Desde el domingo de Ramos al domingo de Pascua o de Resurrección, una semana entera, España se convierte, por todos sus rincones, en una gran procesión de pasos religiosos, capirotes, cirios, velas olorosas de cera, tallas policromadas de desigual valía artística, costaleros, penitentes, ensangrentados flagelantes, rezos, saetas, cadenas o grilletes, silencios densos, faroles, música sacra, devociones sinceras y otras meramente fingidas, barrocos y estetizantes atavismos de sabor medievalizante y dieciochesco, iconolatrías múltiples y desfiles de dudosa contemporaneidad. Los españoles que no practicamos ninguna religión o los que practican otras, asistimos con respeto y resignación a este variopinto espectáculo de la fe, la tradición católica, el folklore y el negocio o marketing turístico. Lo que no es entendible es que cuando una organización laica y cívico-atea solicita permiso en la ciudad de Madrid para llevar a cabo una deambulación laica, el Ayuntamiento o la Delegada del gobierno, se lo deniegue aduciendo que es una provocación contra la mayoría de fervientes católicos. Los ateos podríamos pensar que esta ocupación de España, sus ciudades, pueblos y aldeas más remotas durante una semana, día tras día, también es una alteración-distorsión de la normalidad ciudadana, en un país cada vez más laico y menos practicante. Los muchos inconvenientes de los omnipresentes desfiles procesionales católicos no deben alterar la vida y desplazamientos de cientos de miles de ciudadanos que no participamos de estos macroeventos confesionales.
“¿Una solución laica para el conflicto palestino-israelí?” · por Federica Spotorno
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