En medio de debates sobre laicidad en los que tiene que decidir la Corte, la semana pasada quiso entronizarse una imagen de Jesús en el edificio de Justicia.
Toda constitución tiene una letra y un espíritu. La de nuestra provincia también. Por lo general, la letra expresa el espíritu de manera diáfana, transparente, categórica. Pero a veces, ella es demasiado escueta, y no lo suficientemente clara. ¿Qué hacer en tales casos para desentrañar el espíritu? La respuesta es sencilla: ir a las fuentes.
¿Cuáles son exactamente las fuentes? La convención constituyente, es decir, la asamblea de los representantes del pueblo que tuvo a su cargo, en su momento, la tarea de elaborar la constitución. La ley fundamental es un producto, y para comprender adecuadamente un producto siempre hay que conocer bien el proceso, en este caso, la convención constituyente.
Afirmo que la Constitución de Mendoza es laica, es decir, aconfesional o neutral en materia religiosa. Este artículo pretende explicar por qué. El asunto no es menor: en estos últimos días, la relación Iglesia-Estado ha vuelto a estar por enésima vez en la agenda pública. La Suprema Corte de Justicia de Mendoza tenía previsto realizar, el pasado jueves 29 de mayo, una ceremonia para entronizar en su propia sede el cuadro “Jesús Misericordioso” que le donara una orden religiosa. De yapa, el acto iba a contar con la presencia del mismísimo Mons. Franzini, máxima autoridad de la arquidiócesis. Pero a raíz del fuerte reclamo de los sectores laicistas y progresistas de la sociedad civil, y de la gran repercusión mediática que tuvo, la Suprema Corte desistió de realizar la ceremonia.
Tanto impacto público se explica no sólo por la gravedad y el anacronismo del hecho en sí (vulneración flagrante de la laicidad del Estado provincial en pleno siglo XXI), sino también por las circunstancias: la Corte Suprema debe expedirse en el corto y mediano plazo en relación a
varios reclamos de laicidad, o que indirectamente atañen a ella: el recurso de amparo de la APDH-San Rafael (inconstitucionalidad de las conmemoraciones religiosas del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen en los colegios estatales), la Campaña Nacional a favor de la Neutralidad Religiosa del Poder Judicial (retiro de íconos católicos de las salas de audiencia) y la indemnización que debe pagar el Arzobispado de Mendoza por violar el derecho constitucional a la información de las víctimas de abuso sexual. Que justamente en este contexto tan particular y delicado, el máximo tribunal de nuestra provincia tuviera previsto llevar a cabo una ceremonia religiosa de entronización con la presencia del arzobispo, se prestaba, lógicamente, a todo tipo de suspicacias y especulaciones.
Que para nuestra ley fundamental provincial la educación pública es laica, no admite ninguna discusión (aunque la DGE y algunos estamentos del Poder Judicial y el Ministerio Público prefieran olvidarlo). Su art. 212 lo dice taxativamente. Pero, al margen de la educación pública, ¿qué dice la letra de la constitución mendocina sobre la laicidad del Estado provincial in totum, globalmente considerado? Expresamente, nada.
¿Consagra entonces su confesionalidad? No, en absoluto. La carta magna de Mendoza, a diferencia de la santafesina, no incluye ningún artículo que proclame al catolicismo como religión oficial. Tampoco incluye ninguno que imponga a la Provincia la carga de cooperar con la Nación
en el sostenimiento (financiamiento) del culto católico, algo que sí hacen –por desgracia– otras constituciones provinciales, como la bonaerense y la salteña. Ni siquiera contiene un pronunciamiento simbólico sobre la importancia de la tradición católica en la conformación de la identidad provincial, en contraste con las constituciones de Río Negro y Tierra del Fuego.
A primera vista, pues, la ley fundamental de Mendoza no tendría ninguna posición definida con respecto a las relaciones Iglesia-Estado. Vale decir, no sería ni confesional ni aconfesional.
Pero la Constitución de Mendoza, además de consagrar la laicidad de la enseñanza estatal, garantiza expresamente la libertad de conciencia y culto, así como también la igualdad de trato, derechos humanos íntimamente ligados con el principio de neutralidad religiosa del Estado. ¿Acaso puede haber laicidad efectiva sin ellos? ¿O pueden ellos tener vigencia real si la primera no los ampara? La respuesta es negativa. Pero esta posición ya la he fundamentado en otras ocasiones, y el presente artículo apunta a otro propósito, que es –reitero– el de determinar si nuestra carta magna es o no laica.
En la reforma constitucional de 1900, durante la gobernación de Jacinto Álvarez, se estableció la laicidad escolar de la enseñanza pública (art. 118), disposición que no hizo otra cosa más que ratificar la política educativa laicista impulsada a fines del siglo XIX por Emilio Civit,(i) primero como ministro preponderante del gabinete de Francisco Moyano, y luego como gobernador. En efecto, allá por 1895 ya se había concretado el reemplazo de la asignatura de religión por la de agricultura en el plan de estudios de las escuelas estatales; y en 1897, dicho cambio curricular había quedado refrendado con la sanción de la ley nº 37 de educación común –piedra angular de nuestro sistema educativo provincial–, uno de cuyos artículos prescribía la aconfesionalidad de la enseñanza pública.
En la reforma constitucional de 1910, apadrinada por Civit –quien había sido reelecto como gobernador–, se suprimió el artículo que establecía el sostenimiento estatal al culto católico. ¿Acaso esta supresión no significaba reconocer implícitamente la neutralidad religiosa del Estado provincial? Esta pregunta quedará respondida en breve.
Llegamos así a la gran reforma constitucional de 1916, cuyo texto, con algunas enmiendas parciales posteriores –y tras varias discontinuidades que aquí no viene a colación detallar–, sigue rigiendo al día de hoy. La convención que la elaboró, inició sus sesiones en febrero de 1915, y doce meses después le daría sanción. Tres fuerzas políticas participaron de los debates: el Partido Popular, que nucleaba a todo el arco variopinto del liberalismo conservador, y que detentaba la mayoría de los escaños; la UCR no lencinista, primera minoría; y el Partido Socialista, segunda minoría.
Cuando la Convención inició el tratamiento del art. 6, referido a la libertad de conciencia y culto, el socialista Ramón Morey propuso un agregado que prohibiera explícitamente cualquier cooperación de la Provincia con la Nación en lo que respecta al sostenimiento fiscal del culto
católico. Morey, con muy buen tino, fundamentó su propuesta en la necesidad de llevar la laicización del Estado provincial hasta su culminación (necesidad que –dicho sea de paso– ya lo había impulsado a sugerir, infructuosamente, que se eliminara la invocación a Dios del preámbulo).
Julián Barraquero, en representación del Partido Popular, se manifestó en desacuerdo, alegando que bastaba con que dicha cooperación no tuviese carácter de obligación; avance que ya se había conseguido con la reforma constitucional de 1910, que había eliminado el artículo sobre sostenimiento. Para el jurista liberal, había que dejar abierta la ventana para que la Legislatura, de juzgarlo conducente al «interés general», pudiese aprobar subvenciones destinadas a obras religiosas de beneficencia, católicas o de cualquier otro credo.
Lamentablemente, la posición que prevaleció fue la de Barraquero. Sin embargo, este convencional, antes de la votación, había manifestado claramente: “Nosotros no protegemos por esta Constitución a ningún culto; al contrario, queremos excluir toda cuestión religiosa”. Barraquero argumentó que el reconocimiento de la libertad de conciencia y culto a todos los habitantes de Mendoza, unido a la ausencia de un artículo que prescriba la confesionalidad del Estado provincial o su deber de cooperar al sostenimiento del culto católico, implicaba –como bien lo ha explicado un destacado experto en la materia–(ii) que todos los credos religiosos están en pie de igualdad, es decir, que ninguno goza de trato preferencial de iure por parte de la autoridad pública.
Por lo demás, la inspiración laicista de la Constitución del ’16 también se evidencia en su art. 212, inc. 1, que reafirmó la laicidad escolar introducida en la reforma de 1900 y preservada en la de 1910, en ambos casos dentro del art. 118. En cuanto a la invocación teísta del preámbulo, si bien no se condice plenamente con una concepción pluralista (no contempla a las personas agnósticas, ateas y de religiosidad no teísta), carece de todos modos de implicancias confesionales, ya que la idea de Dios no es en absoluto privativa del catolicismo romano (la mayoría de las religiones la
comparte).(iii)
Todos los convencionales de 1915-16, más allá de las diferencias antes apuntadas, estuvieron de acuerdo en que el Estado provincial mendocino ya era laico o aconfesional desde la reforma de 1910, y que debía seguir siéndolo con la nueva carta magna. Nadie, dentro de la Convención, levantó la voz para reclamar un estatus jurídico de «preeminencia» (privilegio) en beneficio de la Iglesia católica. Nadie.
No hay por qué sorprenderse: Mendoza era una de las provincias más laicas del país. Su generación del 80, aun con limitaciones ideológicas y contradicciones políticas, descolló como pocas en la brega por la separación entre Iglesia y Estado.(iv) Emilio Civit, Agustín Álvarez, Adolfo Calle, Julio Leónidas Aguirre y muchos otros nombres rutilantes así lo demuestran. Además, nuestra provincia contaba por aquellos años con el movimiento socialista más pujante del Interior del país, y uno de los más anticlericales;(v) al mismo tiempo que sobresalía por su magisterio progresista, marcado a fuego como pocos por el normalismo, una pedagogía que, más allá de todos sus bemoles, poseía una fuerte impronta laica.(vi)
En Mendoza, la hegemonía cultural del clericalismo es un fenómeno relativamente tardío. Recién a mediados de la década del ’30, cuando la facción azul del Partido Demócrata desplaza del poder a la facción blanca, aparecen los primeros indicios de su afianzamiento. Y sólo después del golpe
militar y la intervención federal del ’43, consigue imponerse con claridad, alcanzando su apogeo hacia 1950, en tiempos del primer peronismo.(vii)
Ojalá que la Suprema Corte de Justicia de Mendoza, al momento de tener que pronunciarse sobre los importantes reclamos antes mencionados, tenga muy presente la historia constitucional provincial: la introducción del principio de laicidad escolar en 1900, la supresión –a instancias de Emilio Civit– del sostenimiento al culto católico en 1910 y el gran debate Morey-Barraquero de 1916. Si lo hace, tendrá perfectamente claro que la ley fundamental de Mendoza, aunque no es explícitamente laica en su letra, lo es categóricamente en su espíritu.
Notas:
i) Emilio Civit ya había dado pruebas de sus firmes convicciones laicistas durante su desempeño como legislador en el Congreso Nacional. Además de ser uno de los principales oradores del histórico debate parlamentario que precedió a la sanción de la ley 1420 de educación común –debate en el cual defendió con notable lucidez y elocuencia la necesidad de eliminar la enseñanza religiosa en la educación pública–, también apoyó el matrimonio civil, la supresión de los subsidios estatales a los seminarios conciliares y la creación del Registro Civil.
ii) Egües, Carlos A., Historia constitucional de Mendoza: los procesos de reforma. Mendoza, Ediunc, 2008, pp. 81-82.
iii) Un ejemplo de preámbulo constitucional con una invocación teísta de tono confesional es el de Irlanda: “En nombre de la Santísima Trinidad, de quien procede toda autoridad y a quien revierten como destino último todas las acciones tanto de los Estados como de los hombres” y “en humilde reconocimiento de todas nuestras obligaciones con Nuestro Señor Jesucristo, que mantuvo a nuestros padres durante siglos de pruebas”. Otro caso es el de Arabia Saudita, que poniendo los puntos sobre las íes, estipula: “El Reino de Arabia Saudita es un Estado soberano árabe-islámico cuya religión es el Islam. El Libro de Dios y la Sunna de Su Profeta –las oraciones de Dios y la paz sean sobre él– son su Constitución”. Salta a la vista, pues, la gran diferencia que existe entre este tipo de invocaciones teístas confesionales y la invocación teísta genérica de la Constitución Nacional Argentina y las constituciones provinciales inspiradas en ella, incluyendo la de Mendoza.
iv) Cfr. Lacoste, Pablo, La generación del ‘80 en Mendoza (1880-1905). Mendoza, Ediunc, 1995, pp. 89-115. No obstante, la tradición laica en Mendoza se remonta mucho más atrás en el tiempo. En 1873-76, durante las gobernaciones de Arístides Villanueva y Francisco Civit, la élite liberal había impulsado la supresión del régimen de capellanías; y en 1867, siendo gobernador Nicolás Villanueva, la secularización del registro de nacimientos, casamientos y defunciones; políticas ambas que desataron la oposición furibunda de los sectores clericales. Si nos retrotraemos más aún, cabría destacar, por ej., la posición laicista de los dos convencionales por Mendoza –Martín Zapata y Agustín Delgado– en la asamblea nacional constituyente de 1852-53; así como también, durante el decenio rivadaviano de 1820, la estadía del intelectual y periodista puntano Juan Crisóstomo Lafinur, la gran polémica en torno a la Carta de Mayo sanjuanina y la defensa entusiasta de la tolerancia religiosa por parte de la juventud ilustrada y sus órganos de prensa.
v) Cfr. Lacoste, Pablo, El socialismo en Mendoza y en la Argentina (vols. 1 y 2). Bs. As., CEAL, 1993.
vi) Cfr. Roig, Arturo A., Mendoza en sus letras y sus ideas (2ª parte). Godoy Cruz, Ediciones Culturales de Mendoza, 2009, pp. 243-349.
vii) En nuestra provincia, el proceso autoritario que el historiador Loris Zanatta ha denominado “clericalización de la vida pública”, se produce –más allá de algunos antecedentes puntuales durante el período 1935-43– entre el ascenso al poder del GOU manu militari en junio de 1943 y la eclosión del conflicto entre Perón y la Iglesia a fines de 1954. Es en ese decenio cuando –por ej.– se introduce la enseñanza religiosa en los colegios públicos, se instituyen patronazgos marianos y de santos dentro del ámbito estatal, se diluye totalmente la línea divisoria entre el calendario de
actos cívicos y el santoral, se lleva a cabo una cruzada de catolización de la memoria histórica y el panteón de próceres, y se difunde la práctica de entronizar íconos católicos (crucifijos con la figura de Jesús, altares a la Virgen o a los santos) en los espacios públicos, las sedes de los poderes del Estado y las reparticiones oficiales.
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