El autor se sirve de una conversación que mantuvo con un amigo, quien a la pregunta que da título a este artículo le respondió: «es una pregunta que no me hago. Por eso no necesito respuesta», para analizar la utilización del concepto «Dios» en la relación entre religiones y poderes públicos. Afirma que «las iglesias necesitan el poder del estado como recaudador de fondos», y que «cada religión define y mantiene su propio dios» para intereses propios. Niega que la religión o la fe sean la única fuente de moralidad y concluye defendiendo que «la cuestión no es saber si dios existe o no. El respeto íntegro a los demás en todos los aspectos de la vida, y la solidaridad entre las personas, no precisa de ninguna creencia, salvo de la evidencia de la igualdad entre las personas».
Hace tan solo quince días que pregunté a un gran amigo, inteligente, y luchador de mil batallas: «¿Crees que Dios existe?». «Es una pregunta que no me hago. Por eso no necesito respuesta», me contestó. «¡Eres un sabio!», pensé. Y no me atreví a decírselo por no herir su modestia.
Dejamos la conversación en ese punto, sin ningún otro comentario. Quise entender que para él la vida es mucho más importante que tener o no tener fe en la existencia de Dios.
El año pasado, la revista francesa «Marianne» publicaba un número dedicado exclusivamente a los integristas de las tres religiones monoteístas: cristianos, judíos y musulmanes. Era el mes de septiembre. Este año, en idénticas fechas, insiste la revista en el tema de la religión católica. «El malestar de los católicos en Francia» y el debate «El cristianismo última contracultura» son sus artículos.
Parece ser que en el vecino país, durante el verano, se calientan los cerebros católicos intransigentes y los movimientos laicos contraatacan.
En el Reino español los cerebros de la jerarquía eclesiástica están siempre calientes. El Estado y la Iglesia constituyen un complejo armonioso y un matrimonio indisoluble desde la conquista de Granada con la instauración de la «Santa Inquisición».
El poder viene de dios, cualquiera que sea éste. Por eso le necesitan los poderes públicos. Católicos, judíos o musulmanes tienen distinto dios, pero siempre, y en cada caso, se trata del único, el verdadero y absoluto. Las iglesias necesitan del poder del estado, como recaudador de los ingresos que precisan para sus predicadores y su buen vivir. Lenin dijo que los poderes del estado eran la administración y el ejército. Hoy añadiría el tercer poder, el de las iglesias. En el Reino español, los políticos de las denominadas izquierdas comulgan con los valores eclesiásticos y apoyan sus instituciones con generosas subvenciones. Quieren asegurarse el futuro, los votos, además de la tranquilidad del presente. No se han atrevido a declararse no ya ateos, sino sencillamente laicos e independientes.
Cada dios ¿dirige su propia religión? No. Más bien cada formación religiosa define y mantiene su propio dios, al que asigna unas palabras sagradas, unos decretos y mandatos y un poder de gracia o de castigo, lo mismo en vida que tras la muerte. Algo macabro. ¿Pero qué importan las diferencias entre los distintos dioses, siendo como son cada uno de ellos etéreos, invisibles y, al mismo tiempo, desconocidos?
Cada jefatura eclesiástica de las religiones monoteístas dicta las normas de obligado cumplimiento para sus adherentes. Según ellos, todas, absolutamente todas las facetas del sufrimiento humano encuentran su realidad, invertida en felicidad eterna, en la prometida esfera celestial. Siempre y cuando se respeten las normas establecidas por los mismos jerarcas. De no ser así, al sufrimiento, a la esclavitud actual, se sumaría un castigo eterno.
Dominique Sopo señala en su obra «Combate laico»: «el poder político es quien debe responder a los sufrimientos del cuerpo social y no eludirlos, apoyándose en la religión, que de espiritualidad individual la han transformado en auxilio de un proyecto político socialmente brutal y degradante. (…) Porque las religiones, con el recurso a la revelación divina, se han dedicado a cumplir la función, el enmarque y el mantenimiento del orden social, a favor del poder económico y político».
Nada es nuevo bajo el sol. Ya lo proclamaba el gran político Jean Jaures, socialista francés partidario del reformismo institucional, en su discurso pronunciado en la Cámara de los Diputados el 11 de febrero de 1895:
«Si la idea de dios tomara una forma palpable, si el mismo dios se dirigiera, visible, a las multitudes, el primer deber del hombre sería el de rechazar la obediencia y tratarle como a un igual con quien se discute, pero nunca como el maestro a quien se soporta».
«Combatimos la Iglesia y el cristianismo -decía años después- porque constituyen la negación del derecho humano y encierran un principio de servidumbre humana».
Creer o no creer. La cuestión no es saber si dios existe o no. El respeto íntegro a los demás en todos los aspectos de la vida, y la solidaridad entre las personas, no precisa de ninguna creencia, salvo de la evidencia de la igualdad de las personas. Ni la existencia o no de dios, ni la fe ni la religión son en sí mismas las únicas fuentes de moralidad. Y ¿de qué moralidad?
La moralidad es costumbre, tradición, es la forma de ver lo que nos rodea, de enjuiciarlo con sentido crítico y de actuar con dignidad y sobre todo con respeto y deferencia hacia el otro. La moralidad la hace la dignidad de un pueblo, de un barrio, de una aldea. La moralidad es cultura, y la manera de ver, de enjuiciar y de actuar de cualquier grupo humano; cultura que vamos diseñando los ciudadanos a lo largo del tiempo.
La moralidad no la imponen los políticos, porque no equivale a la ley, que en demasiadas ocasiones es inmoral por inhumana. Tampoco la imponen los mandamientos ni las prescripciones religiosas, interesadas en su propio reino.
¿Que sin dios no hay más libertinaje?
«La ausencia de dios no autoriza el desenfreno. Todo lo contrario, porque los actos del hombre son compromisos definitivos y absolutos. Es el hombre quien acarrea la responsabilidad de un mundo que no es obra de una potencia extranjera, sino de sí mismo, y donde se inscriben tanto los fracasos como los éxitos» (Simone de Beauvoir).
Lo traduce perfectamente Antonio López Campillo cuando mantiene que «no es necesario creer en dios para dar de comer a un hambriento».
Mi amigo tiene razón.
-¿Que si dios existe? Es una pregunta que no me hago. Por eso no necesito respuesta -me dijo.
Dos días después me envió un correo con la canción de Atahualpa Yupanqui. Había subrayado: «Hay un asunto en la tierra más importante que Dios. Y es que nadie escupa sangre pa que otro viva mejor»
Y es que un conocimiento, por muy profundo que me lo presenten, no me interesa más que en la medida que me permite avanzar en democracia y mejorar la vida de todos.