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Primera confesión y otros pesares

ESTOS días de mayo en que proliferan las primeras comuniones, me viene a la memoria la mía. Como hoy, niñas vestidas de novias y niños de militares de la Armada, aunque a algunos nos ataviaron de padre Damián, el tiempo dirá si de modo premonitorio.

Pero mucho más que la primera comunión recuerdo la primera confesión. En ella anticipé algún espíritu científico. No sólo confesé que había dicho "hioputa", sino cuántas veces lo había hecho; calculé unas tres por día durante un año y le dije a don Juan (el cura) que se me había escapado en unas 500 ocasiones. No, no era tan malo en Mates, sino que desconocía el baremo penitencial, y, aunque con siete años aún era capaz de hablar sin "pollas", si me endilgaban un padrenuestro por cada taco… De todas formas, estaba tan arrepentido que tardé cuatro días en volver a decir aquello: cuando me mangó las estampas el Patachula, que es que era muy hioputa.

Menguaba mis recuentos, pero no me atrevía a engaños serios (con los pecados "mortales" no se juega) ni con don Juan ni con otros confesores. Éstos disponían del mejor espía posible de mis actos y pensamientos más secretos (los "inconfesables"): yo mismo. Cuando iba a sisar algo, ahí estaba el vigilante; cuando, más mayorcito, iba a darle al manubrio, ahí seguía. Era un policía de mi propio pensamiento. Y aunque era yo, es como si fuera otro: siempre me sentía observado, estaba seguro de que alguien -tal vez el mismísimo Dios- me veía y escuchaba, y conocía mis pensamientos, anhelos y sueños mejor que yo mismo. Me hacía sentirme sucio, avergonzado y muy temeroso. Y a esto ayudaban algunos curas con sus preguntitas sobre vicios que aún desconocía; yo entonces no sabía describir lo que hacían, pero ahora sí: hurgaban en los recovecos de mi alma, manoseaban mi conciencia.

Más adelante empecé a compaginar lo imposible: lo que me decían en Religión sobre ángeles, demonios, resurrecciones… con lo que aprendía en Ciencias. Hasta mucho después no supe que fui un buen aprendiz de lo que Orwell llamó el "doblepensar". Hoy me fascinan los virtuosos de esta técnica, en especial cuando se trata de científicos. Es evidente que, como yo, la aprendieron de pequeñitos, pues un adulto sin ese amaestramiento y con una formación intelectual media sería incapaz de comulgar con tales ruedas de molino; es decir, sencillamente, de comulgar ("hijo, estás tomando de verdad el cuerpo y la sangre de Cristo"). Afortunadamente para ellos, los doblepensadores adultos creen que el adoctrinamiento infantil no les marcó, pero esto es, ay, parte de la impronta.

Suelo desdeñar las quejas por el boato y el derroche de las primeras comuniones, salvo porque este sirve para comprar las voluntades infantiles. Pues lo más grave no es eso (aunque vestir a las niñas de novias también sea bastante perverso), sino el sometimiento acrítico de mentes ingenuas al dogma y la irracionalidad y, sobre todo, el asalto a las conciencias infantiles mediante la confesión. Imagínese el lector que se ideara una técnica por la que le hicieran contarle a otra persona sus más ocultas intimidades. ¿No le repugnaría, no sería un atentado inadmisible? Pues ahora repare en que esto es justo lo que se hace con las personas más inermes frente a ese allanamiento de conciencia, a las que se convence de que la confesión es necesaria para ponerse en paz con Dios y "salvarse". ¿Cómo calificar esto, sino como abuso mental infantil?

Aunque había precedentes, la confesión privada obligatoria no fue instaurada hasta el IV Concilio de Letrán (1215). ¡Qué extraordinaria herramienta de conocimiento y, por tanto, de control social y personal! Desde los confesores reales a los de los más remotos pueblos, la Iglesia católica ha contado con los mejores espías y consejeros/instigadores imaginables. Para los hijos de confesión, el gran chollo es, a veces, la exculpación gratuita: a un cargo público hioputa le absuelven sus faltas en privado y se exime de rendir cuentas en público. Pero para mí lo peor sigue siendo esto: la libertad de pensamiento y de conciencia, dulcemente violada en los más indefensos, los niños.

Mientras el adoctrinamiento catequético -en la parroquia o en la escuela- puede perjudicar la racionalidad y la moralidad de los niños, la confesión ataca el corazón de su libertad más profunda y sagrada. La tradición dificulta que se aprecie, pero ¿no se debería hacer justo lo contrario, educar a los niños en la defensa de su libertad más íntima, de su derecho a mantener inexpugnables los sentimientos, deseos y pensamientos que consideren? Ninguna fe, ninguna tradición, deben conceder una coartada a la transgresión de derechos de la infancia. Sin embargo, junto al adoctrinamiento infantil, las primeras confesiones son las primeras concesiones.

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