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Psicología del genocidio

En Los ángeles que llevamos dentro, Steven Pinker dedica buena parte del capítulo ‘La nueva paz‘ a explicar el genocidio — empezó con con las categorías mentales y luego pasa a explicar la ideología (pgs 436 – 441):

Hasta ahora he intentado explicar el genocidio de la siguiente manera: el hábito mental del esencialismo puede clasificar a las personas en categorías, y de este modo se les pueden aplicar los sentimientos morales en su totalidad. La combinación puede transformar la competencia hobbesiana entre individuos o ejércitos en competencia hobbesiana entre puelos. Pero el genocidio tiene otro ingrediente fatídico. Como decía Solzhenitsyn, para matar a millones de personas hace falta una ideología. Ciertos credos utópicos que clasifican a los individos en «categorías moralizadas» quizás arraiguen en regímenes poderosos y se engranen en su capacidad destructiva. Por eso, son las ideologías las que generan valores atípicos o aberrantes en la distribución de las víctimas mortales de genocidio. Entre este tipo de ideologías que dividen encontramos el cristianismo durante las Cruzadas y las Guerras de Religión (y, en una rama, la Rebelión de Taiping de China); el romanticismo revolucionario en los politicidios de la Revolución francesa; el nacionalismo de los genocidios de la Turquía otomana y los Balcanes; el nazismo en el Holocausto; y el marxismo en las purgas, expulsiones y hambrunas a causa del terror en la Unión Soviética de Stalin, la China de Mao y la Camobya de Pol Pot.

¿Por qué las ideologías utópicas desembocan tan a menudo en genocidios? A primera vista, parece no tener sentido. Aunque una verdadera utopía sea inalcanzable, la búsqueda de un mundo perfecto ¿no debería procurarnos al menos un mundo mejor, uno que fuera perfecto en un 60%, pongamos, o incluso en un 15%? A fin de cuentas, para lograr lo que vale la pena hay que intentar lo imposible. ¿No hemos de apuntar más alto, soñar el sueño irrealizable, imaginar cosas que nunca fueron y decir: «Por qué no»?

Las ideologías utópicas incitan al genocidio por dos razones. Una es que crean un cálculo utilitario pernicioso. En una utopía, todos son felices para siempre, por lo que su valor moral es infinito. La mayoría de nosotros coincidimos en que es éticamente aceptable desviar un tranvía descontrolado que amenaza con atropellar a cinco personas a una vía muerta donde mataría sólo a una. Pero supongamos que fueran cien millones de vidas las que pudiéramos salvar desviando el tranvía, o mil millones, o —proyectándonos en un futuro indefinido— infinitamente más. ¿Cuántas personas sería aceptable sacrificar para conseguir un bien infinito? Unos cuantos millones parece algo bastante razonable.

Y no sólo eso. Pensemos en las personas que se enteran de la promesa de un mundo perfecto pero que aun así se oponen a ello. Son sólo obstáculos en un plan que puede conducir a la bondad infinita. ¿Hasta qué punto son malvadas? Que cada uno haga sus cálculos.

El segundo riesgo genocida de una utopía es que debe ajustarse a un plan de acción ordenado. En una utopía, todo está ahí por alguna causa. ¿Y qué hay de las personas? Bueno los grupos de personas son diversos. Algunos se aferran de forma obstinada, acaso esencial, a valores que en un mundo perfecto están fuera de lugar.Quizá sean emprendedores en un mundo comunitario donde todo se comparte, o les guste leer en un mundo marcado por el trabajo manual, o tengan mucho desparpajo en un mundo regulado por la piedad, o sean partidarios de los clanes en un mundo unitario, o urbanos y comerciales en un mundo que ha vuelto a sus raíces en la naturaleza. Si diseñamos la sociedad perfecta en una hoja de papel en blanco, ¡por qué no descartar engendros desde el principio?

En Blood and Soil: A World History of Genocide and Extermination from Sparta to Darfur, el historiador Ben Kiernan señala otro aspecto curioso de las ideologías utópicas. Una y otra vez rememoran un paraíso agrario desaparecido, que quieren recuperar como saludable sustituto de la preponderante decadencia urbana. En el capítulo 4 vimos, efectivamente, que tras surgir la Ilustración del bazar intelectual de las ciudades cosmopolitas, la Contrailustración alemana idealizó el vínculo de la gente con la tierra, la sangre y el suelo (blood and soil) del título de Kiernan. La ingobernable metrópolis, con su población incierta y sus enclaves étnicos y ocupacionlaes, es una afrenta para una mentalidad que prevé un mundo de armonía, pureza y totalidad orgánica. Muchos de los nacionalismos de los siglos XIX y XX estaban guiados por imágenes utópicas de grupos étnicos que prosperaban en sus patrias natales, imágenes basadas a menudo en mitos de tribus ancestrales que poblaron el territorio en los albores de los tiempos. Este utopismo agrario subyacía a las obsesiones duales de Hitler: su odio a los judíos, que asociaba al comercio y las ciudades, y su desquiciado plan de despoblar el este de Europa para conseguir tierras de cultivo para los habitantes de las ciudades alemanas. Otros ejemplos son las inmensas comunas agrarias de Mao y la política de Pol Pot consistente en expulsar a la gente de las ciudades camboyanas y trasladarla a campos de exterminio rurales.

Las actividades comerciales, que suelen concentrares en las ciudades, pueden desencadenar también odio moralista. Como analizaremos en el capítulo 9, la intuición de los individuos respecto a la economía está arraigada en la idea de intercambios equitativos de servicios o bienes concretos de valor equivalente —pongamos, tres pollos por un cuchillo—. Esto no encaja fácilmente en el engranaje matemático abstracto de una economía moderna, que incluye el dinero, el beneficio, el interés y la renta. En la economía intuitiva, los agricultores y los artesanos producen artículos de valor palpable. Los comerciantes y otros intermediarios, que se llevan un beneficio al trasladar bienes sin que del proceso surja nada nuevo, son considerados parásitos pese al valor que crean al permitir transacciones entre productores y consumidores que no se conocen o están separados por grandes distancias. Los prestamistas, que entregan una suma y luego exigen dinero adicional a cambio, aún son más odiados, pese a la labor que realizan al proporcionar a la gente dinero en momentos en que pueden darle un uso óptimo. No se suelen tener en cuenta las aportaciones intangibles de los comerciantes y los prestamistas, a los que se considera unas sanguijuelas. (Una vez más la metáfora procede de la biología.) La antipatía hacia los intermediarios puede canalizarse fácilmente hacia los grupos étnicos. En las ocupaciones de los intermediarios, el capital necesario para prosperar consiste ante todo en pericia y conocimientos más que en tierra o fábricas, por lo que se comparte con facilidad entre parientes y amigos, y es muy fácil de transportar. Por ello, es habitual que grupos étnicos concretos se especialicen en el nicho de los intermediarios y se desplacen a las comunidades que carezcan de ellos, donde tienden a convertirse en minorías pujantes —y por consiguiente en objeto de envidia y resentimiento—. Muchas víctimas de discriminación, expulsión, agresión colectiva y genocidio han sido grupos sociales o étnicos especializados en nichos de intermediarios. Entre ellos se incluyen varias minorías burguesas de la Unión Soviética, China y Camboya, los indios de África oriental, los ibos en Nigeria, los armenios en Turquía, los chinos en Indonesia, Malasia y Vietnam, y los judíos en Europa.

Los democidios se suelen preparar de antemano en el clímax de un relato escatológico, un espasmo final de violencia que será el preludio de una felicidad milenaria. Diversos historiadores del genocidio han advertido a menudo los paralelismos entre las ideologías utópicas del siglo XIX y XX y las visiones apocalípticas de las religiones tradicionales. En un libro conjunto con el psicólogo social Clark McCauley, Daniel Chirot observa lo siguiente:

La escatología marxista imitaba realmente la doctrina cristiana. Al principio había un mundo perfecto sin propiedad privada, clases sociales, explotación ni alienación: el Jardín del Edén. Luego llegó el pecado, el descubrimiento de la propiedad privada y la creación de los explotadores. La humanidad fue expulsada del Edén para sufrir desigualdad y la necesidad. A continuación los seres humanos experimetnaron con una serie de modos de producción, el esclavista, el feudal y el capitalista, siempre en pos de la solución sin encontrarla. Por último, llegó un verdadero profeta con mensaje de salvación, Karl Marx, que predicaba la verdad de la Ciencia. Prometió la redención, pero no le hicieron caso a excepción de sus discípulos más íntimos, que difundieron la buena nueva. Al final, de todos modos, el proletariado, portador de la fe verdadera, será convertido por los elegidos religiosos, los líderes del partido, y se unirá para crear un mundo más perfecto. Una revolución final y terrible acabará con el capitalismo, la alienación, la explotación y la desigualdad. Después de eso, la historia terminará porque en la Tierra rienará la perfección y los verdaderos creyentes se habrán salvado.

En la obra de los historiadores Joachim Fest y George Mosse, también encontramos comentarios sobre la escatología nazi:

No es casual que Hitler prometiera un Reich de Mil Años, un milenio de perfección, similar al reinado de bondad prometido en la Revelación antes del regreso de la maldad, la gran batalla entre el bien y el mal, y el triunfo final de Dios sobre Satanás. Toda la imaginería de su régimen y su Partido Nazi era profundamente mística, estaba envuelta en simbolismo religioso, a menudo cristiano, litúrgico, y apelaba a una ley superior, a una misión decretada por el destino y encomendada al profeta Hitler.

Finalmente están los requisitos del puesto de trabajo. ¿Querría el lector el estrés y la responsabilidad de dirigir un mundo perfecto? El liderazgo utópico selecciona crueldad y narcisismo monumentales. Los dirigentes están poseídos de la certeza de la rectitud de su causa y de la impaciencia por realizar reformas crecientes o ajustes a la carrera guiados por el feedback de las consecuencias humanas de sus planes grandiosos. Mao, que había empapelado a toda China con su imagen y repartido su libro rojo de refranes a todos los ciudadanos, fue descrito como por su médico y único confidente, Li Zhisui, como alguien que ansiaba la adulación, exigía servicios sexuales de concubinas y carecía de compasión y calidez. En 1958 tuvo la revelación de que el país podría duplicar la producción de acero en un año si las familias campesinas contribuían a la producción nacional operando fundiciones en el patio trasero de sus casas. Bajo pena de muerte si no satisfacían sus cuotas, los campesinos fundían sus woks, sus chuchillos, palas y pomos para convertirlos en terrones de metal inútil. También le fue revelado que China podía cultivar enormes cantidades de cereal en parcelas pequeñas de tierra, liberando el resto para pastos y huertas, si los agricultores plantaban las plantas de semillero a gran profundidad y muy juntas para que gracias a la solidaridad de clase crecieran fuertes y cargadas. Se apiñó a los campesinos en comunas de cincuenta mil miembros para poner en práctica esta visión, y cualquiera que se mostrase renuente o señalara lo obvio era ejecutado como enemigo de clase. Impermeable a las señales de la realidad de que su Gran Salto Adelante era un gran salto hacia atrás, Mao planeó y organizó una hambruna en la que murieron entre veinte y treinta millones de personas.

Los motivos de los dirigentes son cruciales para entender el genocidio pues los ingredientes psicológicos —el modo de pensar del esencialismo; la dinámica hobbesiana de la codicia, el miedo y la vengaza; la moralización de emociones como el asco; y el atractivo de las ideas utópicas— no se apoderan de repente de una población entera para incitarla al asesinato masivo. Grupos que se evitan, desconfían unos de otros o incluso se desprecias pueden coexistir indefinidamente sin genocidio alguno. Pensemos, por ejemplo, en los afroamericanos en el segregacionista Sur americano [de EEUU], en los palestinos de Israel y los territorios ocupados, o en los negros de Sudárfica durante el Apartheid. Incluso en la Alemania nazi, donde el antisemitismo llevaba siglos consolidado, no hay indicios de que nadie, salvo Hitler y unos cuantos secuaces fanáticos, considerase una buena idea el exterminio de los judíos. Cuando se lleva a cabo un genocidio, realmente sólo comete los asesinatos una mínima parte de la población, por lo general una fuerza policial, una unidad militar o la milicia.

En el siglo I d.C., Tácito escribió lo siguiente: «Se cometió un crimen espeluznante por la iniciativa sin escrúpulos de unos cuantos individuos, la aprobación de otros y la pasiva aquiescencia de todos». Según el científico político Benjamin Valentino, en Final Solutions, esa división del trabajo es aplicable también a los genocidios del siglo XX. Un líder o una pequeña camarilla deciden que ha llegado el momento del genocidio; a tal fin, dan luz verde a una fuerza relativamente reducida de hombres armados, una mezcla de verdaderos creyentes, seguidistas y matones (a menudo reclutados, como pasaba en los ejércitos medievales, entre las filas de los criminales, vagabundos y otros jóvenes desahuciados). Cuentan para ello con que el resto de la población no se interpondrá, y gracias a ciertos rasgos de psicología social que analizaremos en el capítulo 8, así es en general. Los colaboradores psicológicos del genocidio, como del esencialismo, la moralización y las ideologías utópicas, están articulados en distintos grados en cada uno de esos grupos. Devoran la mente de los líderes y los verdaderos creyentes, pero también deben incitar a los otros lo suficiente para permitir a los primeros hacer realidad sus planes. La evidencia de que los dirigentes eran indispensables en los genocidios del siglo XX se pone de manifiesto en el hecho de que, cuando se morían o eran destituidos, se interrumpían las matanzas.

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