En ausencia de candidatos reformistas relevantes (detenidos o prohibidos), las elecciones parlamentarias iraníes del viernes —primeras desde las fraudulentas presidenciales de 2009, que permitieron la reelección de Mahmud Ahmadineyad— han sido un duelo entre facciones ultraconservadoras del régimen. Una pugna entre fundamentalistas encabezada por el sumo sacerdote Alí Jamenei y por el presidente Ahmadineyad, progresivamente distanciados desde su estrecha alianza en la manipulación electoral y la posterior represión sangrienta del Movimiento Verde, que cerró el paso a cualquier liberalización de la teocracia iraní. De aquella legitimidad democrática dinamitada en 2009 proviene la obsesión ahora de ambos rivales por destacar la participación en los comicios del viernes.
Jamenei, representante de la primera generación de líderes islámicos, ha impuesto abrumadoramente a sus partidarios, que a falta de resultados definitivos coparán en abril casi las tres cuartas partes del Parlamento. El jefe indisputado del oscuro régimen clerical estrecha aún más su control de las palancas del poder ante las decisivas presidenciales del año próximo.
Pese al valor relativo de unas elecciones precedidas de una formidable represión y donde el poder impide participar a quienes le incomodan, su resultado puede acarrear al populista Ahmadineyad consecuencias peores que convertirle en un presidente simbólico en el resto de su último mandato. La pérdida de apoyos podría llevarle maniatado ante un Parlamento hostil para responder de la caída en picado de la economía petrolífera iraní, en la que empiezan a hacer seria mella las sanciones occidentales. Incluso la figura presidencial estaría en entredicho, según ha insinuado el propio Jamenei.
Las elecciones parlamentarias iraníes, por lo demás, difícilmente alterarán el rumbo de la política exterior de Teherán, y menos su actitud en la larga pugna con Occidente sobre sus ambiciones atómicas. El contundente triunfo de los leales a Jamenei es de hecho un espaldarazo a la absoluta intransigencia iraní en esa materia. Una intransigencia sobre la que el líder supremo tiene desde siempre la última palabra y a propósito de la cual Barack Obama, aún apostando todavía a la vía diplomática, dibujaba ayer un inquietante horizonte al declarar que no dudará en emplear la fuerza para impedir que Irán desarrolle armamento nuclear.