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Por no haber no hubo ni pesebre

En el nacimiento de Jesús no sólo no hubo ni mula ni buey, como ha afirmado el papa Benedicto XVI, en un gesto de progresismo bíblico. Por no haber no hubo ni pesebre.

Jesús ni siquiera nació en Belén. Por ello el Papa se ha quedado corto.

Hoy se sabe que en aquel tiempo en que Jesús nació, no hubo ningún empadronamiento en Belén, que fue siempre el motivo alegado para defender que Jesús había nacido allí ya que las familias tuvieron que ir a empadronarse a aquella ciudad.

El motivo de fondo alegado por la teología tradicional era que Jesús tenía que nacer en Belén ya que allí naciera el Rey David, y Jesús tenía que ser de sangre real, no hijo de un sencillo albañil y de una mujer quizás analfabeta.
Y así inventaron lo del empadronamiento.

Si Jesús no nació en Belén, ni en un pesebre, tampoco hubo fuga a Egipto, ni matanza de inocentes a manos de Herodes. ¿Y entonces, las reliquias veneradas aún hoy en Roma de las pajas del pesebre de Jesús y de las gotas de leche de su madre María?

Jesús nació en Nazareth. A los judíos de su tiempo se les llamaba o por el nombre del padre o por el de la ciudad de nacimiento. Y ni una sola vez los evangelios canónicos hablan de “Jesús de Belén” y sí de “Jesús de Nazareth”, como hasta el Papa Ratzinger le llama en su libro.

Es curioso que los papas, de vez en cuando, lanzan una china de progresismo, con verdades siempre a mitad, por miedo a escandalizar a los que ellos llaman “los fieles sencillos”.

Juan Pablo II, cuando fue promulgado el nuevo Catecismo Universal elaborado después del Concilio, eliminó de él el limbo de los niños muertos sin bautismo. No dio explicaciones. Quedaron sólo el purgatorio y el infierno.

Se dijo entonces que el papa polaco lo hizo porque llevaba desde niño una espina en su corazón: su madre había dado a luz a una hija muerta, que hubiera sido su hermana. Al no poder ser bautizada ni fue enterrada. Fue arrojada a la basura ya que sus padres eran muy católicos.

Llegado al trono de Pedro, el papa Wojtyla se tomó su pequeña venganza teológica eliminando el limbo que tantas lágrimas habían causado a lo largo de los siglos a miles de madres cristianas que perdieron a sus pequeños antes de ser bautizados.

La Iglesia antigua había inventado el limbo porque no sabía qué hacer con los niños muertos sin bautismo, y por tanto con el pecado original. No podían ir al cielo, pero tampoco al infierno, pobres criaturas. Y así surgió la idea peregrina, sin la más mínima base bíblica ni teológica, de que tenía que existir un lugar para ellos donde no gozaran de Dios, pero tampoco sufrieran con su ausencia, como en el purgatorio.

Antes de morir, Juan Pablo II dio un paso más y se cargó también prácticamente el infierno al afirmar que no era “un lugar físico” como se había sostenido durante siglos, sino un “estado de ánimo”. ¿Y los demonios con sus calderas de azufre hirviendo? ¿Y los tormentos del fuego? Y si el infierno no era ya un lugar físico, menos lo sería el purgatorio.

Ha quedado, por ahora, sólo el cielo. ¿Hasta cuando? Por lo pronto tampoco puede ser un lugar físico de ríos de leche y miel, de músicas de violines y visiones beatíficas de la cara de Dios. ¿Qué será?

En otra ocasión el mismo papa polaco sorprendió durante una audiencia en San Pedro, cerca de la Navidad, al afirmar que la Iglesia “no sabía ni el día ni el mes ni el año en que había nacido Jesús”.

¿Y entonces la Nochebuena el 25 de diciembre? Se preguntaban los fieles. La Iglesia había escogido aquella fecha porque en ella se celebraban las bacanales de la fiesta del Sol entre los paganos, cristianizándola para siempre.

El papa meteorito Juan Pablo I, que disfrutó sólo de 30 días de pontificado tras morir de forma misteriosa, había también sorprendido al declarar que Dios no era sólo hombre sino también mujer, no sólo padre sino también madre. Y el diario vaticano, L´ Osservatore Romano, censuró sus palabras.

Hay quién asegura que en la Iglesia una verdad es la herejía pronunciada por un teólogo progresista, antes de defenderla el papa.

Por lo que se refiere al infierno, un lugar, según la Iglesia, de castigo eterno, sin retorno, ya los teólogos antes de que el papa Wojtyla lo vaciara de contenido, afirmaban que o existía él o existía Dios, ya que ambos eran inconciliables.

Ningún padre o madre de la tierra, por severos que sean, condenaría, en efecto, al hijo más criminal a un castigo eterno, sin posibilidades de vuelta atrás. Hasta las leyes humanas han abolido ya en muchas partes no sólo la pena de muerte sino hasta la cadena perpetua, dejando un margen a la regeneración hasta del mayor criminal.

¿Sería concebible un Dios que castigara eternamente si la Iglesia, paradójicamente, le adjudica una carga de misericordia infinita?

La Iglesia y el Vaticano para ser creíbles y volver al espíritu de su fundador, el profeta de Nazaret, que ni casa tenía donde dormir, no puede conformarse con eliminar sólo la mula y el buey de un pesebre que nunca existió, sino que tendría también que eliminar por ejemplo, la prerrogativa del Papa de ser Jefe de Estado y de codearse tanto con los poderosos para encarnarse en los más humildes y sin poder.

Debería eliminar su poder de infalibilidad y su carácter de monarquía absoluta, incompatible con las democracias modernas.

Debería dejar a los cristianos decidir sus problemas escuchando más a sus propias conciencias que a lo que curas, obispos y papas, predican desde los púlpitos lanzándonos sus dogmas y anatemas sin diálogo ni contestación posible.

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