A los laicistas, un principio irrenunciable de igualdad nos lleva a exigir la neutralidad del Estado frente a las diferentes creencias. Neutralidad que tiene como primer paso una nítida separación entre el Estado y las confesiones que tutelen esas creencias, es decir, las religiones. El objeto de esta neutralidad es preservar la libertad de conciencia de todas y todos. El Estado (el conjunto de los servidores públicos) no puede dar prioridad a ninguna creencia, no puede tener ninguna como «verdadera», su responsabilidad es la de generar y cuidar un espacio donde todas (las presentes y las posibles) tengan cabida y libertad de expresión. Su obligación es crear un marco exterior a, e independiente de, todas ellas.
La aplicación práctica de esta separación plantea la necesidad de identificar aquellos actos que sean expresión de cada una de esas creencias. Y para ello es imprescindible diferenciar los acontecimientos sociales que son meras costumbres (comúnmente identificados como «hechos culturales») de aquellos que son sentidas manifestaciones públicas de creencias confesionales.
Con el avance de los conocimientos de la humanidad sobre el universo donde habita, los diferentes conjuntos de creencias y explicaciones han tenido que ir modificando sus interpretaciones tanto sobre los fenómenos de ese universo habitado como de las causas y razones de las sociedades humanas que lo ocupan (en equilibrio con otras muchas formas de vida), e incluso, sobre las propias formas de conocer y construir esas explicaciones. Son muy ilustrativos los innumerables estudios históricos, sociológicos, antropológicos, biológicos, paleontológicos, neurocientíficos, etc. que jalonan la historia del pensamiento humano.
En un momento dado, el conjunto de creencias que caracteriza a un grupo social tiene su expresión más general a través del correspondiente conjunto de ritos o manifestaciones colectivas. Muchos de los adscritos a cada confesión la identifican a través de estas acciones sin profundizar en las explicaciones y justificaciones que están tras de ellas. Con el avance del conocimiento pierden sentido las justificaciones argumentales de los hechos y quedan los ritos como meras «expresiones culturales». Poco a poco lo que fueron manifestaciones fervorosas de una creencia se convierten en costumbres sin más fundamento que su repetición y que se amparan bajo el identificativo genérico de «tradiciones». Tradiciones que en sí mismas no tienen más justificación que el haberse repetido en el transcurso del tiempo (se jerarquizan por su antigüedad) sin resultado alguno que las ratifique.
Obviamente estas concreciones tradicionales de las costumbres son independientes de la conciencia de cada persona, y por ello no están amparadas por la irrenunciable «libertad de conciencia».
Perdón por la larga y quizás innecesaria introducción. Su desarrollo trata de dar fundamento la necesaria denuncia de la burda manipulación a la que asistimos cuando nos intentan camuflar creencias con costumbres. Ocurre a veces que los cimientos ocupan mucho más que la obra.
O la procesión católica del Corpus es ya una mera costumbre cuyo mérito es la longevidad, o es una fervorosa manifestación de la creencia en el milagro de la transubstanciación por la que los creyentes cristianos afirman su convencimiento de que su señor está realmente presente en la hostia consagrada. Y ambas versiones son incompatibles. Los que asisten a la procesión considerando la primera fórmula insultan a los que lo hacen por la segunda.
O la supuesta bendición de las aguas del litoral gijonés es un acto del «folclore playu» donde el oficiante es consciente de que está haciendo una representación para convocar a una reducida parte del vecindario de Gijón o realmente cree en la misa que oficia para bendecir un agua con la que espera que, en reconocimiento de lo hecho, su dios le beneficie. Ambas versiones son incompatibles, el oficiante no puede tener dos caras, o es un falsario.
Y todos aquellos que argumentan que su patrón es el patrón el de todos, que su fiesta es la fiesta de todos, y que todos están obligados a celebrarla (unos por sus creencias y los otros porque ellos la identifican como «tradición») lo único que pretenden es esconder la imposición de sus creencias ocultándolas en un supuesto conjunto de costumbres que, en su valoración, «necesariamente» han de ser de todos, manifestando así un inaceptable desprecio por las verdaderas creencias de los demás.
Luis Fernández González