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Representación de "La última cena" como emblema de los Juegos Olímpicos. X

Por supuesto que no parodiamos el islam · por Israel Merino

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En mi visión del apocalipsis vi así a los caballos y sus jinetes: tenían corazas de fuego, jacinto y azufre; las cabezas de los caballos eran como de león y de sus bocas salía fuego, humo y un victimismo barato en dirección al recinto olímpico de París. Era la tarde del 26 de julio, y los Guardeses de Occidente no podían dejar pasar semejante ofensa, hereje y marica.

Todas las audiencias del mundo reventaron el viernes gracias a la ceremonia de inauguración de París 2024, pero hubo un grupo de pseudocatólicos con aspiraciones militaristas que apuntaron sus gritos al cielo –quizá deberían haberlo hecho más hacia abajo– por considerar una ofensa o parodia lo que allí sucedió.

Obviando que no fue ninguna de esas cosas, sino una apropiación artística de símbolos e imaginarios –en el titular he puesto «parodiamos» por pura estética, no me juzguen–, como cada vez que pasa algo similar, el fantasma que lleva grabado aquel lema de «Con Mahoma no os atrevéis» volvió a recorrer las redes sociales y diarios de derechas como el alma en pena de Caín tras asesinar a su hermano.

Siempre que pasa algo así y hay una apropiación estética del catolicismo, se saca la misma banderita de las matanzas del yihadismo en París tras aquellas portadas del Charlie Hebdo. Es cierto, no nos engañemos, que en el arte occidental todas las referencias religiosas suelen ir hacia el mismo lado, el del cristianismo, algo que para el pseudocatolicismo mediocre poseído por la paranoia estadounidense es culpa del pavor a que un terrorista islámico nos mate frente a un trípode y una cámara, sin embargo, no entienden que todo es mucho más sencillo: elegimos robar la estética católica porque es la que nos ha atravesado la vida.

Es lógico que yo, que nací en un pueblo oscuro de Castilla donde la mayoría de las calles tienen referencias a vírgenes y santos, use la simbología y la narrativa de la religión católica para dar forma a mis ideas, pues es la que ha atravesado mi alma cual espada ardiente desde que era niño; es obvio que en Occidente, donde nos referimos a los traidores como «judas» y nos imaginamos nuestras muertes con nuestros dos apellidos grabados en una misma lápida bajo una cruz gris, recurramos a la estética y el imaginario popular del cristianismo. Es esta religión la que nos atraviesa, remueve y contradice –para bien o para mal– porque es en nombre de ella en la que nuestras abuelas se vestían de negro cuando moría algún familiar; es en el Dios que dibuja el catolicismo, el que posee el Misterio de la Santísima Trinidad, en el que pensamos cuando dudamos de si existe algo más que la vida y es él –o Él– de quien renegamos cuando todo sale mal.

Nos hemos criado con la estética católica y hemos despedido a nuestros muertos en sus templos; es más que lógico que lo que realmente nos conmueva, por mucho que conozcamos los mitos y dogmas del islam, sea todo lo relacionado con la Iglesia Católica: conozco perfectamente el Viaje Nocturno de Mahoma a los cielos, pero a mí lo que realmente me atraviesa el corazón es la historia de Cristo moviendo la piedra del Santo Sepulcro y enseñándole sus heridas abiertas al apóstol Tomás. ¿Esto significa que el Viaje Nocturno es menos bello o incluso menos parodiable? No, significa que he visto miles de representaciones de la tumba de Jesús desde crío y que es su imagen la que me viene al alma para emocionarme cada vez que pienso en la resurrección, sea o no creyente.

Es natural que usemos en el arte los símbolos e imágenes que tenemos grabados en la retina desde niños, pues son los que nos remueven y atraviesan en las noches que el sueño huye y todo es demasiado negro. De hecho, el primer párrafo de esta columna no es mío –no del todo, al menos–, sino de Apocalipsis, el último libro de la Biblia. ¿Es una herejía o falta de respeto lo que he hecho? No, es solo que quiero imitar un texto que me perturba desde incluso antes de saber qué eran las Olimpiadas.

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