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¿Quién defenderá el sentimiento aconfesional?

Se da por hecho que el sentimiento religioso existe. Tanto que dicho sentimiento se puede herir, ofender, escarnecer, humillar, ultrajar, afrentar, vejar y zaherir. Así lo contemplan las sentencias de jueces bien adiestrados en el espíritu y la letra de un nacionalcatolicismo que aún pervive. Para esta gente, el sentimiento religioso, no solamente existe, sino que quien se meta con él lo puede pasar muy mal, amenazando de este modo la libertad de expresión, sin la cual, paradójicamente, no sería posible la evolución del mismo sentimiento religioso.

Y, aun cuando nadie sepa a ciencia cierta dónde se cobija dicho sentimiento, si en la víscera del corazón o del cerebro, si en el estómago o en la glándula pineal, se dará por hecho que este sentimiento existe. Muchas personas afirman que lo experimentan de forma individual y colectiva en lugares abiertos y cerrados, en actos litúrgicos y procesionales de toda índole. Quien vive este sentimiento religioso asegurará que su personalidad se transforma, viviendo momentos de sublime e inefable sensación. Y lo más importante: dirán que no se trata de una fantástica construcción mental, sino de algo tangible que sucede a flor de piel, a pesar de que el ser que produce tales efervescencias no tenga probada existencia empírica.

Una prueba de que este sentimiento existe estaría en la presencia de su contrario: el sentimiento antirreligioso o de irreligiosidad. La animadversión hacia aquello que tiene que ver con la religión sería la prueba de que tal sentimiento es más real de lo que muchos creen.

Añadirán que este sentimiento no se puede evitar, que es dispositivo innato y universal en el individuo, como la gramática generativa de Chomsky. Otros, más escépticos, lo negarán tajantemente, aduciendo que se trata sin más de un aprendizaje cultural y que nadie nace con el ADN confesional incrustado en su genoma. Ni siquiera un futuro cardenal.

Hagamos, ahora, un esfuerzo mental e intentemos aceptar la existencia de otro sentimiento, el cual, aunque nada tenga que ver con esa esfera religiosa o antirreligiosa, podría ser considerado un producto colateral de ella.

Lo llamaremos sentimiento aconfesional. A pesar de su apariencia terminológica no es sinónimo de irreligiosidad, ni de antirreligiosidad. Es un sentimiento no excluyente ni exclusivo, que cultivan creyentes, ateos, agnósticos y deístas; en definitiva, laicos de cualquier condición. Si alguien se puede sentir ofendido religiosamente hablando, lo mismo sucede en quien vive el sentimiento aconfesional. También, se le puede ofender y humillar, escarnecer y vejar.

Estaría bien, por tanto, que se lo tratase con la misma consideración que se tiene hacia los demás sentimientos, sean religiosos o no. Ni por encima, ni por debajo. El mismo trato y consideración.

Quienes mejor pueden comprender esta perspectiva equitativa son quienes dicen que sus sentimientos son intocables y forman parte de su identidad. Seguro que no les costará ponerse en el lugar de quienes viven ese sentimiento aconfesional y mostrar su respeto al pluralismo confesional y no confesional de la sociedad basado en la neutralidad del Estado que consagra la Constitución.

Nadie que viva ese sentimiento religioso debería mostrarse indiferente, menos aún beligerante, con quienes respaldan este sentimiento aconfesional. A fin de cuentas, se trata de un sentimiento más, eso sí, ceñido a la esfera de lo civil, de lo autónomo y de lo inmanente, pero, al fin y al cabo, sentimiento.

Si un creyente se siente vilipendiado o ridiculizado en lo más íntimo de sus sentimientos religiosos, porque alguien se bebe un lingotazo de güisqui en un cáliz de celebrar misa, aceptará que haya personas que sientan el mismo ardor guerrero cuando uno de sus sentimientos se desprecia y se ningunea… a pesar, incluso, de defenderlo la Constitución. Y comprenderá, también, que, cuando los representantes de este Estado hacen rechifla de dicho pluralismo jurando sus cargos ante un crucifijo o Biblia, pongamos por caso, están vejando el sentimiento aconfesional de muchos ciudadanos. Seguro que a quienes viven con intensidad el sentimiento religioso no les gustaría lo más mínimo que los representantes políticos del Estado aconfesional se mofasen de la Virgen o de las obleas de comulgar.

Nadie que presuma de ser justo aceptará que, dados los tiempos de equidad jurídica en que se pretende vivir actualmente, se dé tal agravio comparativo entre el tratamiento dado por el Código Penal al sentimiento religioso y al sentimiento aconfesional. Es, resueltamente, discriminación.

Al primero, se le defiende de tal modo que su articulado parece que lo hubiese escrito un obispo de la escuela de Rouco. Al segundo, ni se lo nombra. Sin embargo, en la actualidad existen cantidad de ideas y performances públicas que humillan y escarnecen el sentimiento aconfesional. Es que no lo respetan ni quienes deberían ser sus más escrupulosos practicantes.

El artículo 524 castiga con la pena de prisión de seis meses a un año “al que, en templo, lugar destinado al culto o en ceremonias religiosas, ejecutare actos de profanación en ofensa de los sentimientos religiosos legalmente tutelados”. ¡Legalmente tutelados! Casi nada. Y la aconfesionalidad que está recogida por la Constitución ni siquiera tiene un artículo en el Código Penal que lo defienda de un mínimo atropello.

En el artículo 525, cometen delito de escarnio, castigado con pena de multa de ocho a doce meses, “los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesen o practican”. Toda esta parafernalia intimidatoria, ¿acaso es congruente no solo con la libertad de expresión, sino con el Estado aconfesional que establece la Constitución?

El Código Penal no trata por igual los sentimientos de las personas. Su cacareada equidad jurídica hace agua torrencial. Menos se entiende aún que la aconfesionalidad constitucional no reciba un desarrollo pragmático en el Código Penal, sobre todo, cuando hay tanta gente que lo conculca. No es justo que el sentimiento de aconfesionalidad no tenga un reconocimiento jurídico y, como tal, sea garantizado y defendido por el Código Penal.

El respeto a la pluralidad ciudadana en materia confesional y no confesional es tanto o más respetable que el sentimiento religioso. En puridad jurídica, no se entiende que se castiguen las supuestas ofensas contra este, mientras que los permanentes agravios al sentimiento de aconfesionalidad no reciban ni la más mínima señal coercitiva por parte de los poderes públicos. Y si estos no lo hacen, que son quienes han propiciado la creación de dicho sentimiento civil como salvaguarda de la pluralidad confesional y no confesional del Estado, ¿quiénes lo harán?

Si, en ocasiones, España ha precisado de la ayuda económica de Europa para salir de sus crisis innombrables, quizá, haya llegado el momento de pedírsela, también, en esta materia a los Tribunales europeos, pues no parece que los de aquí estén por la labor de ser plurales y equitativos.

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