En mis primeros años escolares tuve la poca fortuna de conocer la separación de géneros producto de la intransigencia religiosa que seguía muy vigente en los últimos años del franquismo. Recuerdo aquellas clases sólo de niñas, presididas por aquella maestra adoctrinada en el nacional-catolicismo que se esmeraba en formar a futuras mujeres beatas, anodinas expertas en costura y “sus labores”, diestras en aplacar con bordados, puntos de cruz y vainicas sus inquietudes vitales, y con una concepción monolítica, gris y cuadriculada del mundo y de la vida.
Me vienen a la mente los miedos que se fomentaban sobre los integrantes del sexo opuesto. Crecíamos muchas niñas pensando que los chicos eran poco menos que bárbaros despiadados que disfrutaban dándonos patadas y tirándonos de las coletas a la menor ocasión. Me viene también a la mente el primer chico al que supuestamente gusté (según mis compañeras), del que tenía que salir corriendo despavorida porque mostraba su supuesto afecto poniéndose colorado y lanzándome pedradas que, afortunadamente para mi integridad física, casi siempre conseguía esquivar.
Y me vienen estos añejos recuerdos a la mente a raíz de una noticia que, la verdad, no me sorprende en absoluto, pero me indigna como ciudadana convencida de que la segregación sexista y de cualquier tipo forma parte de un corpus ideológico retrógrado propio de un pasado que debería estar más que superado. Me refiero a la reciente cesión, por parte de la Comunidad de Madrid, de 15.000 metros cuadrados de suelo en Arroyomolinos al Opus Dei; suelo destinado para un colegio concertado en el que niños y niñas estudiarán por separado, por el módico precio, por cierto, de 170 euros mensuales por alumno.
La razón que esgrimen los responsables de esta operación económico-política para separar a los alumnos por sexo es “que las niñas maduran antes que los varones” y “…que en centros mixtos suelen presentarse más problemas de falta de motivación, frustración, ansiedad e incluso agresividad”. Ignoro las fuentes en que se basan tan absurdas afirmaciones, aunque es de imaginar que emanan de gentes desmotivadas, frustradas, ansiosas e, incluso, agresivas, probablemente por haber vivido a lo largo de su vida represiones y segregaciones varias.
Desde una perspectiva pedagógica es un absurdo descomunal discriminar a los alumnos por sexos en los centros escolares. De un lado supone una desigualdad inicial de acceso a la educación y a la cultura, de otro se niega la convivencia y la interacción de chicos y chicas en el ámbito del aprendizaje académico. Y de otro lado significa el desprecio a la educación en la igualdad de oportunidades y derechos entre hombres y mujeres, en la igualdad de trato y en la no discriminación. Es decir, un verdadero disparate que ataca las libertades fundamentales, disparate entendible en la edad de las cavernas, pero impensable en el siglo XXI.
No es menos disparatado el asunto si lo observamos desde el ámbito de la psicología. Separar a niños y niñas es negarles la posibilidad de compartir aprendizajes y vivencias en un contexto de igualdad que les induzca al conocimiento y al respeto de las personas del sexo contrario, asumiendo en positivo tanto semejanzas como diferencias. Es alentar la desigualdad social, y es alimentar una mentalidad arcaica que pretende alienar a los ciudadanos en roles sociales y emocionales específicos que les alejan de una visión universal, fraternal y solidaria del mundo.
Por otro lado, separar a hombres y mujeres desde la infancia es, en definitiva, una clara vulneración a los derechos humanos y una manera de impulsar y propagar los prejuicios sexistas, que son la raíz y el trasfondo principal de la violencia de género, tan utilizada en su beneficio por los mismos que la propagan.
Como es lo habitual, los esfuerzos de la Iglesia y sus ámbitos afines suelen ir encaminados a alejar a los seres humanos de la convivencia natural, del disfrute de la biodiversidad, de la alegría de sentir la vida en toda su riqueza y hermosa complejidad; y, en definitiva a constreñir la libertad y la felicidad humana. Los que gustan de justificar sus posturas retrógradas en base a la espiritualidad deberían percatarse de que lo verdaderamente espiritual no nos aleja de la realidad y de la vida, sino que nos acerca sanamente a ella.
Sea como fuere, cada quién es muy libre de educar a sus hijos en las ideas que considere; lo inadmisible es que una educación discriminatoria y contraria a los derechos humanos más básicos sea financiada con dinero público.
Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica