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Al establecer alianzas con políticos que se comprometen con su agenda moral, el evangelismo neopentecostal en América Latina está poniendo en juego la separación de la iglesia y el Estado.
En sociedades secularizadas y plurales, especialmente en estados laicos donde hay una clara separación entre religión y Estado, comienza a verse una progresiva erosión de los límites entre lo religioso y lo político, especialmente desde el ámbito evangélico neopentecostal. Se trata de una tendencia que nace en los años 60 y que se centra esencialmente en el uso de los medios de comunicación, un fuerte impulso misionero y un marcado énfasis en los milagros y la prosperidad económica como signo de la bendición divina.
A partir de los años 90 del siglo pasado, estas comunidades religiosas comenzaron a dejar de ver en la política algo “mundano”, para valorarla como un espacio a conquistar con los valores del evangelio. Por ende, incursionaron en la política partidaria en casi todos los países de América Latina. Actualmente, la participación pública de actores evangélicos es relevante, sobre todo en debates sobre temas de su agenda moral.
José Luis Pérez Guadalupe, en Evangélicos y poder en América Latina (2018), afirma que la razón por la que los evangélicos neopentecostales apoyan a diferentes candidatos no es la afinidad ideológica: votan por el candidato que coincida con la agenda moral de su iglesia, independientemente de la ideología. Según él, las agrupaciones evangélicas neopentecostales se han convertido en efectivos grupos de presión social y han captado el interés de los partidos políticos.
El amplio mundo cristiano en el continente es muy diverso, plural y cambiante. Entre los evangélicos pentecostales existen corrientes teológicas muy distintas: así como existe un pentecostalismo popular con un fuerte compromiso social, hay nuevos grupos influidos por las “teologías de la prosperidad” que ostentan su riqueza y su poder mediático. Existen también tanto teólogos pentecostales de la liberación como neoconservadores y fundamentalistas. En toda su variedad, el cristianismo neopentecostal es el que ha experimentado un mayor crecimiento y expansión en el continente, al mismo tiempo que está transformando las relaciones entre fe y política en casi todos los países latinoamericanos donde hay presencia evangélica con protagonismo político.
Los neopentecostales a partir de los años 90 comenzaron a ver en los partidos políticos un lugar de compromiso para que su mensaje pueda llegar a los lugares de poder donde se toman las grandes decisiones en la sociedad. Se pasó de la demonización de la política a una instrumentalización estratégica de la misma. En 2018 hubo dos ejemplos significativos: la victoria sorpresiva de Fabricio Alvarado en Costa Rica, quien con un discurso netamente religioso ganó en primera vuelta, aunque fue derrotado en la segunda por Carlos Alvarado; y Andrés Manuel López Obrador, que ganó las elecciones en México con el apoyo de un partido evangélico, Encuentro Social (PES). En el mismo año ganó Jair Bolsonaro en Brasil, donde la neopentecostal Iglesia Universal del Reino de Dios llenaba sus templos en todo el país maldiciendo al Partido de los Trabajadores al tiempo que bendecía a Bolsonaro con oraciones transmitidas por televisión.
Los análisis se complican cuando se pretende clasificar las religiones e iglesias en los esquemas de izquierda-derecha o conservador-progresista. La cosmovisión de las iglesias evangélicas es más antigua que estas categorías, que de ningún modo dan cuenta de lo que realmente sostienen sus doctrinas o de cuáles son sus intereses en cuestiones ético-políticas. Dentro de ellas existe una gran diversidad filosófica y teológica, aunque profesen una misma fe en Cristo. Un ejemplo bastaría: en Brasil, la Iglesia Universal del Reino de Dios (“Pare de Sufrir”) ha apoyado a Lula, a Roussef y a Bolsonaro, y de hecho ha tenido una fuerte incidencia en los resultados electorales de cada uno de ellos. Cuando forman parte del parlamento, los diputados evangélicos brasileños son fundamentalmente pragmáticos porque priorizan siempre la utilidad de la política para los intereses de sus iglesias, y buscan activamente ser reelectos como parlamentarios por la amplia feligresía.
En Chile, sectores evangélicos lograron tres diputados en 2017 y cinco en 2021. La perspectiva evangélica pone al cargo político en un lugar de misión divina, y sacraliza este compromiso en contraste con la anterior prédica de desprecio por la actividad política sostenida durante décadas. En México, el Partido Encuentro Social (PES) apareció como una opción para que los evangélicos lograran una institucionalización política confesional. Sobre el caso mexicano, Cecilia Delgado-Molina afirma que el problema en México no son los evangélicos como una amenaza a la democracia, el régimen laico o el ejercicio de los derechos, sino los conservadurismos”. Izquierda y derecha son categorías insuficientes para pensar esto; la socióloga mexicana entiende que la moralización y sacralización de la política por actores evangélicos y por políticos que, buscando votos, hacen alianzas estratégicas en torno a una agenda moral, se ha vuelto crucial para comprender las superposiciones de religión y política en el México actual.
Es necesario desde América Latina considerar el papel jugado por el factor moral y religioso en las victorias de Donald Trump. Aunque Estados Unidos no es un país confesional, el peso de las creencias y los valores morales en la política es decisivo. En 2017, el día en que Trump asumió por primera vez la presidencia de los Estados Unidos, el neopentecostalismo tuvo un protagonismo inédito. Entre los principales referentes religiosos presentes se encontraba una de las personalidades del mundo neopentecostal más influyente de la televisión: la pastora Paula White, conocida como referente de la teología de la prosperidad. El pastor Samuel Rodríguez, presidente de la National Hispanic Christian Leadership Conference, se convirtió en el primer evangélico latino en participar de una investidura presidencial estadounidense. Trump ha hecho públicos varios encuentros con neopentecostales y ha realizado discursos provida dirigidos al público evangélico y católico que veía primero en Hillary Clinton y luego en Kamala Harris “instrumentos de Satanás”, ya que promueven el aborto y la “desnaturalización” de la sexualidad. El voto evangélico conservador, con una fuerte base en el famoso cinturón bíblico del sur, se expandió, sumó bases en otros estados y captó especialmente a varones latinos y afro al activar una identidad que apela a recuperar las raíces cristianas de Estados Unidos, bajo el famoso eslogan Make America Great Again.
Hay que insistir en que el tipo de cristianismo que más crece en el mundo, desde hace décadas, es el fenómeno carismático-pentecostal, ya sea católico o evangélico, cuyos valores fundamentales y convicciones más profundas estarían, según sus seguidores, en peligro.
El evangelismo neopentecostal están convencido de su rol protagónico en las actuales batallas culturales: el aborto, el matrimonio homosexual y, especialmente, la educación sexual con temas polémicos como la existencia de hombres y mujeres transgénero. Cuando el Estado comienza a legislar a partir de determinadas visiones de la sexualidad y de los vínculos humanos, los evangélicos experimentan un asedio cultural al cual quieren responder también desde la política y desde la injerencia estatal. Cuando los grupos evangélicos –y también católicos– se refieren a la “ideología de género”, no se oponen tanto al feminismo que preconizaba la igualdad ante la ley, sino especialmente a las teorías queer y LGBTQ sobre la sexualidad, por considerar que van “en contra la naturaleza” o que la niegan.
Aunque no han llegado al poder ejecutivo, los partidos confesionales establecen alianzas electorales entre candidatos de diferentes partidos que ven en el compromiso de las bases neopentecostales un asegurado apoyo electoral con creciente incidencia popular. Lamentablemente, las iglesias evangélicas cuya tradición les permite vivir en una sana laicidad no son las que tienen esta incidencia electoral, sino que son los grupos fundamentalistas los que buscan imponer su perspectiva. No es menor que la prédica teológica de estos movimientos neopentecostales haya derivado progresivamente en tendencias autoritarias que someten a sus fieles bajo la amenaza de quitarles la bendición divina o de incluso “maldecirles”. Si bien los grupos neopentecostales mantienen una perspectiva conservadora en cuestiones morales, algunos son más respetuosos del pluralismo cultural y religioso, pero la mayoría ve como una conquista diabólica que haya visiones distintas a su perspectiva teológica.
Las tendencias más fundamentalistas se autoperciben en una constante guerra espiritual; incluso, ven como una amenaza a su fe cualquier perspectiva cristiana que disienta de sus lecturas literales de textos bíblicos. Es de destacar que luego de la pandemia de covid-19, estos grupos han sido amplificadores de teorías conspirativas y de una prédica paranoide antisistema, con lo cual han capitalizado la incertidumbre social y política para demonizar a todo el que disienta con sus convicciones.
La laicidad es una ganancia para todos y un valor a defender, en tanto se entienda como un acuerdo para la convivencia que defiende la neutralidad del Estado y la libertad religiosa en toda su extensión, la valoración del pluralismo cultural y religioso, así como la autonomía de lo político frente a las doctrinas de las iglesias. El diálogo y la comprensión se vuelven difíciles cuando se discrimina a causa de los prejuicios y estereotipos. Que las personas quieran debatir públicamente cuestiones éticas y sociales en una sociedad democrática e incidir en las decisiones políticas es un derecho de toda la ciudadanía, sin importar cuáles sean sus convicciones filosóficas, políticas o religiosas. Pero es vital el fomento de un clima de respeto, diálogo y apertura a la diversidad, lo que requiere una toma de conciencia del peligro que encierran todos los modos de intolerancia, discriminación y fanatismo. La incapacidad para ver en el otro, en el diferente, un interlocutor con derecho a manifestar públicamente su parecer sobre todos los asuntos que tengan que ver con el ser humano y la sociedad en la que vivimos, es una ceguera de la que es preciso salir para construir una sociedad más humana y más solidaria, más plural y menos violenta.