Curiosamente, la raiz etimológica del término “venerable” es la misma que la de “venéreo”. Venus y los impulsos venéreos fueron considerados fuerzas motrices de las venerables virtudes caracterizadoras del “vir” o varón, en la noche de los tiempos de nuestra lengua-madre latina. El tema merecería estudio separado. Las mutaciones que, a través del tiempo, van modificando los valores originalmente representados por las palabras nos recuerdan la contingente y un tanto azarosa relatividad del presente.
Hace unos días, don José Ratzinger – tambien llamado Benedicto XVI – tuvo el placer de anunciar el penúltimo paso del proceso de beatificación de don Eugenio Pacelli – tambien llamado Pío XII – abierto en 1967, decretando que desde ahora ya puede ser venerado por los creyentes como modelo de virtudes. Lo hizo con el derecho que le asiste para esos menesteres, como jefe de su Iglesia, si bien simultaneando la iniciativa con idéntica atribución de venerabilidad a su inmediato antecesor en el cargo, don Carlos Boitiua, tambien llamado Juan Pablo II.
En el traba-ideas de la terminología eclasiástica, “venerable” podría equivaler al adjetivo laico “honorable”, usado en varios países para distinguir a quienes desempeñan ciertas funciones político-administrativas, siendo por ello acreedores a determinados honores y honras públicas. Pero mientras la honorabilidad del servidor civil se presume como condición inherente al cargo (¡!), la venerabilidad no es tan automática para los servidores de la Iglesia. Sabia prudencia que enseña a separar la realidad de la ejemplaridad. O lo que es lo mismo: se reconoce de antemano que no todo dirigente eclesiástico es buen modelo de las virtudes que dice representar.
En la Iglesia menos rígidamente vertebrada de los primeros tiempos, las beatificaciones solían realizarse por aclamación de los creyentes que conocían a los santificados. Era lo que querían recordar los reunidos en la Plaza de San Pedro, en 2005, cuando enterraban a Juan Pablo II jaleando juntos aquello de “¡santo súbito!” (¡santo ya!). Pero la actual proclamación simultánea de la venerabilidad de un hombre como Pio XII parece obedecer a una estrategia deliberada que ha suscitado la indignación de importantes altos cargos católicos alemanes, italianos y franceses, por no hablar de la manifestada por el Gran Rabino de Francia, Gilles Bernheim, afirmando que la decisión papal “está en las antípodas del diálogo judeo-cristiano”. Y la misma apreciación hace la revista católica contestataria Golias, comentando que “José Ratzinger no se propone solamente hacer de Pio XII un santo, sino que desea perpetuar o sacralizar una imagen triunfalista y dominante de la Iglesia”.
El criterio judío respecto a Pio XII y su papel político ha sido fluctuante, centrándose siempre en el tema de la Shoa u Holocausto. Fluctuaciones que van desde la conversión al catolicismo de Israel Zolli, Gran Rabino de Roma, en 1945 – eligiendo como nuevo nombre precisamente el de Eugenio – o el famoso discurso de Golda Meier, con motivo de la muerte del Papa, elogiando la ayuda prestada por éste a los judíos, hasta las acusaciones de Saul Friedländer en su amplio análisis “La Alemania nazi y los judíos” o las recientes declaraciones condenatorias del Gran Rabino de Francia. La polémica sobre las tendencias y actuaciones de Pio XII se enconó fuertemente a partir de la representación, en Alemania y en 1963, de la obra teatral El Vicario, de Rolf Hochhuth, en la que se criticaban las abstenciones del papa no condenando a Mussolini y a Hitler de manera expresa.
A quienes asistimos a estos careos como ciudadanos laicistas de un Estado que aún está lejos de la laicidad, el tema nos interesa, sobre todo, en su aspecto cultural y político. Los papas son jefes de Estado, con voz y voto en los organismos internacionales y con representaciones diplomáticas en todo el mundo. Los católicos son muy libres de incluir en sus ritos, ceremonias y rezos a quienes quieran, pero si el Jefe del Estado Vaticano que les representa propone autoritariamente a millones de ciudadanos católicos determinados modelos de virtudes a imitar, los conciudadanos no creyentes tenemos motivos para inquietarnos.
Eugenio Pacelli, como Secretario de Estado de Pio XI desde 1929, jugó un papel fundamental en la diplomacia internacional anterior a la II Guerra Mundial y mayor aún luego, como Papa Pio XII, durante la guerra y la conflictiva posguerra. Recordemos que fue en 1929 cuando se firmó el Tratado de Letrán, creándose el Estado Vaticano y que aquel mismo año la Santa Sede se refería públicamente a Benito Mussolini como “hombre providencial”. En 1943, el nuevo embajador alemán ante el Vaticano, Weizsäcker, resumía así el discurso de bienvenida que le dedicó el Papa: “ Me ha parecido una forma de reconocimiento de los intereses comunes con el Reich en su lucha contra el bolchevismo”.
España sufrió directamente las consecuencias nefastas de la actitud política de Pio XII, propuesto ahora por Benedicto XVI a varios millones de españoles como “modelo de virtudes venerables”. El texto del telegrama que envió al dictador Francisco Franco, al día siguiente de darse por concluida la guerra civil fue muy explícito: "Levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos a Vuestra Excelencia deseada victoria católica España, hacemos votos porque ese queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas tradiciones cristianas que tan grande la hicieron. Con estos sentimientos, efusivamente enviamos a V.E. y a todo el noble pueblo español nuestra apostólica bendición."
El mensaje podría hoy llevar otra firma : la del cardenal Rouco Varela, sin cambiar ni una sola palabra.
Amando Hurtado es escritor y licenciado en Derecho