Estas palabras discretas y formales con las que Joseph Ratzinger ha dado a conocer que el 28 de este mes dejará de ser Benedicto XVI, se ha convertido en gran acontecimiento periodístico. Medios digitales, escritos, radios, televisiones y, por supuesto, las redes sociales, han modificado su agenda para dar prioridad a lo relacionado con la renuncia del Papa, cualquiera que sea la línea editorial de esos medios y el perfil sociológico de su público.
Que el paso al retiro voluntario del Jefe del Estado Vaticano despierte un interés y curiosidad notablemente superior a la reciente abdicación de la reina Beatriz de los Países Bajos o a la dimisión de un presidente de la República de Alemania o Francia, es consecuencia de las características exclusivas que conforman la figura del Santo Padre.
No solo católicos y cristianos en general, sino la mayoría social que se considera agnóstica y vive ajena a la religión, presta atención a un asunto como éste por dos motivos. Por su carácter de noticia súbita, pues hacía siglos que un Papa no renunciaba al cargo, y por tratarse de una autoridad diferente a todas las demás en virtud de su consideración dentro de la Iglesia: es considerado Vicario (representante) de Cristo en la Tierra y es infalible (no puede equivocarse), aunque solo cuando proclama un dogma en materia de fe o de moral.
También contribuye a la atracción de la figura de quien recibe tratamiento de Su Santidad, que se trata del gobernante de la única institución universal, sin fronteras y capaz de conectar con la intimidad y las conciencias de sus millones de fieles repartidos por todo el mundo. Y por último, el carisma popular que puede alcanzar una figura de esas características en pleno siglo XXI, manteniendo unas formas y apariencias que configuran la magia y el ceremonial de las religiones, particularmente de la Iglesia Católica.
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