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¿Prohibir los toros? Ética, Derecho y laicismo

En el texto de la semana anterior hablábamos de la incoherencia del antitaurino carnívoro: escandalizarse ante las corridas de toros y similares y, sin embargo, comer carne. El argumento era que el sufrimiento animal producido por la industria cárnica es mucho mayor que el de las corridas de toros, y que, por coherencia, el antitaurino debería ser necesariamente vegetariano.

            Terminábamos el texto advirtiendo de que la argumentación era moral, no jurídica. Es decir, que se trata de una oposición al maltrato animal en términos morales, que no implican, necesariamente, la apuesta por la prohibición legal de las corridas de toros o de la producción de carne. Queremos ahora desarrollar un poco más esa última advertencia del texto anterior. Para ello, ya advertimos, daremos un rodeo inmenso por el laicismo.

            Lo que nos preguntamos viene a contextualizarse en la cuestión de las relaciones entre moral y Derecho: ¿debe prohibirse legalmente todo lo que es inmoral? También puede plantearse como las relaciones entre los diversos sistemas normativos: la moral, el Derecho y la religión. ¿Deben coincidir los contenidos de lo inmoral, lo delictivo y lo pecaminoso? Mi respuesta es que no: cada ámbito normativo tiene su propia autonomía y sus relaciones mutuas no justifican la identificación ni reducción de unos a otros.

            Me parece que lo más fácil es empezar por la religión y el Derecho. Que las normas de cualquier religión prohíban algo no debe ser motivo para prohibirlo legalmente. Pecado y delito deben estar tan separados como religión y política en un Estado moderno que, por serlo, no puede ser menos que laico. La autonomía de la política y el Derecho eliminan la religión como fuente de producción jurídica y fundamento del orden político y social. Por lo que es perfectamente posible que, en un Estado laico, haya cosas que una religión pueda considerar pecaminosas y, aun así, sean (o debieran ser) perfectamente legales. Por ejemplo, el divorcio, la interrupción del embarazo o la eutanasia. Incluso la blasfemia. La razón es clara: en una sociedad pluralista, al Estado no le corresponde decidir las cuestiones de fe ni de dogma. Con respecto a la religión, el Estado es neutral y no entra a decidir qué dogmas con correctos ni qué fe es la verdadera. Todo eso queda a la total libertad de conciencia e individual de cada cual. Al Estado tan solo le compete garantizar y proteger esa libertad de conciencia, sin establecer privilegios ni discriminaciones en razón de ella, estableciendo como únicos límites los del orden público. Hay que matizar que ese orden público se entiende como el conjunto de derechos ciudadanos. Es decir, que si un Estado laico prohíbe a una religión hipotética que realice sacrificios humanos, no atenta contra la libertad de conciencia y religiosa, sino que establece una limitación basada en el respeto al derecho a la vida y la integridad de todos los ciudadanos. Atentaría contra esa libertad si impusiera una limitación que no se justificara en esos derechos ciudadanos. Por ejemplo, si prohibiera las transfusiones de sangre porque así lo dice la Biblia.

            El mismo argumento laicista para separar religión de política y Derecho sirve para delimitar las relaciones entre moral y Derecho. Igual que al Estado no le compete dirimir cuestiones de fe o dogma, tampoco le corresponde decidir las cuestiones morales. Es cada individuo, desde su propia conciencia y moral, desde la ética, quien debe tomar posiciones morales en ciertos temas y no el Estado. Si esto es así, ¿qué papel le queda al Estado en este sentido? Suele decirse, y estoy de acuerdo, que al Estado no le corresponde decidir las cuestiones relativas al Bien sino las que tienen que ver con la Justicia. La determinación del Bien, de lo que es Bueno, corresponde a cada conciencia individual, y en eso el Estado no debe inmiscuirse. Lo que el Estado debe garantizar es que cada individuo tenga reconocido, protegido y garantizado ese derecho eficazmente. Es decir, debe establecer un ordenamiento jurídico que sea Justo, esto es, que permita que cada individuo pueda decidir por sí mismo las cuestiones morales, con libertad. Por hacer una analogía con el deporte: el Estado no puede determinar qué equipo o jugador es mejor deportista, eso lo hará cada aficionado, simplemente se encarga de que las reglas del juego sean justas y de que se cumplan.

            Para que lo anterior pueda ser así, es necesario entender el principio laicista de separación público-privado. El ámbito propio del Estado es el público, donde se determinan esas normas que, por ser públicas, para todos, son universales. En ese ámbito, el criterio es el de universalidad. Universalidad que se logra mediante el recurso obligado a la argumentación racional, la deliberación en base a razones, pruebas y argumentos. El ámbito privado es el del individuo, cuya regla es la libertad y la particularidad. En ese ámbito, cada individuo tiene absoluto derecho a pensar, creer y opinar todo lo que quiera, incluso aunque sea absurdo para otros individuos. Lo que no puede ocurrir es que haya injerencias entre ambos espacios: el espacio público y el privado deben estar separados, tanto para evitar un Estado totalitario que impusiera cierta ideología obligatoria a los individuos, como para impedir que desde posiciones particulares, privadas, se hicieran normas públicas (leyes) que obligaran a todos los ciudadanos en contra de su conciencia.

            No entender este principio de separación y neutralidad del Estado es lo que conduce al integrismo y el totalitarismo. Incurren en alguno de ellos quienes quieren que su religión o moral particular se erijan en norma de conducta pública, obligatoria no solo para ellos sino para todos los demás.

            Aceptando lo anterior, cabe la pregunta: si es así, ¿cómo debe hacer el Estado sus normas: las leyes? ¿Con qué criterio? Por ejemplo, ¿por qué prohíbe robar o matar en vez de dejarlo a juicio de la moral o religión de cada uno? ¿No se estará imponiendo, de esa forma, el punto de vista particular, privado, de unos cuantos sobre los demás? ¿O es algo que depende de las mayorías?

            La clave está en el criterio de universalidad que rige lo público. Una universalidad que nos remite al plano de lo transcendental (que no transcendente, que es otra cosa). Transcendental significa condición de posibilidad. Para jugar al fútbol, es transcendental que haya dos equipos, por ejemplo. Es decir, para que sea posible jugar al fútbol, es condición necesaria que haya dos equipos (es una condición de posibilidad). Y eso vale para cualesquiera que quieran jugar al fútbol: por eso es universal. Pero no es condición necesaria que los jugadores tengan que ser todos rubios o pelirrojos o calvos: en eso no entran las reglas del fútbol. Si entendemos el ejemplo, puede ser más fácil comprender que al Estado lo que le corresponde es establecer las condiciones de posibilidad de la justicia, esto es, para que los ciudadanos puedan convivir pacíficamente y en libertad unos con otros, y de esa manera que puedan desarrollar cada uno su propia forma de vida sin molestar a los demás ni impedirles que desarrollen las suyas. ¿Qué limitaciones debe poner el Estado? Las necesarias para garantizar que lo anterior sea posible. Robar y matar deben ser delitos y estar prohibidos porque impiden esa convivencia justa, pacífica y en libertad, independientemente de que, además, puedan ser algo inmoral o pecaminoso según éticas y religiones.

            Al conjunto de condiciones de posibilidad de la convivencia en pluralidad podemos llamarla moral pública, basada en los valores fuertes de libertad, dignidad, autonomía, etc., que son los que hacen posible esa convivencia y, así, son universales. Es por esto que la laicidad no es relativista ni de lejos. Esta moral pública no es contradictoria con las diversas morales o religiones particulares y privadas, de hecho, son su condición de posibilidad. Tan solo sería contraria a algunas que contuviesen principios o normas incompatibles con esa moral pública. Por ejemplo, una religión que implicara sacrificios humanos, como decíamos antes.

            Podemos preguntarnos también cómo se determinan esos principios laicos de la moral pública a los que nos hemos referido: libertad, dignidad, autonomía, etc. ¿Por qué esos y no otros? También lo hemos dicho. La universalidad del espacio público se logra mediante el recurso a la deliberación racional, a la confrontación de argumentos, pruebas, razones, etc. Su resultado son los consensos en base a razones y que señalan a esos principios. Nótese que no se trata de un mero recurso a la mayoría: no son esos principios porque lo dice la mayoría, sino que la mayoría los reconoce y los consensua porque no pueden ser otros. El mero hecho de debatirlos, dialogarlos, deliberar, etc., los presupone, y sería contradictorio negarlos, porque el mero hecho de cuestionarlos los estaría afirmando. Es como si alguien dijera: “Yo no estoy hablando”. Solo con decirlo lo negaría performativamente. De la misma forma, para poder argumentar en contra de la dignidad, la libertad o la autonomía hay que asumir que, quien lo hace, las tiene, y por lo tanto se contradice.

            No obstante lo anterior, eso no implica que los consensos racionales en el ámbito público sean fáciles, ni que se llegue a ellos de la misma manera que se llega a un consenso matemático sobre el resultado de una ecuación. En muchos casos, la deliberación pública no llega a conclusiones ni consensos y las cuestiones quedan inconclusas o con varias alternativas igualmente razonables, sin que haya argumentos contundentes que convenzan a todo el mundo (aunque para uno mismo sí puedan ser definitivos). En ese caso se impone la máxima libertad: dejar la cuestión a la conciencia particular. Esa es la razón que, en los países laicos, justifica la legalización de tantos temas controvertidos antes prohibidos. El homicidio, el secuestro o el tráfico de seres humanos, gozan del consenso en contra: nadie argumenta a favor de nada de eso, y ese consenso sirve para su prohibición no problemática. Pero otras cuestiones como la interrupción del embarazo, la eutanasia, la prostitución o el maltrato animal no tienen, ahora mismo, ese consenso. Los valores implicados en la deliberación acerca del estatuto moral delnasciturus o de los animales no humanos, de la dignidad humana en ciertas fases terminales, de la moralidad relativa al propio cuerpo, el sexo y los negocios, etc., no son asuntos donde haya consenso. Por eso, ahí es mejor dejar libertad para que cada individuo decida, a la espera de que, algún día, a lo mejor se logre ese consenso (a favor o en contra) en base a razones poderosas que puede que hoy día no estén tan claras. La propia dignidad humana tampoco ha gozado del consenso universal del que hoy disfruta: hace siglos, la esclavitud, el comercio de personas o la violación de mujeres estaban a la orden del día, e incluso mentes brillantes podían no darse cuenta de la barbaridad que ocurría delante de ellos mismos. Aristóteles incluso justificaba la esclavitud y el machismo, y algunos de los padres fundadores de los EEUU y de su Constitución tenían esclavos, al mismo tiempo que escribían que todos los seres humanos nacemos libres e iguales.

            Después de este larguísimo repaso a las relaciones de religión, moral y Derecho, puedo decir por qué no estoy a favor de prohibir las corridas de toros o el consumo de carne: por la misma razón que no estoy de acuerdo en prohibir el aborto o la eutanasia. Porque no hay suficiente consenso para eso. En el caso del maltrato animal, añadiría: todavía. Yo espero que algún día llegue a haberlo, pero ahora mismo no lo hay. Prohibirlo sería imponer la moral animalista sobre quienes no la aceptan, igual que prohibir el aborto o la eutanasia sería imponer la moral religiosa sobre la santidad de la vida, desde la concepción hasta que Dios decida el momento de la muerte, en quienes no creen en eso.

            Por otra parte, prohibirlo tendría un efecto contraproducente en quienes no participan de esa moral animalista, y se sentirían víctimas y reprimidos. Lo que, seguramente, exacerbaría sus posiciones en vez de relajarlas. Paradójicamente, la prohibición podría echar gasolina a posturas que, posiblemente, dejadas sin más, se irían apagando ellas solas con el mero paso del tiempo. Mucho más práctico me parece intentarlo por la vía del diálogo, el ejemplo y la concienciación social sobre el maltrato animal. Cada vez, es mayor la sensibilidad hacia los animales y su sufrimiento, y posiblemente llegue un día en el que las plazas de toros, los circos con animales o el consumo de carne vayan disminuyendo simplemente por falta de demanda. Mientras tanto, la legislación puede ir adecuándose, progresivamente, a los consensos parciales que se vayan logrando, que prohíben ciertas prácticas de maltrato sobre las que sí que hay acuerdo (tirar cabras desde los campanarios, que ya no se hace, o condiciones mínimas en las formas de tratar animales en granjas, por ejemplo). Acuerdos que, más que probablemente, con el tiempo se extenderán a otras formas de maltrato y serán asumidas por todos. De la misma manera que la igualdad se fue logrando poco a poco, conforme se iba extendiendo de unos ámbitos a otros: admitir la igualdad por encima del color de piel hace más fácil extenderla por encima del sexo, la orientación sexual, la nacionalidad, etc. Y casi me atrevo a decir que con el maltrato animal pasará como con el canibalismo[1]: que algún día ni siquiera hará falta una norma que lo prohíba expresamente porque parecerá inconcebible que alguien sea capaz de hacer algo así.

            En definitiva: por ahora, en contra del maltrato animal y, aunque parezca raro, también en contra de prohibir las corridas de toros o la producción de carne.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

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