El artículo segundo del Concordato de 1851, vigente durante 80 años, lo dejaba meridianamente claro. A la jerarquía católica española le correspondía el derecho a la vigilancia de la ortodoxia ideológica en todos los estudios impartidos en cualquier centro de enseñanza, público o privado, teniendo los obispos y demás prelados libertad para «velar sobre la pureza de la doctrina de la fe, y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud en el ejercicio de este cargo, aun en las escuelas públicas». De lo que podía llegar a suponer la aplicación estricta del texto concordatario ya había dado prueba suficiente el ministro Manuel Orovio en la circular enviada en febrero de 1875 a los rectores: «cuando la mayoría y casi la totalidad de los españoles es católica y el Estado es católico, la enseñanza oficial debe obedecer a este principio, sujetándose a todas sus consecuencias. Partiendo de esta base, el Gobierno no puede consentir que en las cátedras sostenidas por el Estado se explique contra un dogma que es la verdad social de nuestra patria». En consecuencia, varios profesores dimitieron de sus puestos, mientras que otros fueron separados o suspendidos.
En el otoño de 1884 los universitarios madrileños andan revueltos, han salido a la calle para manifestarse en contra de lo que consideran un nuevo ataque a la libertad de cátedra. La protesta estudiantil había comenzado tras la campaña de acoso que, iniciada por el diario carlista El Siglo Futuro, se sigue contra el catedrático Miguel Morayta, a quien la prensa confesional acusa de haber pronunciado un discurso irreverente y herético en el acto de inauguración del curso 1884-85 celebrado en la Universidad Central. En las semanas siguientes se aviva el debate y se intensifican las críticas al Gobierno, al nuevo ministro de Fomento, al otrora neocatólico y antiguo líder de la Unión Católica Alejandro Pidal y Mon, por lo que consideran inaceptable tolerancia con los profesores liberales. Algunos obispos publican duras cartas pastorales contra el contenido del discurso. Se argumenta que «contiene proposiciones que ponen en duda el diluvio universal y la descendencia del humano linaje de la primera pareja, Adán y Eva, y que confunden a nuestra santa religión con otras religiones falsas». Un grupo de estudiantes pide firmas de adhesión a las protestas de los obispos.
La reacción liberal no se hace esperar: buena parte de los universitarios, afines a Morayta, se echan a las calles dando vivas a la libertad de enseñanza, no faltando tampoco las dedicadas a la república o a algunos dirigentes republicanos. Oyose también algún «¡Muera!», al que contestó con un «¡Viva el rey!» un oficial de seguridad «sacando la espada y acometiendo a la multitud» en unión de varios guardias. La algarada estudiantil toma las calles del centro de Madrid produciéndose diversos enfrentamientos con la policía entre el 17 y el 20 de noviembre. Carreras, embestidas, gritos, heridos, algún cristal roto, disolución de grupos a sablazos y más de una docena de detenidos «por proferir frases subversivas». Comoquiera que la situación parece complicarse por momentos, las autoridades gubernativas se muestran decididas a atajar el problema cuanto antes, aunque para ello tengan que adoptar medidas drásticas y ejemplares. Las presiones llegan hasta el rectorado, donde no tardan en abrir un expediente disciplinario a tres estudiantes de Medicina, señalados por haber tenido una actuación más activa en estas revueltas, que desde entonces serán conocidas como los «sucesos de la Santa Isabel».
A pesar de vivir por voluntad propia a las afueras de una pequeña localidad alejada varias decenas de kilómetros de su Madrid natal, la joven escritora Rosario de Acuña parece estar muy al tanto de lo que está sucediendo en la Universidad Central. Sabedora de las medidas que se pretenden adoptar por las autoridades académicas, envía una nota de apoyo a la Comisión de alumnos de la Universidad Central. De apoyo moral y también económico: «Si los acontecimientos universitarios acarrean la pérdida de la matrícula de honor a los estudiantes de la Facultad de Medicina de Madrid, pongo en conocimiento de éstos que estoy dispuesta a pagar la matrícula del estudiante que más adelantado en su carrera y con mejores notas, poseyendo dicho privilegio lo perdiese por resistirse a entrar en clase, mientras no se dé satisfacción cumplida a la maltratada dignidad de la cátedra».
El ofrecimiento de la escritora, publicado en varios periódicos de la capital, tiene una extraordinaria acogida entre los universitarios madrileños, según cuentan los propios representantes estudiantiles en una nota que hacen pública aceptando su generosa oferta y agradeciendo efusivamente su apoyo. La prensa, por su parte, se muestra dividida. Diarios hay que alaban la postura de la poeta y dramaturga; otros, en cambio, la critican de forma más o menos abierta. Así sucede con La Época, en cuyas páginas se tacha el ofrecimiento de político, y se le hace notar, a «la libre pensadora poetisa», que «si es aceptable la mujer literata, no lo es seguramente la mujer política». Tampoco faltan aquellas otras que bien parece fueran dirigidas a cuestiones más personales, tal es el caso de quienes, enterados probablemente de su reciente ruptura matrimonial, no dudan en escribir: «Rosario de Acuña ¿y por qué no de Laiglesia?», el apellido de su marido.
No se amilana, no; más bien al contrario. Aquella protesta de los estudiantes madrileños parece que actuó como eficaz revulsivo frente al hondo pesar que sentía por su patria. Representaba la ocasión propicia para dar el paso adelante que llevaba ya un tiempo meditando, reconcomiéndose por aquella amarga visión de su querida España que había ido aflorando ante sus ojos durante los últimos años. Desde los tiempos de Zaragoza se había dedicado a reflexionar sobre todo aquello, a darle vueltas y más vueltas a cuanto no le gustaba de la sociedad en la que vivía: la fatuidad, la hipocresía, el sibaritismo, la vanidad, la insalubridad ciudadana… La única alternativa que encontró entonces fue la huida: regresar a Madrid, instalarse en una casa situada a las afueras de una pequeña población, abandonarlo todo y recluirse en el campo, al abrigo de la Naturaleza, para llevar allí una vida más auténtica, más acorde con las leyes naturales que los humanos parecían haber olvidado.
Sin embargo, no era esa la única forma de luchar contra los males de la patria, como bien había comprobado al leer Las Dominicales. Allí estaba plasmada la idea de la Libertad, «en su más alta representación, la libertad del pensamiento»; allí se camina en pos del Progreso, de la Verdad; allí se venera a la Ciencia y a la Razón. Tras varios meses de meditaciones y más meditaciones, tiene ya decidido dar un paso al frente y enrolarse en el bando del librepensamiento, al lado de quienes avanzan con entusiasmo enarbolando el estandarte de la Libertad en pos de un mañana prometedor. Pero claro, no se podía defender la libertad de conciencia, la libertad de pensamiento, sin defender la libertad de cátedra: «estoy dispuesta a pagar la matrícula del estudiante que más adelantado en su carrera y con mejores notas…».
Con el firme propósito de defender aquella causa y no conformándose con la ayuda económica comprometida, decide ofrecer un «fraternal banquete de protesta» a los representantes de los alumnos. A la comida, celebrada en un reputado restaurante de la capital, asiste también el profesor Miguel Morayta, autor del discurso, y varios conocidos librepensadores, entre los que se encuentran algún que otro diputado de la minoría republicana o Ramón Chíes, uno de los directores de Las Dominicales del Libre Pensamiento. A los postres, según contó la prensa, la anfitriona pronunció un brindis por la libertad y por la juventud. Lo que no contaron los periódicos fue que también comunicó a algunos de los presentes su decisión de adherirse públicamente a la causa del librepensamiento que con tanto afán viene defendiendo Las Dominicales.
Bien puede decirse que aquel banquete en el Café de Fornos resultó ser la presentación en sociedad de la nueva Rosario de Acuña. Jóvenes y librepensadores serán desde entonces sus nuevos compañeros de viaje: «Tengo por seguro que la regeneración española, es decir, el levantamiento de las energías laceradas y entumecidas de mi patria, no se realizará sino por la juventud». Apenas dos semanas después del banquete, el semanario que codirige el señor Chíes hace pública su carta de adhesión; no mucho más tarde es nombrada presidenta honoraria del Ateneo Familiar, una sociedad que integran varios estudiantes universitarios, entre los que se encuentra Carlos Lamo Jiménez, por entonces un activo estudiante de Leyes, y que no tardando se convertirá en la persona que la acompañará en su largo batallar, ahora apenas comenzado. En aquellos ideales de la juventud y de la libertad pone todas sus esperanzas para alcanzar un mañana mejor: «mi palabra repercutida en el fondo de vuestras almas, irá vibrando con aclamaciones de libertad en favor de mi patria, en favor de mi sexo, en favor de mis semejantes, en favor de los oprimidos; y en todo movimiento de avance que agite vuestro espíritu…».