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Racismo, relativismo y yihad

Llamamos racismo a la creencia en que ciertas características físicas (mal llamadas razas) confieren un estatus de superioridad/inferioridad a diferentes personas en función de ellas. Su lado práctico sería el privilegio y discriminación asociado a cada categoría racial. Reprobamos el racismo por cuanto vulnera la igual dignidad básica de toda persona, que no se ve afectada por esas características físicas, es decir, por la irrelevancia que tienen con respecto a la dignidad y los derechos de las personas. Por extensión, utilizaremos aquí la expresión racismo como metáfora de la parte por el todo para referirnos a cualquier forma de pensamiento que asuma (implícita o explícitamente, consciente o inconscientemente) alguna forma de superioridad/inferioridad entre las personas en base a razones irrelevantes o no justificadas. Señalamos lo de irrelevantes o no justificadas porque no habrá racismo si la graduación o jerarquía sí está justificada. Por ejemplo, cuando nos referimos a la superioridad deportiva de un equipo que le ha dado la victoria en un partido. Evidentemente, no hay ninguna superioridad moral aunque la haya deportiva. Tampoco habrá discriminación, por la misma razón, si dividimos a los equipos deportivos en distintas categorías (primera división, segunda división…) en función de esa desigualdad deportiva entre ellos. Aunque suene a tópico, no deja de ser cierto lo siguiente como resumen: justicia es tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales.

El racista se coloca a sí mismo en una posición de superioridad desde la que se siente legitimado para tratar a los demás de un modo despectivo o condescendiente. En el siglo XIX, cuando nació la Antropología como ciencia, esta disciplina tenía un marcado sesgo racista y etnocéntrico. Los antropólogos europeos consideraban inferiores a los grupos humanos del tercer mundo que les servían de objeto de estudio. Entendían que la humanidad evolucionaba de un modo lineal, y que los pueblos que calificaban de “salvajes” o “primitivos”, se encontraban en los primeros pasos de ese desarrollo, mientras que los europeos ya estaban en las últimas etapas. Era por eso que los observaban y los trataban desde esa posición de superioridad que les daba el creerse más evolucionados o desarrollados que los demás. Tal fue así, que algunos colaboraron, consciente o inconscientemente, en todo el proceso colonizador que las potencias europeas realizaron en aquel momento. En algunos casos, la aberración llegó al extremo de tratar a aquellas gentes como poco más que animales, o incluso peor. Un ejemplo fue el caso de Ota Benga, que a principios del siglo XX estuvo expuesto en el zoológico del Bronx junto a un orangután. Otro caso famoso es el del conocido como “bosquimano de Bañolas”, un miembro de los san cuyo cuerpo embalsamado estuvo expuesto en el museo de esa ciudad gerundense hasta el año 2000 que se repatrió a Botsuana.

Pero la superioridad no siempre tiene por qué adoptar una manifestación violenta. A veces, puede mostrarse como condescendencia, en el mismo sentido en el que un padre es condescendiente con su hijo ya que este es un niño. La igualdad implica tratar a los demás suponiendo esa igualdad y dándoles el trato digno que como iguales se merecen. Sería indigno e insultante tratar a un adulto como a un niño, por ejemplo. De ahí que la condescendencia pueda ser también un síntoma de prejuicio de superioridad.

La amarga experiencia del colonialismo, con todo su racismo y etnocentrismo aparejado, dejó traumatizadas y atormentadas a las mejores conciencias occidentales. El sentimiento de culpabilidad hizo que buena parte de Occidente quisiera reparar los agravios cometidos. Eso ha llevado a grandes logros como la ayuda al desarrollo, la cooperación internacional o el voluntariado social en los países del tercer mundo. Pero también ha dado lugar a otra forma de superioridad en forma de condescendencia. Es la que tiene lugar cuando el occidental biempensante comprende y casi justifica cualquier barbaridad procedente de los países ex coloniales. El deseo de no incurrir de nuevo en racismo o etnocentrismo ha conducido alrelativismo cultural y moral de equivalorar cualquier práctica –sea la que sea- con tal de que sea una práctica cultural. Lo mismo da que sea una forma de cocinar, vestir, danzar como si se trata de torturar, mutilar o asesinar. Dicha costumbre parecerá brutal y aborrecible en occidente, pero debe respetarse como parte de otra cultura distinta a la nuestra. Juzgarla desde nuestros parámetros morales occidentales sería racismo o etnocentrismo.

Sin embargo, es justamente al revés. Al comportarse así, el occidental biempensante está siendo condescendiente. Está permitiendo algo a alguien que, de ser de su propia cultura, no se lo permitiría. Exactamente igual que el padre consiente que su hijo haga cosas que no admitiría en un adulto: “Entiéndelo, es un niño”. De la misma forma, es como si dijera: “Entiéndelo, son de otra cultura”. Al comportarse así, el occidental se comporta de un modo racista, pues es como si pensara: “Yo, desde mi posición superior, entiendo que esa práctica es aborrecible, pero ellos, pobrecitos, desde su inferioridad, no alcanzan a comprenderlo”. Trata como inferior a alguien por un elemento irrelevante como es su cultura, como si pertenecer a una cultura nublara el juicio moral sobre lo que es aberrante o aborrecible (lo mismo que si fuera su color de piel).

La crítica total y absoluta de ciertas prácticas culturales, sean de la cultura que sean (en eso consiste su irrelevancia moral), es precisamente lo que nos hace no ser racista. Denunciar la inmoralidad de cualquier vulneración de los derechos humanos, ocurra donde ocurra, supone tratar a sus responsables como iguales, independiente de su cultura. Al indicar que la ablación del clítoris, ciertos ritos de iniciación sexual o la lapidación, por ejemplo, son actos aberrantes que deben desaparecer de cualquier rincón del planeta, estamos reconociendo a quienes los practican como capaces de comprender la maldad de esas acciones tanto como nosotros mismos, y su cultura no supone un obstáculo insalvable para comprenderlo, igual que no lo es su color de piel. Los reconocemos como iguales, y por eso les responsabilizamos y culpamos por sus actos. Excusarles o justificarles es como decir que no saben muy bien lo que hacen, que están en un estadio de inferioridad cultural que no les permite darse cuenta de la maldad de sus acciones.

Eso no quiere decir que la moralidad imperante de occidente deba ser el canon de la moral universal. La moral universal no es ni occidental ni oriental, ni del norte ni del sur, sino de la humanidad, en tanto que es resultado de la racionalidad humana. Y es precisamente esa moral la que permite la autocrítica. Es la que ha hecho que occidente reniegue de prácticas como la hoguera, la prueba del caldero o lanzar animales desde los campanarios para celebrar las fiestas. El reconocimiento de la dignidad humana, de la autonomía moral, y de los derechos humanos(y, progresivamente, de los demás animales también) es una conquista de la humanidad en su conjunto. Pensar que otros pueblos no son capaces de hacer una autocrítica similar y comprender las ideas de dignidad, autonomía y derechos humanos, es situarse a sí mismo en una posición racista de superioridad cultural, aunque se disfrace de relativismo.

Un ejemplo práctico de todo lo anterior está en la actitud de ciertos biempensantes en relación al terrorismo yihadista. Son todos aquellos que se empeñan en que “yo no soy Charlie” o que se niegan a condenar los atentados, bajo la excusa de que occidente, en cierto modo, se lo merece. Señalan las maldades de las potencias occidentales en el tercer mundo como causas profundas del terror islamista, dando a entender que se trata de una respuesta reprobable pero, en cierto modo, comprensible a modo de reacción ante la violencia imperialista. Pero pensar así es una forma de racismo en el sentido en el que aquí lo hemos descrito.

Pensemos en el conflicto palestino-israelí. Palestina sufre la violencia del Estado de Israel de innumerables formas. Y hay diversos grupos armados de resistencia ante Israel. Ahora bien, de todo ellos, solo los yihadistas realizan ciertas formas de violencia contra Israel en forma de atentados contra la población civil, especialmente los atentados suicidas. A los palestinos cristianos, ateos o agnósticos, que sufren la injusticia israelí exactamente igual que los palestinos musulmanes, no se les ocurre reaccionar contra Israel de la misma forma que los hacen los yihadistas, aun cuando usen otras formas de resistencia armada. Digamos que, aun dentro del horror de la violencia, los que no son yihadistas comprenden que hay ciertas formas de violencia que no son aceptables de ninguna forma.

Otro ejemplo es el Sáhara Occidental. Durante cuarenta años, desde que el Estado español les abandonó a su suerte, el pueblo saharaui vive colonizado por Marruecos y en campos de refugiados. El Frente Polisario ha mantenido una lucha armada contra Marruecos. Pero, a pesar de la injusticia, el Polisario no ha recurrido a las formas violentas de los yihadistas: a los saharauis ni se les pasa por la cabeza acribillar a balazos a marroquíes que están oyendo música en Casablanca ni a dibujantes de Rabat.

La condena total, sin peros, sin excusas, del terrorismo yihadista, no implica ninguna forma de aceptación o justificación del imperialismo. Simplemente es la condena del terrorismo yihadista, que no es incompatible con la condena, igualmente total, del imperialismo. Respecto del yihadismo no cabe ninguna comprensión. Como no la cabe respecto del Holocausto judío. Ni la derrota en la Primera Guerra Mundial ni las condiciones de paz de Versalles justifican el intento de genocidio del pueblo judío en los campos de exterminio nazis. Alemania podría tener buenas razones (o no, no lo sé) para sentirse humillada y ultrajada con los vencedores de la guerra, pero todo eso no justificaba el exterminio. De la misma forma, los bombardeos imperialistas en Siria, Irak y otros pueblos no justifican de ninguna forma, ni deben hacer más comprensibles los atentados yihadistas. Tampoco vale lo de “Es comprensible pero no justificable”. No, ni una cosa ni otra, como no es comprensible ni justificable el Holocausto, se mire como se mire. Muchos alemanes, pese a sentirse igual de humillados y ultrajados, no solo no hicieron ningún daño a ningún judío sino que hasta los defendieron con riesgo de su propia vida. Millones de musulmanes (y de otras religiones o ninguna), sometidos a la opresión y explotación del imperialismo en Siria, Irak y tantos sitios, no se inmolan con bombas ni tirotean a la población civil. Quienes sí lo hacen son culpables y responsables de su maldad absolutamente, y solo ellos, sin excusas. Querer verlo de otra forma es tratarlos como inferiores, como seres incapaces de comprender la maldad de sus actos, como “menores morales” hacia los que hay que ser condescendientes. Y eso, lo miremos como lo miremos, es racismo.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

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