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Poder creer

Santa María del Mar, en Barcelona. Siglos después de su construcción, las catedrales siguen siendo lugares de magia y sugerencia. JORDI CAMÍ (AGE FOTOSTOCK)

Es curioso lo fácil que nos resulta admirar lo que montó algún poder en el pasado aunque lo despreciemos cuando está recién hecho

Lo primero fue —por una vez y sin que sirva de precedente— un tuit que despertó muchas respuestas: “A veces, aquí, en la belleza, me da tanta pena no poder creerles…”, decía, sobre una foto de las nervaduras increíbles de Santa María del Mar, en Barcelona. Y era cierto: por una vez y sin que sirva de precedente escribí en un tuit lo que pensaba.

Lo sigo pensando: sería tanto mejor poder creerles, poder creer. Ver esas piedras y esas luces y sentirse parte, sentirse seguro; creer que hay algo, que hay alguien, que todo tiene sentido. Suponer que hay un orden, que lo que pasa pasa por alguna razón, que no me voy a deshacer como una rama al fuego. Debe ser tan fácil vivir sabiendo que te alcanza con obedecer algunas reglas para que un poder portentoso se haga cargo, para que dures para siempre. A veces, allí, en la belleza, en medio de esos lugares increíbles que esa facilidad, ese miedo crearon, los que pueden me dan tremenda envidia.

Pero sé que yo no —que creer lo increíble es un don que no me ha sido dado— y entonces, a veces, pienso que si por lo menos consiguiera pensar que esa es mi historia. Pensar que esto también me pertenece: es verdad que buena parte de la belleza arquitectónica europea se les debe. Sus catedrales, sus monasterios, sus ermitas y capillas y glorietas varias suelen ser lugares increíbles, llenos de magia y sugerencia: sería tan gozoso poder reconocerme en esa tradición, sentirme orgulloso de los míos, pensar que hace siglos personas que pensaban como yo hicieron esas casas espléndidas. Y no tener que pensar que las montaron unos señores repletos de ambición y de trampitas para que sus súbditos siguieran comprando lo que les decían, para que siguieran soportándolos y engordándolos so pretexto del cuento de su dios, que siguieran aceptando que ignoraban y debían obedecer y creerse las historias más absurdas.

Es difícil; sería tan maravilloso poder separar esas cúpulas audaces, esas vidrieras relucientes, ese aire espeso y esos rayos de luz de las llamas de la Inquisición, de sus conquistas y exclusiones y masacres, del rechazo de tantos saberes, de la prohibición de todo experimento, de los millones de mujeres y hombres que vivieron cautivos de sus órdenes, su represión, sus miedos.

Lo hacemos: con frecuencia lo hacemos. Es curioso lo fácil que nos resulta admirar lo que montó algún poder en el pasado —sus alardes, sus petulancias hechas piedra— aunque lo despreciemos cuando está recién hecho. Desdeñamos los brillos nuevorricos; apreciamos los viejos. Los castillos y palacios son la casa de Ronaldo o los cuarteles y prisiones de esos siglos; las catedrales son sus torres corporativas más vulgares. El tiempo, que todo lo limpia, todo lo enaltece, borra el abuso y lo vuelve belleza.

Gracias a eso esos brillos antiguos son un negocio extraordinario y la Iglesia de Roma se enriquece más aún. Es difícil calcular cuánto es el lucro: a sus jefes les gusta hablar de ciertas cosas mientras practican otras. Pero sabemos, por ejemplo, que solo la catedral que asfixia la mezquita de Córdoba les deja unos 13 millones de euros al año, y 10 más la Giralda. Y que en España tienen otros 3.167 inmuebles de interés cultural —18 son patrimonio de la humanidad, 78 son catedrales— y muchos cobran entrada u hospedaje y, entre todos, les amasan fortunas. Ahora muchas de esas propiedades se han puesto en discusión, y va a ser para alquilar balcones —o salir con los cirios y las cruces. Una vieja corporación que está perdiendo las conciencias quiere guardar las piedras: son lo que queda de cuando mandaban con mano y cruz de hierro, de cuando discutirlos era condenarse; cuando eran, todavía, los felices porteros del infierno.

Martín Caparrós

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