“…desdeñando las santas lecciones de nuestra religión, no hacemos otra cosa que colocar en nuestras moradas como un ídolo el número del nombre del Anticristo”.
Indiculus luminosus, de Paulo Álvaro de Córdoba (854).
El Corán recomienda a los musulmanes “no hagáis violencia a los hombres por su fe” (Sura II, 257). En Al-Andalus, durante parte importante de la Edad Media, la tolerancia religiosa fue una constante; de modo que, bajo la supremacía del islam, convivieron pacíficamente judíos y cristianos. Esta convivencia se rompió a mediados del siglo IX. Los mozárabes eran cristianos, pero muchos estaban arabizados: tenían harén, servían en el ejército y desempeñaban cargos en el estado. Se mostraban atraídos por una civilización superior. Paulo Álvaro de Córdoba clamaba contra la postura intelectual de algunos mozárabes que abandonaban sus principios religiosos y su propia cultura, y aprendían el árabe, seducidos lengua y literatura. ¿No les pasará algo similar a algunos obispos españoles? ¿Luchan contra un imparable proceso de secularización?
Hace dos siglos y medio, un grupo de dirigentes mozárabes cordobeses, ante la adopción, por parte de sus fieles, de las formas de vida musulmana pensó que demostrando que Mahoma era un impostor y falsa su doctrina, conseguirían contener la pérdida de creyentes cristianos. La intransigencia de algunos de estos dirigentes les llevó a elaborar la teoría del martirio voluntario; bastaba para ello presentarse al cadí y blasfemar de Mahoma para ser ejecutado. Debieron pensar como Tertuliano, que la sangre de mártires sería semilla de nuevos cristianos, de modo que se cortarían las conversiones al islam y hasta se conseguiría la vuelta de los muladíes. Según el maestro Domínguez Ortiz, Abderramán II veía con disgusto estos incidentes; a petición suya se reunió un concilio que “declaró no ser aquéllos auténticos mártires, sino más bien suicidas”. El nuevo emir Mohamad I inició una política de represión y los mozárabes cordobeses se convirtieron en masa al islam. Eulogio fue martirizado. Parece, sin embargo, que la iglesia mozárabe se encaminaba hacia su desaparición.
No vivimos en Al-Andalus. La Constitución de 1978 proclama el pluralismo como un valor superior. Como muestran todas las encuestas, la sociedad española es muy tolerante. Aquí a nadie se le obliga a casarse civilmente ni a abortar ni se le prohíbe estudiar religión, por cierto, enseñada por profesores pagados por el Estado. ¿Están perseguidos los católicos? Muchos pensamos que son algunos obispos los que acosan al gobierno actual. ¿Cómo se explica esa guerra sin cuartel que le ha declarado la COPE? Lo que pretende el gobierno es aplicar su programa electoral votado por una mayoría de ciudadanos. Quizás, como ha dicho el teólogo José Mª Castillo, la Iglesia católica española, consciente de su debilidad, pretende que el Estado se encargue de funciones que ella no es capaz de inculcar en los fieles como la catequesis y la práctica de su moral, y que se recoja ésta en los códigos civil y penal.
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Respuesta de Andrés Palma, un excura, profesor de Religión en la Facultad de Magisterio y de Ciencias Sociales en las Escuelas del Ave María.
Publicado en IDEAL el 22 de diciembre 2004
TRIBUNA De perseguidores y perseguidos
ANDRÉS PALMA VALENZUELA PROFESOR DE CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN. UNIVERSIDAD DE GRANADA
COMO recordaba hace días en este mismo diario F. López Casimiro la reciente etapa constitucional ha generando notables niveles de respeto y tolerancia social. Al hilo de algunas cuestiones de actualidad traía a colación ciertas referencias históricas llegando a establecer un claro paralelismo respecto a la relación existente entre las comunidades mozárabes andalusíes y las circunstancias actuales de la comunidad católica. Como premisa partía el autor de postulados que, históricamente, suscitan sorpresa; circunstancia que me ha llevado a hilvanar algunas reflexiones.
Sostener estos axiomas ignorando gran parte de la información contenida en las fuentes, omitiendo documentos y silenciando aspectos del entorno vital de los cristianos que habitaron Al-Andalus hasta el siglo XIII, resulta extraño. Afirmar que en este territorio la tolerancia religiosa fue una constante o que bajo el Islam convivieron pacíficamente judíos, musulmanes y cristianos constituye una simplificación histórica.
No es necesario escudriñar demasiado para descubrir una pléyade de autores, posteriores y coetáneos, coincidentes en admitir la ausencia de un verdadero espacio de tolerancia religiosa, cultural y social, consistente y dilatado; sólo se constata la existencia de ciertas iniciativas con escasa continuidad.
Permítasenos recordar algunas referencias de este período sorpresivamente soslayadas en estudios recientes que, desde una intencionalidad sesgada, ignoran aspectos significativos. Partiendo de los datos históricos no es posible hablar de convivencia pacífica. En todo caso, cabría señalar una coexistencia interesada, inevitable y difícil, entre hispano romanos, visigodos, judíos y la amalgama de gentes venidas del mundo musulmán, siendo el resultado final, al concluir el S. XII, la erradicación del cristianismo, cierta tolerancia hacia los judíos y la consolidación definitiva de una sociedad esencialmente islámica.
Es conocido que hasta el siglo IX predominó una actitud de tolerancia institucional, explicable en primer lugar como útil estrategia ante la falta de control del territorio; circunstancia a la que se unió el interés por mantener unos ingresos significativos derivados de los impuestos que sufragaban en calidad de 'protegidos' los cristianos. Tan abusiva y creciente presión fiscal coadyuvaría a una intensa islamización de la población que hacia el S. XI profesaba la nueva religión en un 80%.
Gestada la crisis al inicio del siglo IX, exacerbada desde el 850 con los martirios de Córdoba, la situación llegaría a su cenit en 1085 con los Almorávides. Valga como ejemplo de tal hostilidad una fatua de 1134 del cadí cordobés Ibn al-Hayy, en la que, refiriéndose a los cristianos, se afirma: «No se les debe prestar ninguna caballería, ni ayudarles, a nada porque eso es honrar el politeísmo y cooperar en su incredulidad. El poder público debe prohibírselo». (M. J. Viguera, Vol. 1, 'Granada y su Reino', p.172).
En Granada el mismo Ibn al-Jatib refiere cómo el sultán Yusuf b. Tasufin mandó derribar en 1099 el último templo cristiano, ubicado en las inmediaciones de la Puerta de Elvira. Asimismo dará noticias de la deportación en 1106 de cristianos malagueños al Magreb y del encarcelamiento del obispo de aquella diócesis en 1117. Es también un dato indiscutible el destierro sufrido en 1126 por los mozárabes granadinos a Aragón y al norte de África como represalia a la incursión del Alfonso el Batallador. La suerte de los que permanecieron no fue mejor. Como indica una crónica anónima contemporánea: « .en el año 1162 fueron exterminados casi todos Hoy sólo queda de ellos un número muy escaso acostumbrado a nuestro desprecio y humillación» (R. Villa-Real 'Historia de Granada', p. 41)
Baste citar autores de espacios cronológicos y culturales muy diferentes pero coincidentes en los datos relativos a la desdichada suerte de los mozárabes: Ibn al-Jatib, el emir Abd Allah, Dozy, F. J. Simonet, J. Ribera, J. Bosch, M. Sotomayor, A. Domínguez Ortiz, R. Villa-Real, W. Bulliet, V. Lagarder, J. Viguera, P. Guichard y Saenz-Badillos entre otros.
Mucho daría de sí un debate sobre la represión de los cristianos cordobeses y la destrucción de su catedral, el exilio de los malagueños, la erradicación del cristianismo granadino o el análisis de la triste suerte de los mozárabes de Sevilla, Mallorca o Valencia. Aunque hubiera momentos de exaltación, no se puede hablar sólo de una reacción fanática de visionarios, incapaces de aceptar la supremacía social y cultural de la civilización musulmana, ni de maquinaciones de espíritus intransigentes incapacitados para asimilar una seductora civilización. Se trató ante todo de defender la propia identidad y su ejercicio en un contexto complejo.
Con las mimbres de esta irreal Arcadia no es posible construir el cesto de una mítica convivencia ni responsabilizar de su desaparición a una parte de la sociedad. Los reduccionismos están fuera de lugar y las responsabilidades se hallan compartidas. Extrapolar consecuencias actuales de una realidad desconocida y manipulada supone una conducta irresponsable.
Volviendo ya a nuestro presente, y en respuesta a las afirmaciones vertidas por López Casimiro, deseo manifestar que en la situación actual no estamos sin más ante un proceso de secularización, loable en muchos aspectos y demandado por el propio Vaticano II. Se trata también de un desarrollo de actitudes laicistas, con visos de intolerancia, respecto a las convicciones de una amplia mayoría social, en demasiadas ocasiones pasiva, que es acosada sistemáticamente mediante la imposición de nuevos paradigmas, utilizando para ello los medios negados al adversario.
En todo caso no estamos ante una queja de un grupo de curas y obispos sino ante un clamor aflorado durante los últimos meses entre amplios sectores de la ciudadanía, incluida una parte importante de votantes del partido gobernante que se confiesan creyentes en un 83%. Somos muchos los que acumulamos ya altas dosis de indignación y, desde el respeto democrático, deseamos ejercer el derecho de reivindicar más consideración respecto a nuestras convicciones. Estas posturas son tan legítimas como las demás y reclamamos, como hacen otros muchos, que ellas puedan impregnar legítimamente el tejido social en el que se desarrolla nuestra vida.
Igual que determinados grupos y plataformas sociales no admiten la restricción de sus principios a la privacidad, consideramos justo no tener que pedir perdón por creer y ser consecuentes con nuestra fe ya que un Estado de Derecho debe garantizar todas las libertades, no sea que se hayan sustituido los principios del denostado nacional catolicismo por los de un decimonónico nacional laicismo.
Ser cristiano y católico no puede quedar constreñido al ámbito de la intimidad. Como ciudadanos, poseemos el derecho a no ser ridiculizados y a ser respetados como personas honorables que buscan una sociedad, justa y cabal. El ser humano es social por antonomasia constituyendo el desarrollo de sus convicciones religiosas un activo legítimo y beneficioso para el conjunto de la sociedad. La Iglesia se halla integrada por mucha gente que día a día ponemos nuestra ilusión y nuestro esfuerzo en la construcción de un mundo mas libre y mas justo. Como recordaba hace pocos días Felipe González en unas declaraciones a un periódico catalán: «la Iglesia es demasiado importante en nuestro espacio español y europeo para que se caiga en la tentación de utilizarla de manera excluyente».
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Respuesta enviada por el compañero Francisco López Casimiro.
ALGUNAS REFERENCIAS HISTÓRICAS:
“Confundir churras con merinas”.
Francisco López Casimiro.
Se ha dicho, creo que con justeza, que “la historia no se ocupa del pasado; pregunta al pasado cosas que le interesan al hombre de hoy”. En más de una ocasión, también en artículos publicados en IDEAL, he hecho referencias a la historia medieval y contemporánea, sabiendo por mi formación que no se puede descontextualizar los hechos. Referirse al pasado no es establecer paralelismo. No soy medievalista, pero estudié en mi lejana licenciatura que hasta el siglo IX los mozárabes convivieron pacíficamente con los musulmanes bajo la hegemonía de éstos, y que fueron aquéllos los que aspiraron al martirio para evitar la defección de los jóvenes seducidos por la cultura árabe. Más recientemente, por mi condición de profesor, basándome en los estudios de los modernos medievalistas como Julio Valdeón, mantengo la misma tesis. La tolerancia religiosa hay que entenderla dentro de sociedades muy sacralizadas. No se puede confundir la España del siglo XXI con Al-Andalus en siglo IX. A la hora de acudir a las citas de autorizados historiadores, no se puede mezclar a un integrista como Simonet con un hombre tan documentado y ponderado como Domínguez Ortiz, al que me guardo mucho de consultar.
Como contemporaneísta, el movimiento laicista lo conozco mejor. Aunque tiene raíces más antiguas, la esencia de la Modernidad es la secularización. El hombre alcanza la mayoría de edad. Ni la jerarquía ni la Iglesia ni religión alguna fundamentan la sociedad. La lucha por la secularización la inician los ilustrados. Consecuencia de la secularización es el pluralismo, y de éste se desprende el laicismo. Lo que propugnan los laicistas es la independencia del hombre y de la sociedad, y particularmente el Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa. Los laicistas no han ridiculizado a los católicos, ya que respetan a todas la religiones, incluida, como no podía ser menos, a la católica. Sin embargo, esta actitud no se ha producido en los dos sentidos: los católicos integristas, en innumerables ocasiones, sí que han pretendido ridiculizar a los laicistas.
Los laicistas desaprueban, por ejemplo, la presencia del presidente del Gobierno, el 25 de julio pasado, en la catedral de Santiago, en la ofrenda al Apóstol, donde hubo de escuchar las críticas del arzobispo al programa reformas del ejecutivo socialista. Comprenderían la participación del Sr. Rodríguez Zapatero, a título personal, mezclado con los fieles, pero no como representante del pueblo, elegido democráticamente entre creyentes, agnósticos, ateos y fieles de otras confesiones. También critican la presencia del alcalde y concejales, especialmente de los socialistas, en la procesión del Corpus.
Pero de lo que están hastiados los laicistas es de los privilegios de la Iglesia católica en España. Por ejemplo, un obispo puede nombrar a un profesor de religión para una facultad universitaria pública, financiada por todos los contribuyentes (independientemente de su confesión religiosa), y que éste, sin pasar por un concurso público de méritos, pueda firmar como profesor universitario. Es más, en caso de que este profesor se secularizase y el obispo lo destituyese y acudiese a los tribunales, de nuevo el Estado, con el dinero de todos los ciudadanos, habría de pagar una millonaria indemnización. El colmo de la arbitrariedad es que este profesor, como “ya está dentro”, pueda impartir algunas horas de Ciencias Sociales y pasar a profesor asociado. De estos chanchullos podrían encontrarse casos en nuestra universidad. Se podría criticar también el “privilegiado trato fiscal” del Estado con las instituciones católicas. El caso más extremo, pero que indudablemente está sucediendo, es el de un ciudadano español no perteneciente a la confesión mayoritaria, por ejemplo un musulmán, quien no solo no puede contribuir al sostenimiento de su religión vía IRPF (como es el caso de los católicos) sino que indirectamente está financiando forzosamente a la iglesia católica. Los acuerdos Iglesia-Estado, que aunque indican que la Iglesia debe tender a autofinanciarse, fijan cada año un importe del orden de 140 millones de euros como estimación de la cantidad que los fieles destinarán voluntariamente mediante algo más del 0,5% de su IRPF y que el Estado, de nuevo en un trato preferencial, se presta a adelantar a principio de año. La realidad es que los fieles españoles, quizás a la vista de casos como los de Gescartera, no contribuyen en la cantidad estimada, no superándose vía IRPF una recaudación de unos 100 millones de euros. ¿Qué ocurre con los otros 40 millones? Pues que el Estado los aporta a fondo perdido, no reclamando hasta ahora su devolución, por lo que todos los ciudadanos, en mayor o menor medida, dependiendo de la casilla elegida en su declaración, financian a la Iglesia Católica. También los musulmanes, budistas, protestantes, judíos, etc, tan españoles como los católicos.
En el tema de la enseñanza, los laicistas defienden como principio que la enseñanza debe ser laica, y la enseñanza religiosa debe impartirse en las familias y en las parroquias. Las actuales sociedades europeas son plurales; las inmigraciones las han hecho multirraciales, de modo que el laicismo puede ser un lugar de encuentro y la solución de muchos problemas. El laicismo es una filosofía que propicia la integración.