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Qué hizo la Iglesia en mi cama

Antes que irritarse por los intentos de la Iglesia por imponer sus ideas en la reforma del Código Civil, hay que alegrarse por lo que constituye la novedad fundamental no sólo de los años kirchneristas sino del ciclo iniciado en 1983. Tras 28 años de maduración democrática, con hitos como la sanción de la ley de Divorcio o la de Matrimonio Igualitario, la Iglesia tiene cada vez menor capacidad de presión sobre la sociedad y la política. Con esa conciencia, sus últimos aprietes se hicieron tímidos, hasta desmayados, especialmente porque tras las últimas experiencias de debate colectivo la cúpula eclesiástica quedó en clarísima posición fuera de juego o sólo acompañada por voceros tan pintorescos como el salteño Alfredo Olmedo, aliado al PRO. Hasta el apellido Bergoglio, antes tan frecuentado, está en descenso.

A esta altura, la Iglesia, al menos en las grandes ciudades argentinas (en algunas provincias es muy distinto), ni siquiera puede entrar en alianza estratégica con otros factores de poder. Si es por el poder mediático, el imaginario de TN o canal 13, por ejemplo, forjado desde mucho antes del kirchnerismo, sintoniza más con la idea de un ciudadano de clase media autónomo que con el de un fana de la Inquisición. La capacidad de intervención de la Iglesia, en cambio, es más eficaz cuando consigue instalar estudios sociales o económicos a través de la UCA u otros espacios.

Quien escribe debió cubrir en los años ’80 la experiencia compleja del Congreso Pedagógico Nacional impulsado por el alfonsinismo. En su afán de limitar o evitar todo avance cultural, la Iglesia desplegó una inmensa capacidad de movilización que nadie llamó “clientelar”: decenas de miles de alumnos y docentes de establecimientos confesionales (“financiados con nuestro dinero”) copando las asambleas, más la capacidad de lobby de los obispos. El alfonsinismo quedó más bien solo y triste. El papel del peronismo fue muy poco edificante.

Eran los años en que la derecha no sólo procesista hablaba de la “sinagoga radical”, del calificativo “pornográfica” asociado a la palabra “democracia”, de la anécdota de aquel cura que increpó a Alfonsín desde un atrio, de Gerardo Sofovich catalogando a María Elena Walsh y María Herminia Avellaneda como integrantes de la “patota cultural”. No se metían porque sí contra ellas, defendían su espacio de poder, latía la risotada brutal en torno de una elección sexual.

Aquella era la Argentina de mierda de la que veníamos, contrahecha en las catacumbas de la dictadura. No se trata sólo de socorrer duras memorias reiteradas, la asociación Iglesia/dictadura/Sociedad Rural. Se trata de la (mala) vida de todos los días. De la imposibilidad de expandir libertades y autonomías. Salimos de la dictadura envueltos en niebla medieval, Con los curas advirtiendo de un Apocalipsis por cada avance liberador posible. La ley de divorcio, las campañas a favor del uso del preservativo, las leyes de educación sexual, la expansión de derechos para situaciones tan increíblemente injustas y a la vez cotidianas como las de las mujeres que, según se decía en un lenguaje ya envejecido, vivían en concubinato, es decir, en pecado.

En agosto de 1986 en la revista El Porteño le afanamos una frase a un gran periodista español y la mandamos a tapa. “¿Qué hace la Iglesia en mi cama?”, se preguntaba una pareja en esa portada, los dos jóvenes yaciendo en el lecho y entre ambos un obispo purpurado, pancho y sonriente. Cuesta años; tramos enteros de nuestras vidas, pero lo vamos consiguiendo.

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