso actual. El arzobispo de París, Jean Marie Lustiger, se atrevió en decir en un artículo de agosto de 1989 que la razón de las Luces tenía la culpa de Auschwitz. Pero con este tipo de amalgama se puede ir lejos: Jesucristo tiene la culpa de Torquemada, Marx la de Stalin y la emancipación revolucionaria de 1789 de la tiranía de Napoleón. Tal oscurantismo no es una casualidad: participa de la desmemoria y la reescritura de la historia. Ésta oculta mil años de crímenes clericales, entre los que cabría destacar las piras de la Inquisición, las matanzas de las cruzadas y la censura permanente de la cultura humana y de la ciencia. En cuanto a las causas de la Shoah, Lustiger parece olvidarlas en su diagnóstico aberrante, igual que olvida el milenario antisemitismo cristiano que hacía terminar los rezos con «oremus perfidis judeis». Cualquier historiador serio sabe que los campos de concentración resultaron de una mística de la raza respaldada por las graves consecuencias sociales de una crisis económica. Y el hecho de que Hitler haya instrumentalizado, para construir estos campos, la versión calculadora de la razón, no autoriza a echarle la culpa a ésta entendida como facultad propiamente humana de reflexión tanto sobre los fines como sobre los medios. Tal razón ética y política de Rousseau y de Kant es la que me manda «considerar la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, como un fin, nunca exclusivamente como un medio» (Kant).
Otros elementos podrían evocarse en el diagnóstico de la crisis actual y en las causas de la reactivación del fanatismo religioso. Muy grave es el desorden mundial ligado a la falta de justicia en las relaciones internacionales dominadas por una superpotencia. Ésta impone sus normas, protege a sus aliados y concibe el derecho internacional únicamente a partir de sus intereses. Hay pueblos que padecen directamente esta situación, caso del pueblo palestino, que espera en vano la aplicación de las resoluciones de la ONU de 1967. Y más recientemente el propio pueblo norteamericano, víctima de atentados tremendos preparados por terroristas que hasta hace poco armaba, financiaba y ayudaba con su saber militar el mismo gobierno de los Estados Unidos con el fin de combatir a los soviéticos en Afganistán. Hoy este cinismo se ha vuelto contra los que pensaban instrumentalizar el terrorismo y el fanatismo religioso sin consecuencias negativas. Las denuncias de Amnesty International contra la servidumbre de las mujeres afganas dejaron muchos años al gobierno norteamericano indiferente, ya que apoyaba el régimen integrista de los talibanes por medio de Pakistán. Hoy se recogen los frutos amargos de tal política, mientras los terroristas, por su parte, tratan de instrumentalizar el martirio del pueblo palestino, también víctima de la sacralización de una tierra y de unos lugares que son su domicilio legítimo y a los que se les niega el acceso invocando razones teológicas.
Por otra parte, la concepción llamada ultraliberal del capitalismo conduce a desreglamentar el trabajo, a imponer la ley del más fuerte y a destruir toda forma de socialidad y de solidaridad que no entre en este marco. La destrucción de las referencias éticas y la generalización de un mercantilismo que hace comercio de todo, favorecen dos formas tremendas de desencanto ideológico: o un relativismo confundido con la libertad o la tentación del fundamentalismo religioso. Un fundamentalismo que es percibido por ciertos desesperados —materialmente o moralmente—, por una parte, como una fuente de calor en la frialdad que rodea los intercambios económicos, por otra, como un ámbito de solidaridad en el marco de la exaltación de un individualismo rapaz.
VI. Los retos de hoy y de mañana para el laicismo
Ante estos problemas, es grande la responsabilidad de los hombres convencidos del valor del ideal laicista en tanto que ideal de emancipación y de fraternidad basado en la libertad y la igualdad. Se trata de llevar a cabo la emancipación laica allí donde se ha frustrado, de luchar contra las nuevas formas de oposición clerical a la laicidad y de recordar el valor emancipador del racionalismo y los derechos humanos.
Primer reto: promover la separación jurídica completa entre los Estados y las Iglesias no para luchar contra la religión, sino para garantizar tanto la completa igualdad de ateos y creyentes en el ámbito público como la libertad absoluta de conciencia. En toda Europa está en alza, por un lado, la petición de acabar claramente con los concordatos que mantienen discriminaciones según la opción espiritual, por otro, el laicizar la escuela pública a fin de acoger a todos los alumnos sin privilegios ni estigmatizaciones. De manera concomitante, la libertad de las familias para proporcionar una educación religiosa o atea a sus hijos tiene que ser garantizada. Por otra parte, el papel de la enseñanza puede ser importante en la comprensión del hecho religioso —como lo es de todo aquello que forma parte de la cultura humana—, pero excluyendo toda postura proselitista, todo adoctrinamiento. La distinción entre saber y creer ha de ser cultivada para favorecer la lucidez de cada uno y la convivencia entre todos. En cuanto a la ética, los profesores de filosofía están habilitados para introducirla a sus alumnos, cuidando a la vez la autonomía de juicio y la diversidad de fundamentaciones posibles del actuar moral.
Segundo reto: mostrar el papel imprescindible de la laicidad para la integración acertada de poblaciones con diferentes orígenes culturales y religiosos en una democracia que preserva un espacio común a todos y se preocupa del bien común sin dejar que nunca se constituyan guetos comunitaristas.
Tercer reto: hacer una crótica metódica de una terminología que es antilaica, pero que no lo parece, así como de las objeciones corrientes, más o menos elaboradas, dirigidas al ideal laico. Diez puntos serán propuestos ahora en forma de argumentario metódico y como conclusión a la reflexión propuesta:
1. El reproche del carácter abstracto del ideal laico. Ya hemos visto en la introducción la ambigüedad de este reproche. Los derechos humanos son «abstractos» en contexto de servidumbre. Pero justamente por esto sirven de referencia crítica y liberadora para el proceso de emancipación.
2. La noción de «libertad religiosa». Esta noción no tiene más legitimidad que la noción de «libertad atea». Sólo es legítimo el principio general de libertad de conciencia, siendo el de escoger libremente una religión o una filosofía atea una forma particular de tal libertad.
3. La noción de laicidad «abierta» es una invención polémica de los que no admiten la asignación de la opción religiosa a la esfera privada, se exprese ésta colectivamente por asociaciones o individualmente. La laicidad en sí misma es emancipación que abre a la cultura universal y al pensamiento libre. Si abrir la laicidad significa restaurar privilegios públicos para las religiones, esta «apertura» es más bien una destrucción de la laicidad. Recordemos que el derecho eclesiástico de censura de los libros que no son «religiosamente correctos» se ha traducido en la historia en un oscurantismo muy cerrado. Hoy muchos eclesiásticos sueñan con una laicidad abierta al Opus Dei.
4. La referencia a la «identidad colectiva» quizá es peligrosa, encadenando el proceso dinámico de construcción de la identidad personal a referencias obligadas y desembocando a veces en un diferencialismo jurídico incompatible con la igualdad.
5. La ambigüedad de la referencia a la «cultura», demasiado entendida como referencia estática, es en la actualidad muy grande. Muchas veces quedan implicadas en esta «cultura» relaciones de poder que al llamarse «culturales» se legitiman y escapan a la crítica. Si es cultural la dominación machista o la ablación del clítoris, se sospechará que quien critica estas prácticas quiere imponer su «cultura» y menospreciar la de los demás. En realidad, hay que disociar el dominio de la cultura del derecho y la política. La laicidad no es cultural: es más bien una conquista hecha contra las tradiciones de opresión clerical del Occidente cristiano.
La relativización histórica y geográfica de la laicidad consiste en negar su valor universal. Curiosamente, muchos religiosos disfrazados de sociólogos insisten en el origen histórico y geográfico del primer reconocimiento de la laicidad, como si quisieran así relativizarlo. Pero cuando se les pide practicar este mismo análisis con los ideales religiosos, se niegan a hacerlo. El mandamiento del amor vale solamente en la época de Cristo y en Belén… igual que la laicidad «francesa» vale sólo para Francia hacia 1905. Diremos entonces que el habeas corpus es inglés y que la penicilina vale exclusivamente para los escoceses. Confusión entre circunstancias históricas y fundamento intrínseco. Pero confusión de mala fe, muy selectiva.
6. La reducción del ideal laico a la libertad de conciencia, sin mencionar la igualdad, se acompaña a menudo de una concepción mínima del estado laico: éste sólo tendría como papel administrar jurídicamente el «pluralismo religioso» y carecería de valores propios. Si un laicista recuerda que el estado laico tiene valores que lo fundamentan, como los principios de los derechos del hombre, en seguida se le reprocha que defiende una «concepción religiosa» del Estado. En este reproche se manifiesta una incomprensión del ideal laico y de su dimensión positiva. La «neutralidad» laica descansa en valores y principios que le dan su justificación.
7. La atribución a la laicización de la pérdida de los valores. Error de diagnóstico analizado más arriba, pero que forma parte en la actualidad de una retórica antilaica muy corriente. Recordar las verdaderas causas sociales, políticas y económicas del desencanto es una exigencia en la defensa del ideal laico.
8. La confusión de la laicidad con el ateísmo es un contrasentido mayor. A menudo percibido como puramente negativo por los que persisten en reducirlo a la hostilidad a la religión, el ideal de laicidad es afirmación de valores y principios antes de traducirse en luchas contra los clericalismos que no respetan concretamente estos principios.
9. La confusión entre la distinción público/privado y la distinción individual/ colectivo es muy frecuente. Se alimenta de una concepción equivocada del Estado al que se toma por una instancia de dominación, algo que el Estado, entendido como soberanía popular, no puede ser. El Estado se define entonces más bien como la forma adoptada por la comunidad política, comunidad de ciudadanos capaces de regirse por sí mismos. La función de tal estado no es la de oprimir las libertades, sino de permitirlas por leyes comunes. «L’obéissance à la loi qu’on s’est prescrite est liberté» (Rousseau). Y añade el autor del Contrat Social que no es legítimo hacer leyes cuyo propósito no sea el bien común. Lo que significa rechazo de todo privilegio dado a un grupo particular. Tal estado es liberador con respecto a los grupos de presión de la sociedad civil. Y este poder emancipador es el que valora la laicidad.