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Pueblo en ‘vía crucis’

LE montaron acusaciones falsas y le hicieron pagar deudas que no eran suyas. Lo llevaron ante un tribunal donde sumos sacerdotes ejerciendo de jueces le tenían condenado antes del proceso. Remitido a quien representaba el verdadero poder del imperio, nada ocurrió salvo que la condena fue ratificada sin contemplaciones. Fue sometido al escarnio público, humillado al arrebatarle la soberanía que creyó tener. Despojado de sus pertenencias, éstas fueron repartidas entre quienes pujaron por ellas. Su trabajo, que en gran medida ya estaba perdido, fue denigrado. Sus amigos también eran perseguidos y sus aliados se esfumaron. Cualquiera podía negar tres veces, o las que se terciaran, haber tenido relación con él. Fue castigado a llevar su propia cruz y a quienes suscitó pena les dijo que lloraran por sus hijos, cuyo futuro iba ser más que difícil. En su via crucis tuvo muchas caídas, a cual más dura. Todo parecía hundírsele y la ayuda de un inopinado espíritu caritativo, a modo de redivivo Cireneo, apenas alivió el dolor causado por el madero previamente ajustado para su terrible tortura. Su pasión se hizo más lacerante cuando con voz estentórea alguien le espetó una tan malintencionada parodia de las bienaventuranzas como ésta: "Bienaventurados los que defraudan, porque ellos serán amnistiados". Comprendió entonces lo vano que pueden ser los empeños colectivos y una tremenda melancolía le invadió en el camino de su particular calvario.

No es este el relato del proceso martirial de quien llamándose Hijo del Hombre fue condenado por aquellos que no sólo no le recibieron, sino que le negaron. Es meramente alegórica narración del proceso que sufre el pueblo español -si todavía puede hablarse en esos términos- en un tiempo de crisis que nos ha traído, con exceso de amargura, a lo que ya es semana de pasión. Así han sido fácilmente calificados estos días, dada su coincidencia con la Semana Santa cristiana -si todavía se puede llamar así, toda vez que la religión, una vez reducida a folclore, ya no funciona ni como consuelo-, por los dolores colectivos que suponen unos presupuestos del Estado recortados más allá de lo soportable y que nos conducen, cual nuevo paso abismático, al hundimiento como país.

Si la historia -decía Hegel- es el calvario del espíritu absoluto, nos adentramos, una vez desechadas falsas mistificaciones -incluidas las hegelianas- en un viernes santo que ahora no tiene nada de especulativo. Es el via crucis real de un pueblo sometido, como tantos otros, a los poderes de este mundo y que, con sus padecimientos, comprueba en sus carnes la verdad del dicho -Hegel de nuevo- de que la historia "no es terreno para la felicidad". Ahora bien, hay indicios de que ese pueblo está dispuesto a resistir para que la historia sea espacio de acción tras objetivos de justicia.

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