A menudo me pregunto por qué la gente se casa por la Iglesia siguiendo las normas y los ritos del matrimonio canónico. No deja de sorprenderme el hecho de que la gente asuma unos principios y compromisos que, en la mayoría de los casos, chocan frontalmente con las ideas que imperan en una sociedad moderna y democrática.
No pretendo ofender a aquellos que, de forma coherente, deciden contraer matrimonio bajo el rito de la Iglesia católica o de cualquier otra confesión, si es que realmente tienen esas creencias y están dispuestos a asumir fielmente los compromisos que adquieren. Éstos merecen todo el respeto, aunque se me antoja que son los menos.
El matrimonio eclesiástico, tal y como lo recoge el Código Canónico, persigue dos fines: el bien de los cónyuges y la procreación. La Iglesia da una importancia esencial al segundo. No en vano, tradicionalmente, y como norma general, prohibía el matrimonio a aquellos que no podían procrear. Actualmente sólo es impedimento para casarse por la Iglesia la impotencia, es decir la incapacidad «ad copulam». Este cambio se produjo por situaciones que se dieron a lo largo de la historia que obligaron a la Iglesia a adoptar un cambio de postura (Ej. Las esterilizaciones llevadas a cabo por los nazis para preservar la pureza de la raza aria). No obstante, hoy por hoy, una persona que padezca, por ejemplo, fimosis tendría una impotencia temporal y no podría casarse por la Iglesia en tanto no se opere.
Resulta curioso cómo la Iglesia dice conceder la misma importancia a los dos fines del matrimonio cuando, en realidad, éste sólo puede disolverse cuando no se ha consumado, o sea, cuando no ha habido cópula (luego da a la procreación una importancia esencial), mientras que no permite la disolución aunque se demuestre que no hay amor ni reporte beneficio alguno para los cónyuges. No olvidemos que el matrimonio canónico es indisoluble.
Los principios de estabilidad e indisolubilidad son vitales para la Iglesia, por tanto no admite en los contrayentes una mentalidad divorcista. Hay que entender por mentalidad divorcista no un deseo de divorciarse en el momento de contraer matrimonio, sino el hecho de contemplar dicha posibilidad cuando ese matrimonio, por las razones que sea, no responde a las expectativas que tenían los cónyuges o cualquiera de ellos. Lo que resulta evidente es que la mayoría de las parejas se casan con el deseo de que su unión sea lo más duradera posible, y a ser posible para toda la vida, pero no es menos evidente que casi nadie está dispuesto a soportar de por vida una situación que se convierta en insoportable y renunciar, por tanto, a la posibilidad de intentarlo con otra persona. La Iglesia sigue manteniendo la idea del divorcio que expresó J. Antonio Primo de Rivera: «El divorcio hace del matrimonio la más provisional de las aventuras, cuando su grandeza está en ser irrevocable, en ser definitivo, en no tener más salida que la salida de la felicidad o la salida de la tragedia.»
La práctica nos dice que la mayoría de las parejas que contrae matrimonio no están dispuestas a cumplir con los compromisos que adquieren ante el altar. No se casan para procrear, no están dispuestos a aceptar todos los hijos que Dios les quiera dar; de hecho limitan dicha procreación utilizando métodos anticonceptivos que no admite la Iglesia, muchos ni siquiera tienen intención de educar a sus hijos en la fe católica, otros tantos no son fieles a su pareja a lo largo del matrimonio, y en no pocos casos no esperan a que la muerte los separe si la convivencia no es posible.
¿Qué significa todo esto? Ni más ni menos que, en la mayoría de las ocasiones, el matrimonio canónico no es más que una pantomima, una burda farsa presidida por la mentira y la falsedad, producto de una gran hipocresía a tres bandas: por un lado de los contrayentes que, a menudo, son «católicos a la carta», tomando de la religión lo que les parece y desechando lo que no les conviene; por otro lado de la autoridad eclesiástica que sabe perfectamente que, con el Código Canónico en la mano, más de la mitad de los matrimonios canónicos deberían ser nulos, y por último, EL ESTADO QUE OTORGA EFICACIA CIVIL a este «teatrejo indecente» vulnerando de manera sistemática y descarada ese supuesto principio de la aconfesionalidad del Estado, así como los derechos de los no católicos, e incluso, me atrevería a decir, los de aquellos católicos que quieren casarse por la Iglesia pero no por lo civil.
Si quieren ustedes casarse, háganlo como quieran: Por la Iglesia, por lo Civil o por Amor. Personalmente me quedo con la última opción.