Los profesores tienen el deber, en la medida de sus posibilidades, de ejercer resistencia: ser amistosos con los alumnos y tratarlos con respeto, proporcionar conocimiento técnico y contribuir al desarrollo del librepensamiento
Antes de describir el poder educativo como Poder 0, o “fuera de escala”, recuerdo una anécdota de la que exagero solo un poco: Un profesor de universidad invitaba vehementemente a sus alumnos y alumnas a que siguiesen su estela creativa, disciplinaria y metodológica. Exigía que todos sus estudiantes siguiesen su ejemplo como si esa fuese la única opción que el saber podía ofrecer a quienes se acercasen a esa rama de conocimiento, (en este caso artes y humanidades); y si alguno de sus pupilos se alejaba de esa senda, recibía la habitual sanción en estos casos: suspenso. Cierto día, uno de sus “fieles seguidores” solicitó la tutela de su admirado profesor para un trabajo final, y paradójicamente el profesor se negó a tutelarle esgrimiendo ante sus colegas el argumento de que el alumno le venía copiando dese hacía un tiempo. Es decir, el alumno copiaba las maneras del profesor que exigía en clase que todos le siguieran hasta en los más pequeños detalles. Como se puede apreciar, se trata de una incongruencia educativa que implica no pocas consecuencias y de la que solo extraeré más adelante alguna reflexión.
El barón de Montesquieu, reconocidísimo miembro de aquello que se denominó Ilustración, propuso en su escrito El espíritu de las leyes la separación de tres potestades. Esas tres atribuciones del Estado se han resumido siempre, y aclimatado a la actualidad del momento, como el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial. (Son poderes que se supone que se controlan entre ellos y que se limitan mutuamente en función de complejas y delicadas tramas legales y reglamentarias). A tal punto llegó el legado del barón, que cuando hoy día se vulnera flagrantemente la independencia de alguno de estos poderes por el abuso de otro de ellos, se suele enunciar enfáticamente: “Montesquieu ha muerto”, una suerte de licencia poética dado que el francés murió ni más ni menos que en el París de 1755. Además de esos tres poderes, a Edmund Burke en 1787 se le atribuye la enunciación de la prensa como Cuarto poder, una denominación que desde entonces goza de cierta popularidad, ya que cuando los otros tres poderes se extralimitan en sus funciones o sus fronteras se hacen difusas, siempre queda el recurso de que existe un poder, ni oficial ni del todo reglado, que puede despejar las espesas brumas que se ciernen sobre un país (el ejemplo del escándalo Watergate es paradigmático en este sentido, como todos sabemos). Pero incluso esta cierta independencia de la prensa de la institucionalidad oficial resulta también algo cuestionable, dado que no son infrecuentes los cortocircuitos que se establecen entre los poderes oficiales y el poder fáctico que representan los medios (véase La era de la información o Comunicación y poder de Manuel Castell, recientemente nombrado Ministro de Universidades). Podríamos seguir con listas de este tipo cuando hay quienes atribuyen como quinto poder el intervencionismo del Estado en la economía o, si nos ponemos exhaustivos e hiperrealistas, el propio poder económico, en sí mismo, que, regulado o no, termina influyendo decisivamente más que todos los demás poderes; una especie de metapoder que determina los designios de los seres humanos sobre la Tierra.
Pero propongo que retrocedamos, vamos por un instante a la planta 0, primigenia, menos 1, del poder; eso que algunos han denominado el pastoreo de los hombres por otros hombres, la doma del animal humano por el propio ser humano de la que hablaba, hace ya unas décadas, el filósofo alemán Peter Sloterdijk en su polémico librito Normas para el parque humano. Antes de la escala de los explícitos poderes del Estado nos encontramos en la planta 0, o nivel -1, con eso que difusamente llamamos educación. No es este el lugar para definirla o distinguirla de lo que algunos llaman instrucción, o de situarla dentro o fuera de los espacios de confinamiento (estudiados por Foucault) o de dilucidar si es guiada por unas u otras doctrinas (eso que llamamos adoctrinamiento escolar y que tanto juego político está dando a la ultraderecha hasta conseguir situarlo en el tablero político y mediático para que todo el mundo entre en la partida de los partidos; sí, todo eso del PIN o el veto parental o como quieran llamarlo). Pero desde luego podemos afirmar que hay un nivel 0 del poder en el que los partidos y las ideologías se encuentran a garrotazos para llevarse las mentes de los futuros ciudadanos y votantes a sus “nichos de mercado” o sus dominios electorales. Noam Chomsky (profesor de lingüística en el MIT, politólogo, filósofo y activista norteamericano de origen judío) advierte, entre muchos problemas surgidos alrededor del asunto de la educación superior, del mal estado en que están quedando las universidades tras los últimos asaltos neoliberales; golpes ideológicos que además de dirigir y decidir lo que ha de estudiarse o no, y en qué proyectos de investigación ha de invertirse o no, ha aumentado la masa de profesores precarios y el número de estudiantes endeudados por decenas de años en EEUU, produciendo legiones de ciudadanos y profesionales amputados civilmente casi de por vida. Aquí mismo, en nuestro país, además de la polémica citada más arriba, continuamos sufriendo una impotencia inveterada para consensuar una ley de educación que nos dure, al menos, unas décadas sin que los conflictos partidarios incidan cada dos por tres en la formación de los estudiantes. Todo esto es una expresión clarísima de que la educación es un poder primordial; es el fruto de las luchas entre los sustratos más profundos de la dirección o de la manipulación social, y ambicionado por todos aquellos que, con más o menos escrúpulos, pretenden guiar a las sociedades. Pero no voy más que a señalar esas empantanadas aguas en las que se vierten todo tipo de sucios intereses y que es objeto de otro tipo de análisis.
Visto, por tanto, que podríamos considerar la educación como una especie de poder anterior o preliminar al uso del poder, me gustaría situar el tema poniendo el foco en algo mucho más pequeño y cotidiano. Propongo fijar nuestra atención por un momento en lo que relaté al inicio, en lo que sucede en aulas, talleres, laboratorios, etc.; esos lugares en los que se supone que un especialista o conocedor de algo transmite sus conocimientos a otros que han de asimilar esos saberes para ser reconocidos como nuevos especialistas etc. Así se continúan las cadenas de conocimiento que tan a menudo se transmiten como pertinaces cadenas de mando y desigualdades tan lúcidamente estudiadas por el filósofo Jacques Rancière en su libro El maestro ignorante.
En un aula, pongamos por caso, el docente se erige en poderoso ostentador de la libertad de cátedra. Lo hace para transmitir a sus alumnos y alumnas todo aquello que le parezca conveniente adaptando sus metodologías a un cierto currículo de actividades propuesto, y supuestamente fiscalizado, por las instituciones competentes. Hasta ahí, y lo veamos bien o mal, es lo que hay y así, y de momento, se funciona en las instituciones educativas. Y hablo de “poderoso” porque sin duda -tal y como me recordó una antigua profesora de filosofía que disfrutaba con la idea del poder (y la del sometimiento) en el aula- el ungido como enseñante tiene la potestad de sancionar positiva o negativamente la actitud y los resultados académicos de los estudiantes. Hay profesores que solo ejercen el poder legal que les confieren las instancia educativas para adoctrinar o subyugar en este o aquel aspecto personal o profesional, y existen otros profesores que ejercen el mismo tipo de poder legal pero añadiéndole la pátina de una autoridad legítima que es otorgada por los estudiantes, aquellos que encuentran en las maneras del enseñante un verdadero y desinteresado ejemplo a seguir porque les conduce, sin sectarismos ni pago de tributos, no solo a un conocimiento técnico sino sobre todo a una sabia emancipación del pensamiento crítico que nada quiere saber de doctrinas o conocimientos infalibles. Sin embargo, poner toda la carga de la prueba en el profesorado sería ingenuo, un gran error. Los estudiantes y la sociedad que les acompaña son corresponsables de aquello que ocurre en el aula y fuera de ella. Y el alumnado, como cualquier otro tipo de colectivo, también es un caso a estudiar; especialmente relevante en unos tiempos en los que el déficit de atención, provocado entre otras cosas por las tecnologías de la información y la comunicación, es tan abrumador -como nos recuerda la profesora Carmen Pardo de la Universidad de Gerona en su libro Las TIC: una reflexión filosófica.
Podríamos distinguir entre estudios científico-técnicos y humanidades, pero daría casi igual pues todo depende de quienes están implicados en según qué aspectos de la docencia, en su saber técnico o positivo y en su saber ético. Hacer escuela y dejar secuelas es prácticamente lo mismo; un absurdo que se producía en la antigua y bien vista normalización de “hacer escuela” (cuando los profesores dejaban estelas que eran tragadas por sus boquiabiertos discípulos para que les siguiesen y venerasen como rehenes de su saber) que sin duda dejaban secuelas y traumas. Hoy día, ese modelo autoritario, no ha desaparecido en absoluto, se complementa con casos también patológicos que pasan inadvertidos porque son percibidos como el profe o la profe que mola mucho porque está “in” (sea “in” lo que quiera que sea, y que suele significar que el profesor está compartiendo felizmente como un colega más el mundo del alumnado, lo que le convierte en profe “guay”, “molón”, “pro” o lo que decida la moda del momento). Ni una ni otra manera, la del autoritarismo ni la del “amiguismo” o “colegueo” parecen de recibo. Por un lado, los profesores deben tener la suficiente humildad para anular sus egotismos y así poder contribuir a emancipar a los individuos a los que deben formar para que piensen por sí mismos; de lo contrario, terminarán formando bobalicones absolutamente manipulables que no se atreven a abrir caminos más allá de los marcados por las señaléticas que sus antecesores han propuesto. Tampoco el profesorado puede ponerse a emular el mundo del alumnado para sentirse y hacerles sentir que están todos en la misma onda; por mucho que lo pretendan, no lo están, y a menudo resultan bastante ridículos, y nocivos en varios sentidos. La vanidad, el pretendido rejuvenecimiento por el contacto con las nuevas generaciones o el sentimiento de poder en las aulas pueden ser tan patógenos, tan corrosivos, a nivel individual como lo son esos adoctrinamientos colectivos que están informados por intereses mezquinos y sectarios de toda índole. Para defendernos de estos últimos, de su ferocidad, los profesores tienen el deber, en la medida de sus posibilidades, de ejercer resistencia: ser amistosos con los alumnos y tratarlos con respeto, proporcionar conocimiento técnico y contribuir al desarrollo del librepensamiento; y si no sirven para esto, para la emancipación de cuerpos y mentes, mejor que se dediquen claramente y sin ambages a emplear las tácticas de los influencers o las estrategias de la religión, el sacerdocio y las homilías; así podrá vérseles formando tribus de fans o sectas de fieles que pondrán sus buenas intenciones al servicio de los fines peor intencionados que podamos imaginar o de las egolatrías más disparatadas y patéticas que podamos encontrar (aunque luego se quejen y digan que sus discípulos les copian y quieren quitarles el canal de Youtuber o el púlpito).
Joaquín Ivars. Profesor titular de la Universidad de Málaga
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