En el artículo 1 de la gran Ley Republicana del 9 de diciembre de 1905, Francia decide concebir y organizar a la República bajo la premisa de una separación entre la iglesia y el Estado. El laicismo no es un producto del imaginario de algunos humanistas, mas representa la voluntad del “vivre ensemble” (vivir juntos) que les ha permitido convertirse en una sociedad plural, respetuosa de las diferencias culturales, religiosas e ideológicas de todos sus ciudadanos.
El laicismo es el valor fundamental de la República y es la frontera que separa a los ciudadanos libres, del peligro que las ideologías convierten en una condena. El laicismo es la libertad de conciencia, la igualdad de derecho que defiende de la discriminación y una sociedad fraterna e independiente de las ideologías. ¿Adónde queda la libertad, la igualdad y la fraternidad sin el laicismo?
Las credenciales del éxito de este principio republicano son muchas. El analfabetismo alcanza a solo 1% de la población total de Francia; la educación es obligatoria, gratuita e incluso nos abren las puertas a muchos extranjeros que, en algún momento, aspiramos formarnos en el país de Moliere, de Baudelaire, de Napoleón, de Marie Curie y de tantos otros personajes de la historia universal. El impacto social de la Revolución del 14 de julio de 1789 fue tan grande, que 203 años después, implicó incluso la firma del Acuerdo de Paz que en 1992 acabó con el conflicto social armado de El Salvador.
Incluso nuestra Constitución salvadoreña es casi un facsímil de las leyes que Bonaparte introdujera hace 2 siglos y es por eso la relevancia que tiene la laicidad en nuestro día a día.
Las más grandes guerras han sido producto de la intolerancia que las diferencias ideológicas causaron en nuestras sociedades. El desorden de nuestras ciudades, la violencia y todos los salvadoreños asesinados son el resultado de la falta de fraternidad manifiesta en nuestras calles.
Incluso, el llamado por ciertos voceros a impedir el respeto del laicismo es por olvidar que todos somos iguales y que favorecer a una religión es desfavorecer a todas las demás. La República no tiene dioses ni santos, la República tiene normas, valores y leyes para que todos podamos ser quienes somos sin miedo a ser perseguidos o juzgados en función de nuestras creencias. La dicotomía entre nuestro lema como país (Dios Unión Libertad) y nuestra ley laica es prueba de la dualidad moral política que nos ha gobernado siempre.
La escuela tiene por noble misión de permitir la vida en comunidad, en paz, y en respeto de todas las diferencias que nos hacen un país plural. Cuidar la neutralidad de la escuela es entonces una responsabilidad del Estado, para defender los valores que rigen a la República.
La escuela por su principio formador, tiene la obligación de dar las herramientas intelectuales a los niños y adolescentes, que les permitan sin importar sus orígenes, sus convicciones o las de sus padres, convertirse en ciudadanos comprometidos con los valores, la voluntad y los sueños que sostienen a la República.
La permanencia del derecho universal de profesar nuestras creencias, de ser quiénes somos y de vivir en paz, depende de la defensa que como ciudadanos hagamos del laicismo. Por ende, siendo la escuela la piedra angular de la República, debe mantenerse alejada de que signos religiosos, políticos y culturales laceren, poco a poco, la universalidad de la igualdad. Por respeto a la diversidad, respetemos la laicidad.