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Pensar el modelo intercultural desde el Derecho

El 2008 se ha declarado Año Europeo del Diálogo Intercultural2 para reivindicar que todas las personas, sin importar sexo, etnia o religión somos diferentes en nuestra igualdad, y que nadie tiene una única identidad. Edouard Glissant, poeta, miembro de la UNESCO, y resistente a todo dogmatismo, diferencia entre la identidad-raíz que apela a conceptos como el de filiación y pureza para defender sus valores, y la identidad-rizoma que reivindica una apertura a la diversidad de lenguas y culturas. El Judaísmo, el Cristianismo y el Islam parten de la misma creencia revelada: “tres religiones monoteístas aparecidas alrededor del Mediterráneo y que han engendrado todas ellas absolutos de espiritualidad y colmos de exclusión”. Hay que reivindicar cualquier cosmovisión donde, como dice Glissant, “los ángeles son indios, la virgen negra y las catedrales…vegetaciones de piedra”3. Sabemos que la convivencia de diferentes culturas en un mismo territorio genera conflictos, y es objetivo común del ser humano conseguir una coexistencia pacífica. Para garantizar la cohesión social adecuada deben implementarse estrategias de asentamiento y convivencia que nazcan con la certeza de ser efímeras, como todo lo humano.
Los juristas solemos despreciar el conocimiento del problema que excede del campo estricto del positivismo normativo; una veces por desconocimiento, y otras por falta de tiempo. El peligro de esa actitud es dificultar la resolución del problema o, incluso, acabar empeorándolo. Intentando corregir dicha actitud, hay que saber cómo influye la población en el desarrollo de los procesos económicos y sociales, que tanto influirán en los derechos culturales. Bien es verdad que el derecho no pretende explicar el mundo, nuestro campo de actuación es más limitado: nos conformamos con ordenar y gestionar en un contexto determinado4.
Cada vez más, las relaciones internacionales trascienden de los Estados-nación. Existe una correlación entre la globalización y las migraciones masivas; los elementos que las dinamizan suelen ser de índole económica, o por exclusión debida a la raza, el sexo o la religión. La falta de horizonte impulsa a migrar a mujeres, niñas y niños, y varones, hacia otros países con otras lenguas, otras costumbres, otras leyes, otras culturas. Una vez en el lugar de destino, el desarraigo lleva a emplear la diferencia cultural (lengua, costumbres o religión) como seña de identidad de cada colectivo. Por otro lado, las sociedades de origen se quedan sin un importante y cualificado contingente humano. El temor de perder los referentes identitarios está presente en ambas sociedades; la de origen por omisión de su población y la de destino por acción de población diversa. La necesidad de manifestar públicamente las diferencias, quizá se deba a una forma de reafirmar su identidad en cuanto a población específica, sea migrante o no. Esta visibilización de diferentes colectivos genera una nueva relación entre la identidad cultural y la ciudadanía5. Para que la cultura sea considerada como tal, en la actualidad, la mujer podrá desempeñar sus potencialidades con la misma libertad y oportunidades que los varones. Cada vez son más los estudios que nos confirman el papel de la mujer como elemento imprescindible en el desarrollo humano. Así se ha reflejado en los Objetivos del Milenio y otros textos internacionales constatándose con las relaciones que, a través de redes, generan las mujeres. Incluso en momentos dramáticos, a través de la educación no formal y de las relaciones interpersonales, hacen posible una vecindad aceptablemente tolerante sobre la que se puede comenzar a reconstruir la paz perdida. Es la mujer quien teje vínculos entre cosmovisiones antagónicas; tan excluyentes que ellas son las primeras en estar relegadas. Difícil papel el de las mujeres; convertidas a la vez en guardianas de las tradiciones, y sabias exploradoras de caminos propicios para la supervivencia de los miembros de la familia, por encima de su propia emancipación. Los Informes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo aportan datos a lo que ya sabíamos: las mujeres son los agentes más dinámicos de desarrollo económico, a pesar de ser ciudadanas de segunda categoría.

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