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Posibilidades divinas

Esta excéntrica más que periférica zona peninsular en la que habita el firmante llegan noticias, confusas, sobre esos dos autobuses de transporte urbano de los que ya disfrutan o disfrutarán los barceloneses. Dicen que uno de ellos luce un cartel en el que se aconseja tranquilidad y despreocupación, pues Dios no existe y mejor dedicarse a disfrutar un poco de la vida. Aseguran las noticias que el otro afirmará, solemne, todo lo contrario, y que mejor vivirla en Cristo, o algo así. No está mal para empezar. Pepsi y Coca-cola se las han visto peores.
Afirman también las noticias que llegan hasta aquí que muchos usuarios han anunciado ya su intención de no subir nunca jamás al autobús considerado blasfemo, el autobús de los ateos. El piadoso todavía no ha sido declarado como tal, ni como blasfemo, ni siquiera como herético. Habrá que esperar a ver qué opinan algunos musulmanes que viven en el Raval. En ese momento y circunstancia la cosa devendrá más complicada. Por ahora habrá que esperar hasta llegar ahí. No se preocupen, todo se andará.

DE MOMENTO, si esos autobuses tienen un número adjudicado, como sucede en casi todo el mundo, y si ese número corresponde a un trayecto concreto e inalterable, adjudicado a una línea de recorrido fijo y cotidiano, ya se puede ir pensando en la aparición del usuario que no vaya a ningún sitio. "Oiga –avisará, sonriente y educado, el usuario desertor al conductor del autobús en cuestión mientras asoma su martirial y orgullosa cabecita por la puerta de acceso al interior–, avise en la oficina X de que hoy no voy a trabajar". O bien dirá: "Dígales que me retraso hasta que venga otro autobús menos sacrílego".
Como esto sucederá a menudo, estaría bien que a este tipo de viajeros les colocasen un distintivo y una numeración ad hoc, de manera que entre el conductor y un ayudante pudiesen ir tomando nota, según llegasen a cada parada, de los usuarios disidentes y de los destinos frustrados, de forma que, desde unas centralitas telefónicas ina- lámbricas, instaladas en la parte trasera del vehículo, personal altamente cualificado pudiese a su vez ir dando aviso a los correspondientes lugares de trabajo de las ausencias o retrasos del día.
Como no habría tantos viajeros como antes, sobraría sitio para este tipo de nuevos empleados que, sin duda alguna y según fuese aumentando el número de autobuses adornados de leyendas deístas y ateas, musulmanas y judías, ayudarían a mitigar notablemente el índice de paro. Con este mismo objeto de rebajar el número de parados, se podrían habilitar pagadores de nóminas a fin de mes de los nuevos empleados, según las distintas opciones religiosas a las que se acogiesen, asesores matrimoniales para ligones/as de parada de autobús urbano o denunciadores de observadores de zanjas en la vía pú- blica abiertas como consecuencia de los lanzamientos habidos de un au- tobús a otro. Y así hasta la náusea.
Es de esperar que, en correspondencia justa, el autobús que viaje o viajará en Cristo, que no encristecido –perdonen el chistecito–, se vea rechazado por los ateos recalcitrantes que, ya puestos, en vez de renunciar a él y quedarse en la parada, decidirán trasladarse a algún otro lugar, en otro autobús cualquiera, por aquello de que hay que aprovechar la vida. "Como no voy a la Diagonal, puede usted dejarme en el puerto", advertirán a la tripulación del nuevo autobús, que todavía deberá estar mucho mejor cualificada, pues tendrá que avisar de adónde no van los viajeros y en dónde los depositan con la correspondiente bolsa de merienda, la duda del retorno y, ustedes perdonen, el viático correspondiente en el que se prevea ya la aparición del autobús contrario a efectos de retorno. "He dejado a tres en el Zoo, dos en el Tibidabo y cuatro en el Nou Camp con intención de asistir a los entrenamientos", tendrían que avisar los nuevos empleados de la empresa de autobuses por la centralita telefónica, de vez en cuando, y sin que aún podamos determinar exactamente a quién.

EN DÍAS DE Navidad o de otras fiestas gozosas, se podrá prever, por ejemplo, que, llegado el momento en que los dos autobuses se crucen, los viajeros de uno y otro se lancen serpentinas y confetis, mientras cantan alborozados lo de paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. ¡Ah, qué maravilla! No hay como vivir en una sociedad avanzada. En cambio, la previsión de lo que podría suceder en los días normales se deja a la imaginación del amable lector dispuesto a imaginarse cualquier barbaridad, ocurrencia extrema o incluso la posibilidad de conversiones, pues, uno y otro, podrían ir atronando el aire con las místicas y elocuentes intervenciones de los más dicharacheros de sus ocupantes respectivos.
La cosa se podría ir animando con autobuses para culés y periquitos, por ejemplo, amén de que otras confesiones religiosas podrían reclamar su propia línea publicitaria y disfrutar de autobuses pseudozen dotados de jardines como el Ryouanji de Kyoto, adornados no con 15, sino con 51 adoquines, pues, al ser más bien escaso por aquí el número de sus practicantes, el autobús dispondría de espacio para esta y aun para otras excentricidades y, en caso de no tener piedras a mano, qué coño, pues se los podrían ir tirando.

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