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Por el imperio hacia Dios

Más allá de las polémicas sobre si fue totalitario o autoritario, el historiador Ferran Gallego realiza una exhaustiva revisión de la naturaleza católica y fascista del régimen del general Franco

Desde la aparición de una documentada historia del nazismo (De Munich a Auschwitz, 2001, y De Auschwitz a Berlín, 2005), el profesor barcelonés Ferran Gallego se ha dedicado con intensidad al estudio del fascismo español y foráneo. Ni es tarea fácil, ni deja de suscitar riesgos y alguna vez hasta sospechas. Para realizarla reúne aptitudes fundamentales: el certero instinto de hallar las citas (y saber leerlas) y la atención a la dimensión psicológica de las actitudes políticas. Sabe, por tanto, que el fascismo —sombra negra de la modernidad— puede ser a la vez salvaje y persuasivo, monolítico en sus aspiraciones y elástico en las formas, patológico siempre, pero también muy común como enfermedad transitoria. Entre sus libros posteriores los hay dictados por el desengaño lúcido (El mito de la Transición, 2008), y otros, por la aguda exploración de caracteres abominables (Todos los hombres del Führer, 2006); de un modo u otro, todos exploran las formas de engañarse y engañar.

Estos propósitos inspiran también las casi mil páginas de El evangelio fascista. La formación de la cultura política del franquismo (1930-1950), escritas en una prosa muy nítida y precisa, aunque el párrafo sea caudaloso, y en plena madurez reflexiva. Gallego tiene el don de la síntesis —esa revelación que llega al autor cuando su trabajo la merece—, a la vez que mantiene intacta la pasión de descubrir y analizar. Creo que nunca se había revisado con tanta intensidad, a pie de textos y de cotejos, la naturaleza católica y fascista del régimen de Franco, yendo más allá de las viejas polémicas sobre si fue totalitario o autoritario, o sobre la presunta hegemonía disputada entre católicos y falangistas, o sobre el diferente grado de protagonismo de los actores del acoso a la República y la fundación del Régimen. El resultado de sus maniobras fue el que sabemos: fracasados en el golpe militar de julio, ganaron la guerra que habían elegido y consiguieron la tortuosa, pero eficaz, construcción de un Estado que, de algún modo, persiste, además de haber dejado alguna herencia indeseable en las actitudes de algunas élites políticas y en el cínico pragmatismo de algunas capas sociales.

Gallego ha reconstruido muy bien la experiencia del endeble fascismo español entre 1933 y 1936, donde aclara la marginación de Ledesma Ramos, el papel de Onésimo Redondo y, una vez más, las ambigüedades y las maniobras de José Antonio Primo de Rivera. Hubo ciertamente un fascismo débil, pero lo compensó aquella fuerte fascistización general, donde quien más se reclamaba de fascista era el monárquico José Calvo Sotelo. “Lo que resulta propio del fascismo”, escribe Gallego, “es la manera en que es capaz de realizar la síntesis y modernización del discurso de la contrarrevolución”, que se apoya en las imágenes de “la patria en peligro y la proyección utópica de una nación en marcha”. La “dinámica de su constitución” se aceleró a favor de la guerra civil, que fue —como demuestra el autor— factor aglutinante y sello legitimador, donde convergen unos y otros.

Las páginas sobre la contienda inician la segunda parte de la obra que ya había hecho un demorado censo de las actitudes apocalípticas que la presagiaron, en apartados tan jugosos como ‘La vía fascista hacia la guerra civil’ y ‘La guerra civil, proceso constituyente del fascismo’. Pero no son menos importantes (y quizá más innovadoras) las precisiones sobre el uso de la consigna del “Imperio”, desde el plano filosófico (que utilizó el Ledesma de 1930 cuando hablaba: “La filosofía, disciplina imperial”) hasta la existencia de una Nación en estado de celo constitutivo y a la reinterpretación del pasado patrio. Ninguna hipótesis carece de textos que la evidencien. Es particularmente interesante la lectura de Jerarquía, la revista negra de Falange, o la de F.E., de parecido talante; son siempre necesarias las citas del delirante Giménez Caballero, a quien nadie hacía demasiado caso, pero siempre era la voz de su amo, o las de Pemán, el más sagaz de los muchos oportunistas. Demoledores resultan los textos de Antonio Tovar, que mereció un indulto ideológico quizá prematuro, muy similar al que lucró el grupo de teóricos de la política, embebidos de lecturas alemanas (que juntaban a Carl Schmitt con los antifascistas Hermann Heller y Hans Kelsen), a los que se cita a menudo: Luis Legaz Lacambra, Maximiliano Gómez Arboleya, Juan Beneyto, Francisco Javier Conde. El capítulo ‘Sub specie aeternitatis. Historia y legitimación del 18 de julio’ rescata del olvido la reconstrucción de la historia de España en la etapa de primera “desfasticización” y concluye con la confrontación de dos conocidos libros de 1949: España como problema, de Laín Entralgo, que recuperaba el discurso radical de 1898 para el nuevo Estado, y España, sin problema, un título que Rafael Calvo Serer modificó a última hora para entrar en la polémica, donde se postulaba una Restauración de la tradición que el otro parecía olvidar: “Lo que importaba para todos”, recuerda Gallego, “era el establecimiento o la amplitud de los límites de la Victoria, nunca su impugnación”.

El evangelio fascista. La formación de la cultura política del franquismo (1930-1950). Ferran Gallego. Crítica. Barcelona, 2014. 979 páginas. 39,90 euros (electrónico: 14,99 euros).

Franco falangista

El general Franco con el uniforme de la Falange.

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