Hacer que perdure el modelo de enseñanza de la religión del que se ha servido la Iglesia católica, extendiéndolo a otras religiones para que no se vean discriminadas, sigue implicando un déficit grave en cuanto a la laicidad de nuestra democracia
El patio está revuelto, incluso en vacaciones. Desgraciadamente no se puede decir que sorprenda, pues son por todos conocidos los personajes que se dedican a caldear el ambiente. Cuando el recién elegido presidente del PP se dedica a lanzar soflamas xenófobas contra los inmigrantes y cuando no faltan quienes constantemente refuerzan la conexión entre inmigración e Islam para denostar a ambos, presentándolos como peligros para nuestra sociedad, nadie puede decir que le extrañe que haya movidas en torno a las medidas encaminadas a introducir la enseñanza del Islam en algunos colegios. Unos ponen las premisas y otros sacan las conclusiones; unos preparan la mecha y otros encienden el fuego. Vemos así cómo padres y madres del alumnado de ciertos centros educativos, con medios de comunicación que los jalean y cargos públicos que los lanzan al ruedo, toman el altavoz para rechazar de plano esa propuesta, aduciendo que están en contra de la “imposición” de la obligatoriedad de la enseñanza de la religión islámica en las aulas.
El caso que de modo inmediato nos trae a este debate es el que afronta el gobierno de izquierda de la Comunidad Valenciana, el cual se ve en el trance de lidiar con esa protesta cuando precisamente trata de cumplir una normativa aprobada por el gobierno del Partido Popular, aplicada en otras comunidades autónomas y planteada además con carácter experimental antes de hacerla extensiva a más colegios de zonas con proporción significativa de población musulmana. No es fácil deshacer el embrollo, y no ya por el hecho de una islamofobia de todo punto rechazable, sino por el planteamiento desenfocado de la cuestión que encontramos en las mismas bases normativas desde las que el asunto se aborda, contando con la buena voluntad de un gobierno que quiere evitar discriminaciones entre estudiantes de confesiones diversas, a la vez que pretende cumplir la ley, aunque no esté de acuerdo con ella.
Los hechos comentados se cargan de paradojas cuando, a la vez que ocurren, los parlamentarios de Compromís, fuerza política coaligada en el gobierno de la Comunidad Valenciana, presenta una proposición en el Senado para que sea eliminada la asignatura de religión del sistema educativo. A ello se suma otra coincidencia en el tiempo no menos chocante: dicho gobierno de coalición, en el que participa el PSPV-PSOE, se dispone a implantar las mencionadas medidas a la vez que el gobierno socialista presidido por Pedro Sánchez, por boca de su ministra de Educación, anuncia que cambiará el articulado de la LOMCE relativo a la enseñanza de religión para que ésta no sea asignatura evaluable y no se ofrezca una asignatura alternativa sobre valores para que alumnos y alumnas tengan que elegir entre ellas. Cualquiera diría que se echa en falta un poco de coordinación, al menos, pues la oferta de enseñanza del Islam, y además, según se informa, de la doctrina de la Iglesia Adventista de los Santos de los Últimos Días, lo que hace es multiplicar la situación de la enseñanza de la religión católica cuyo estatuto se quiere modificar.
Del mismo relato de los hechos sobresalen dos aspectos ya señalados, uno de los cuales es muy negativo, y el otro positivo, aunque podemos decir que positivo a medias. Del primero hay que destacar cómo, al carácter xenófobo del rechazo al Islam, se añaden mentiras que contribuyen a la difusión del prejuicio antiislámico. Así, quienes se han concentrado para protestar contra la enseñanza del Islam han puesto de su cosecha que tal enseñanza es “obligatoria”, cuando no es el caso –como no es obligatoria la asignatura de religión para alumnado católico, sino sólo para quienes opten por ella–. No hace falta insistir mucho en que el discurso islamófobo se nutre de todos los prejuicios y juicios negativos habidos y por haber contra la religión musulmana, desde que es esencialmente fundamentalista hasta decir que es incompatible con la democracia, pasando por el subrayado de su machismo; y todo ello dicho sin considerar versiones del Islam que no responden a esos parámetros o pasando por alto la negra historia del catolicismo en su vertiente integrista, patriarcal o de apoyo a dictaduras.
Volviendo a lo positivo de los hechos reseñados, sobresale el interés puesto en juego para que no haya discriminación entre unas religiones y otras. Pero precisamente a partir de ello hay que poner el acento en otra cuestión fundamental, que es ingrediente que no puede faltar si se sostiene la aspiración a que tanto en el sistema educativo, como en el sistema político en su conjunto, se contemple de manera consecuente el principio de laicidad. Éste no exige sólo la no-discriminación por motivos de creencias, es decir, la igualdad de derechos se tengan unas convicciones u otras, sino que obliga a mantener diferenciadas, y en los espacios públicos separadas, la razón y la fe o, a otra escala, la política y la religión, o el Estado y las iglesias. Por ello, hacer que perdure el modelo de enseñanza de la religión del que se ha servido en situación de privilegio la Iglesia católica, extendiéndolo a otras religiones para que no se vean discriminadas, es una mala solución por ser una solución a medias, pues sigue implicando un déficit grave en cuanto a la laicidad consonante con una democracia constitucional coherente.
Poniendo premisas adecuadas respecto a laicidad democrática, lo suyo ha de ser lograr una escuela laica en la que no estén presentes las religiones en el modo de enseñanza confesional de las mismas –y menos con valor curricular en condición de evaluables y computables para media académica de expedientes-. Una y otra vez hay que insistir en que la laicidad que se propugna para el Estado y para la escuela no es antirreligiosa, sino exactamente contraria al confesionalismo en los espacios públicos, teniendo en cuenta por lo demás la diferencia entre el espacio público político que suponen las instituciones del Estado y el espacio público social que es la escuela. Ésta tiene un singular valor convivencial que va en la entraña de la tarea educativa, y es desde esa perspectiva desde la que ha de educar para una convivencia democrática desde la pluralidad, incluida la diversidad religiosa. Ello no se consigue con multiconfesionalismo en la escuela, sino aprendiendo a relacionarse desde las diferencias religiosas –como otras–, para lo cual es imprescindible una formación respecto a lo religioso que ha de ir enmarcada en una educación intercultural, en la cual ha de contar la perspectiva ecuménica que capacite para el diálogo interreligioso.
Es decir, en una escuela laica lo religioso no tiene por qué estar ausente, sino transversalmente presente, laicamente traído a la acción educativa, sin pretensiones de catequizar, sino de formar en relación a esas tradiciones de sentido de la humanidad que son las diversas religiones, valiosas en tanto llevan incorporadas en ellas exigencias éticas de justicia. Eso es lo que hay que aprender y, por ende, lo que ha de enseñarse respecto a lo religioso en una escuela laica, imprescindible para la convivencia en sociedades secularizadas, pluralistas y democráticas. Es laicidad que debe afectar a todo el sistema educativo, es decir, también a colegios regentados por instituciones religiosas, siempre que los haya; sus alumnos y alumnas no han de ser distintos de otros en tanto ciudadanos y ciudadanas. Y si se dice que se puede aprovechar el espacio escolar con su índole convivencial para transmisión de una fe, debe ser fuera del horario escolar, sin valor curricular y sin el abuso de privilegio alguno.
¡Poco confían en su mensaje de salvación quienes para difundirlo necesitan de ilegítimo apoyo político y de injustificable cobertura legal! ¡Y poco testimonio de fe, aparte de ostensible muestra de carencias democráticas, ofrecen quienes para supuestamente defender su religión tienen que atacar o marginar a otras! Así, pues, por razones de justicia –esas sin las cuales no hay validación alguna de creencias religiosas – y por exigencias democráticas, vayamos hacia una escuela laica. Para ello, háganse los cambios legislativos necesarios (incluyendo la denuncia de los acuerdos del Estado español con la Santa Sede, constante piedra de tropiezo en nuestra España democrática, que ha de ser removida sin dilación).
José Antonio Pérez Tapias