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Qué hacemos por una sociedad laica

La “ley Wert” recupera la segregación de estudiantes entre religión y ética. Propuesta de un grupo de intelectuales para defender un Estado laico en España

Qué hacemos por una sociedad laica, que llega esta semana a kioscos y librerías. Una propuesta colectiva para avanzar en la laicidad de un Estado que no ha asumido que España ya no es un país católico, sino una sociedad plural en creencias y muy secularizada.

Partiendo del cambio sociológico que se ha producido en los últimos años, el libro analiza, entre otros temas, la financiación, los conciertos educativos, la confusión de símbolos y ritos, los pactos con las confesiones y lo relativo a la asignatura y el profesorado de religión. Un debate reabierto con la nueva ley educativa, la ley Wert, que recupera la vieja segregación entre estudiantes de religión y de ética.

Algunos temas mal resueltos: la educación

La educación es otro buen ejemplo de tema mal resuelto, herencia de las inercias propias de la cultura religiosa-identitaria del franquismo; y de la imposibilidad de resolverlo bien con el actual sistema concordatario. El dilema religión-ética que nos remite al código binario clerical-anticlerical es una de las más nefastas aportaciones a un tratamiento moderno de la libertad de conciencia y religión que piense en no segregar por creencias a los niños.

El modelo arranca de las postrimerías del franquismo cuando convivían en el programa escolar las dos asignaturas de marcado carácter ideológico a las que ya nos hemos referido: la formación del espíritu nacional y la religión. Modelo que los sectores católicos negociadores del Concordato decidieron prorrogar en el acuerdo entre la Santa Sede y el Estado español sobre la Enseñanza y Asuntos Culturales, de 1979. El preámbulo es, curiosamente, toda una afirmación del principio de libertad religiosa, los derechos de los padres, alumnos y profesionales y la voluntad de evitar situaciones de discriminación y privilegio.


"El acuerdo de 1979 establece que «… la educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana»"


Pero el artículo 1 ya nos muestra la verdadera cara del mismo cuando en su segundo párrafo afirma que «… la educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana». ¿Es posible que un tratado internacional de un Estado que se declara no confesional y que afirma constitucionalmente su neutralidad religiosa afirme esto? Aparte de los problemas de interpretación que supone el concepto jurídico indeterminado de «ética cristiana».

Parece la versión moderna de la vieja cláusula del Concordato de Bravo Murillo (Isabel II) con Pío XI de 1851, que afirmaba: «En consecuencia la instrucción en las Universidades, Colegios, Seminarios y Escuelas públicas o privadas de cualquier clase, será en todo conforme a la doctrina de la misma religión católica; y a este fin no se pondrá impedimento alguno a los obispos y demás prelados diocesanos encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud en el ejercicio de este cargo, aún en las escuelas públicas (…)». Solo que habían pasado 130 años y muchas cosas.

El acuerdo en su artículo segundo establece taxativamente que «los planes educativos de EGB, BUP y Grados de FP (…) incluirán la enseñanza de la religión católica en todos los centros de educación, en condiciones equiparadas al resto de disciplinas fundamentales». Por lo tanto, se establece la obligación de enseñanza confesional a la escuela pública, pero haciendo que esta asignatura no sea obligatoria. Y esta ha sido la madre de todos los problemas. Hay que recordar y señalar que no se trata de enseñanza de cultura religiosa sino de aquello que denominaríamos Catequesis en los términos establecidos por el Canon 761 de la Iglesia. Además, es a la jerarquía eclesiástica a quien le corresponde, en exclusiva, señalar los contenidos de la enseñanza y formación religiosa católica, así como la de proponer los libros de texto y el material didáctico oportuno, sin ninguna posible intromisión estatal más allá de la que pudiera darse por respeto al orden público.

El resultado más desconcertante de esta regulación es que el Estado queda obligado a ofrecer alguna «alternativa» a los que no quieran hacer la asignatura de catequesis católica. Aunque lo cierto es que sólo será alternativa para los alumnos católicos, puesto que para los no creyentes no habrá opción posible y tendrá un carácter de asignatura obligatoria sustitutiva -porque será la única que podrán escoger-. A pesar de esto, el Tribunal Supremo en su criticada Sentencia de 1 de abril de 1998, preocupándose más por remover los posibles desincentivos y obstáculos que pudieran ocasionar que los católicos no escogieran asistir a clase de religión, que de proteger a los padres y alumnos que no quieren enseñanza confesional no apreció discriminación, aun cuando es indiscutible que en el caso de los alumnos de familia católica hay posibilidad de elegir entre dos asignaturas, cosa que no ocurre en el caso de las demás.

Asimismo, se establece que la enseñanza de religión será impartida por personas que serán designadas por la autoridad académica a propuesta del ordinario diocesano. Pero la financiación de la asignatura depende directamente de los fondos públicos y los profesores tienen un régimen de contratados laborales. Finalmente, el Estado es el contratador -responsable laboral de los despidos nulos e improcedentes- pero siempre por decisión de la Iglesia católica, que es quien dice a quien se contrata y a quien se despide sin ninguna posible interferencia ni presión estatal.


"Un modelo que en la práctica genera despidos nulos basados en la conducta moral del profesor -por sus opiniones, el tipo de vida, la situación matrimonial, etc.-, y que son indemnizados por el Estado"


Los profesores, de acuerdo con el Concordato no tienen que ser personas profesionalmente cualificadas, sólo se dice que la designación eclesial «recaerá con preferencia en los profesores de EGB que así lo soliciten». Un modelo que en la práctica genera despidos nulos basados en la conducta moral del profesor -por sus opiniones, el tipo de vida, la situación matrimonial, etc.- que son indemnizados desde un Estado que ve cómo se conculcan principios constitucionales en su nombre, y que es reiteradamente condenado por los Tribunales como cooperador necesario de la vulneración de derechos fundamentales, sin que lo pueda evitar.

Además, los profesores de religión conformarán parte activa de la vida de los colegios públicos al establecerse su obligatoria pertenencia a todos los efectos, con voz y voto, a los claustros de profesores del centro. Y en las escuelas universitarias de formación del profesorado se tendrá que impartir «en condiciones equiparadas a las demás disciplinas fundamentales» la enseñanza de «la doctrina católica y su pedagogía», de acuerdo con el artículo 4. En los centros universitarios también se dispone la pertenencia a los claustros -cosa no prevista en la actual legislación universitaria-, y estos también tienen que estar abiertos a las actividades confesionales pudiéndose utilizar «los locales y medios de los mismos» igual que las instalaciones de los colegios e institutos públicos.

Finalmente, por imposición de este acuerdo internacional y sin posibilidad de otra opción más lógica, se ha generado un modelo de doble circuito y segregación de los alumnos por razón de religión que no garantiza los derechos de los no católicos obligándolos a hacer una actividad que no genere desventaja a los católicos que están en clase de religión. Este modelo mezcla el marco ciudadano y neutral de la escuela pública basado en el aprendizaje científico y racional con una actividad confesional de naturaleza catequética. En pago a este privilegio la Iglesia organizó una sonada respuesta contra la asignatura de Educación para la ciudadanía llamando a los padres a la desobediencia civil contra la misma. Prefería un modelo de doble circuito donde unos hicieran religión y «los otros» valores constitucionales, como el que preconiza el proyecto de Ley Wert recuperando la vieja, ancestral y desfasada segregación de estudiantes entre religión y ética.

El modelo será reproducido a partir de 1996, en idénticas condiciones, por otras confesiones con acuerdo de cooperación –islam, protestantes y judíos– en aquellos centros donde la demanda de los alumnos lo requiera. De nuevo se ha impuesto el sistema de pactos. En este caso sólo protestantes y musulmanes están nombrando profesores.

Ante esta situación, incompatible con un modelo de Estado plenamente laico, se han puesto encima de la mesa varias opciones que, por un lado, garanticen la aconfesionalidad de la instrucción pública, que no generen discriminación de ningún tipo entre alumnos, y que sean plenamente respetuosas con el ejercicio de la libertad religiosa y, por lo tanto, con el pluralismo religioso de una sociedad con un número decreciente de familias practicantes. Cualquier propuesta que quiera respetar estos principios debería, necesariamente, sacar la asignatura de religión -tal y como funciona hoy- del sistema educativo. Si se quiere realmente respetar aquellos principios, podrían existir asignaturas obligatorias u optativas de historia de las religiones, de filosofía de la religión, sociología de la religión, etc. pero no una asignatura de religión católica -ni protestante, ni musulmana, ni judía, etc.


"Un sistema educativo compatible con el principio de laicidad no necesariamente tiene que llevar a una mutua y completa ignorancia entre religión y escuela"


A partir de aquí se pueden debatir variadas posibilidades; desde la ausencia total hasta que se preste el espacio físico como se hace para otras actividades extraescolares. Del mismo modo que los colegios ceden sus instalaciones para que el club de fútbol del barrio haga cursos de fútbol en el polideportivo del centro, o para que la escuela de danza del barrio haga cursos en el salón de actos, los colegios podrían ceder sus aulas para que las confesiones presentes en el barrio hicieran allí su catequesis. Los responsables de la parroquia o de la mezquita podrían preferir hacer sus formaciones en el espacio de la escuela que en sus propios espacios. Si las instituciones escolares tienen una relación saludable y normalizada con las organizaciones de la sociedad civil, esta posibilidad también debería ser puesta a debate -en tanto las confesiones forman parte de la sociedad civil.

Una propuesta así, en cualquier caso, requeriría de unas determinadas garantías: que la formación esté perfectamente separada y distinguida en horarios, profesores, evaluación, etc. de las asignaturas regladas, esto es: que no forme parte del horario lectivo, que no sea evaluable, que los profesores no formen parte del claustro del centro, que los pague la confesión etc.

Pero en una sociedad plural que requiere religiones compatibles con un marco cultural e institucional democrático, una propuesta así podría tener una ventaja: y es que las religiones sean más «ilustradas», es decir, que no estén encerradas cada una en su propio espacio -tanto en el sentido literal como figurado del concepto «espacio»- sino que se encuentren unas con otras, que se reconozcan y acepten, que se toleren y dialoguen. Y no sólo que se reconozcan entre ellas sino también con la gran mayoría de las familias «indiferentes» ante el hecho religioso que está presente en un espacio físico de construcción de vínculos sociales tan importante como es la escuela.

Se trata de una propuesta que algunos defensores de un modelo laico de escuela consideran favorablemente y otros no, y sobre la cual no nos posicionamos ni a favor ni en contra, pero que sirve para expresar que las opciones para garantizar un sistema educativo plenamente compatible con el principio de laicidad son diversas y que, aun siendo escrupulosamente respetuosas del principio de separación y del de neutralidad, no necesariamente tienen que llevar a una mutua y completa ignorancia entre religión y escuela.

Qué hacemos por una sociedad laica es un libro de Santiago Castella (presidente del Movimiento Laico y Progresista), Antoni Comín (miembro del Centro de Estudios "Cristianisme i Justícia"), Joana Ortega-Raya (directora de la revista Lupa Protestante) y Joffre Villanueva (miembro del MLP y portavoz de la campaña "Yo no te espero"). Más información en quehacemos.org

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