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Para entender el Estado no confesional

En el período de gobierno tras anterior al actual se planteó una interesante discusión relacionada con la confesionalidad del Estado Costarricense, la cual fue acallada rápidamente por las fuerzas que manejan los medios de comunicación, las amenazas abiertas de la Iglesia Católica (única beneficiaria de la confesionalidad del Estado Costarricense) y la inoportunidad del momento: se iniciaba la campaña política. Luego, durante el gobierno de la hija predilecta de María, el silencio cayó sobre esta iniciativa, como parte del compromiso político del gobierno liberacionista con la Iglesia católica.

Al respecto mencionaba en un artículo Luis Carnevale que Costa Rica es de los últimos países de Occidente que mantienen el anacronismo de un Estado confesional. Para la Iglesia sostenerlo es una causa perdida y está resignada a aceptar su eliminación. Hasta Benedicto XVI, el papa anterior, expresó que el Estado laico es perfectamente compatible con la religión. Lo esencial de esta reforma (la que se planteaba en ese momento) es que eliminaría una grave injusticia para miles de ciudadanos creyentes de otras religiones, obligados constitucionalmente a que sus impuestos se utilicen para sostener solo a una de ellas. Y también para los no creyentes en ninguna.

Por Estado Confesional, como señala Jesús López Lobato, debe entenderse como el Estado que adopta como propia una determinada religión y concede privilegios a la jerarquía o a los creyentes de ésta; discriminando y cometiendo actos de intolerancia contra los creyentes de otras religiones y de los no creyentes. Éste asume la fe como cosa propia, como principio de unidad política. La idea de confesionalidad lleva consigo la de intolerancia. Un disidente religioso es también un disidente político, y en cierto sentido un traidor al Estado. Aunque parezca asombrosa esta consideración, es la deducción lógica de la norma jurídica.

En algunos momentos se ha confundido el término laico con el de no confesional, y ello es un grave error. El laicismo, en el diccionario de la Real Academia (RAE), “es la doctrina que defiende la independencia del hombre y, en particular, del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa”. No obstante la confusión alrededor de este concepto ya viene de antiguo. Defender la laicidad no es adoptar una actitud furibundamente antirreligiosa. Esta creencia ha sido usada siempre por grupos religiosos ultraconservadores que se arropan de un fácil “victimismo” para criminalizar todo posicionamiento laico del Estado.

Conviene empezar por recordar que la palabra “laico” es propia de la terminología eclesiástica, del Derecho Canónico, que distingue –básicamente- entre “laicos” y “clérigos” o “religiosos”. Los laicos son, expresado de modo negativo, los que no son ni clérigos (sacerdotes) ni religiosos (miembros de Congregaciones  religiosas: frailes y monjas, para entendernos). Pero los laicos, pueden ser, evidentemente, personas creyentes y practicantes (cristianos o de otras confesiones religiosas) o no creyentes. Por tanto, “laico” se opone a “clérigo” o a “fraile”, pero no a creyente. El  término “laico” es tomado del griego “laos”, que significa “el pueblo”.

Estado “no confesional” es el que no tiene una religión propia como religión oficial, pero respeta el derecho a la libertad religiosa de sus  ciudadanos, que pueden tener una religión u otra, o  no tener ninguna, y no  tienen más límite para el ejercicio de  sus creencias religiosas  que el orden público.

El Estado es libre para abrazar o no una determinada religión, pero en todo caso, si es un país libre y democrático y por tanto respeta los derechos humanos, tiene el deber de respetar el derecho a la libertad religiosa de sus súbditos. Esta laicidad del Estado es una “laicidad positiva”, válida y legítima. El Estado mal llamado “laico” y que realmente es “Estado laicista” es no el que simplemente no tiene  ninguna religión, sino el que en la práctica es contrario a toda religión.

El Estado laicista fácilmente llega a ser un Estado fundamentalista. Hay Estados fundamentalistas religiosos (algunos musulmanes, como es sabido, en los que no se admite más religión que la del Estado y se persigue a las demás). Pero puede haber Estados fundamentalistas laicistas, en los que se tiende a ahogar toda religión, y en particular la católica

Sin embargo, señala Javier Akerman, es importante dejar bien claro que el laicismo, más que una doctrina, es una opción de libertad de conciencia. Es una fundamental actitud individual o colectiva ante las doctrinas religiosas, independientemente de la confesión que sean.

El Estado Confesional (ya sea católico, protestante o islámico) no deja otra opción religiosa y se convierte en un absoluto controlador de la conciencia ciudadana al proteger y, en muchos casos imponer, la norma moral y teológica que debe seguir la sociedad. El Estado debe ser absolutamente neutral en cuanto a las prácticas religiosas siempre y cuando éstas no conculquen las leyes. El Estado no debe promover una determinada opción religiosa por encima de otras, por el contrario, debe respetar su práctica privada.

Lo que es inadmisible es que, por razones históricas, una determinada religión sea juez y parte desde posiciones gubernamentales. El derecho a la libertad de conciencia de cada persona choca frontalmente con un Estado confesional. La neutralidad del Estado en lo referente a las religiones es la mejor posición institucional para evitar desigualdades y abusos de poder. Su independencia garantiza la igualdad de trato de las confesiones que conviven en su territorio nacional. El abuso de poder de los Estados confesionales adquieren su máxima expresión en los Estados Teocráticos, en donde las leyes y los derechos civiles de la ciudadanía están supeditados a la Ley Divina dando como resultado, en casos ya tristemente conocidos, del más ciego e intolerante fanatismo religioso.

Un estado democrático no puede consagrar privilegios para nadie. El anticlericalismo puede empezar a germinar si no se separan del Estado los privilegios de cualquier religión. La sociedad debe ser política y administrativamente laica para que todos los que la forman puedan ser libres en materia de conciencia y creencia. El laicismo (y la no confesionalidad del Estado) es un verdadero antídoto contra los integrismos religiosos que en pleno siglo XXI han polarizado la sociedad mundial. Es preciso tener bien claro que el laicismo y la no confesionalidad no son sinónimo de exclusión, ni de ateísmo estatal, ni es un “sentir antirreligioso” que emana del estado.

Un estado laico no confesional defiende la sana convivencia de las creencias religiosas en su territorio pero no se identifica con ninguna. Por desgracia muchos países que han tratado de separar Iglesia/Estado se han encontrado con la beligerante oposición de los que temen perder ciertos privilegios adquiridos a golpe de decreto. También en el lado contrario están las persecuciones religiosas promovidas por dictaduras que ni siquiera dejaban un margen a la práctica religiosa en el ámbito privado.

Lo anterior por lo general se deriva hacia el argumento falaz de que un estado no confesional es un estado sin moral ni ética. Hay que separar y distinguir claramente la ética laica de la moral religiosa, pues si bien ambas provienen de una transmisión cultural y de valores socialmente “heredados”, en la moral sobresale el aspecto obligatorio, teológico, coercitivo y punitivo. En las normas morales destaca la presión externa, en cambio en las normas éticas sobresale el valor percibido y apreciado internamente por el individuo desde la perspectiva de la libertad para evaluar, reflexionar y hasta criticar ese modelo. El fundamento de la ética laica es asumir un valor sin presiones, no una norma impuesta desde el exterior, sino a la que se llega internamente por la libre reflexión de conciencia del individuo.

La ética y la normativa que de ella se deriva tienen sus raíces en la autonomía de la creencia sobre la libre reflexión. Se fundamenta sobre el conocimiento, no sobre emociones transmitidas de generación en generación que se refuerzan a sí mismas gracias al miedo, el desconocimiento o la inmadurez del individuo. La libertad de análisis implica el compromiso de desligar las falsas creencias de mitos y de estereotipos. En la ética somos cirujanos que diseccionamos la norma mientras que en la moral acatamos el valor condicionados por una educación esclavizante en lo intelectual.

Avanzado ya en este nuevo siglo asistimos asombrados a un rebrote de los fundamentalismos religiosos. Por un lado están los que propugnan volver a las Cruzadas y al rearme moral contra ateos y paganos y en el otro frente se agitan las aguas fanáticas de alfanjes y cimitarras contra los “infieles”, para reconquistar los territorios perdidos en cruentas y sanguinarias guerras pretéritas. La idea de una espiritualidad laica expresa, en cierto sentido, parte de la visión budista actual sobre este tema.

Luego de las consideraciones anteriores debemos citar lo que señala Celín Arce Gómez: Independientemente del modelo que cada país adopte, ninguno de ellos puede ser entendido adecuadamente sin tener en mente el hecho religioso desde el punto de vista jurídico, esto es, sin considerar la libertad religiosa, por lo que conviene repasar aunque sea, someramente, los alcances de dicha libertad.

La libertad de religión, involucra, en primer lugar, la libertad de pensamiento en materia religiosa, llamada también libertad de conciencia, como la de culto y de proselitismo, es decir, la posibilidad de reunirse con otros fieles para hacer en común funciones, ceremonias y prácticas religiosas, y discutir problemas religiosos con el fin de propagar la fe.

La libertad religiosa encierra, en su concepto genérico, un haz complejo de facultades. En este sentido, en primer lugar se refiere al plano individual es decir, la libertad de conciencia, que debe ser considerado como un derecho público subjetivo individual, esgrimido frente al Estado, para exigirle abstención y protección de ataques de otras personas o entidades. Consiste en la posibilidad, jurídicamente garantizada, de acomodar el sujeto, su conducta religiosa y su forma de vida a lo que prescriba su propia convicción, sin ser obligado a hacer cosa contraria a ella.

La libertad religiosa es una verdadera libertad fundamental con todos los atributos que le son propios, sea, es un derecho inherente a toda persona por su sola condición de tal, es anterior al Estado, es inviolable e imprescriptible.

El primer texto oficial de carácter internacional que se refiere a la libertad religiosa es la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, aprobada en Bogotá el 30 de marzo de 1948, cuyo artículo 3 dice: “Toda persona tiene el derecho de profesar libremente una creencia religiosa y de manifestarla y practicarla en público y en privado”.

En nuestro país no cabe duda que el artículo 75 constitucional garantiza la libertad religiosa, al permitir el libre ejercicio de otros cultos distintos al católico, con la condición de que no se opongan a la moral universal ni a las buenas costumbres, siendo éstos, entonces, los límites genéricos de dicha libertad, además de los otros que son propios de toda libertad pública.

En segundo lugar, se refiere al plano social, la libertad de culto, que se traduce en el derecho a practicar externamente la creencia hecha propia. Además la integran la libertad de proselitismo o propaganda, la libertad de congregación o fundación, la libertad de enseñanza, el derecho de reunión y asociación y los derechos de las comunidades religiosas.

¿Dónde se encuentra, entonces, la razón para oponerse a que el Estado costarricense deje de ser confesional? En que la religión conserva un papel relevante en nuestros días y de hecho incide poderosamente en las decisiones gubernamentales, como se ha visto últimamente. Y ello no puede ni debe aceptarse por múltiples razones.

Debemos reconocer que si hay un tema relevante en este inicio de milenio, éste es sin duda el religioso. La religión vuelve a estar de actualidad después de dos siglos en los cuales parecíamos asistir a su declive irreversible. Lejos de ser, hoy, un factor cultural en retroceso, se halla en primer plano de los asuntos mundiales. Pero este fenómeno debe entenderse bien, pues sus manifestaciones empiezan a ser inquietantes. Es decir, el resurgimiento del sentimiento religioso personal (como respuesta a la confusión y el vacío existencial) no es precisamente la tónica, sino que lo es la utilización de los contrasentidos religiosos para la manipulación de conciencias, colectividades y hasta gobiernos.

Tanto el fenómeno del integrismo, islámico, judío o cristiano, como el general interés por las religiones orientales dentro del ámbito occidental, o el despertar de las grandes religiones históricas, desde el hinduismo en todas sus formas hasta el islam (en sus variantes sunitas o chiitas), todo ello es índice de un interés creciente por lo religioso. El final de la Guerra Fría parece sustituir el registro ideológico como lugar en donde se articulan y anudan las convicciones y los conflictos por el registro religioso. Como si la etapa de supremacía de las ideologías hubiese dejado terreno expedito, de nuevo, al resurgimiento de las grandes religiones.

Triunfan por doquier fuerzas centrípetas, destruyendo o dispersando unidades grandes o medias de naturaleza inestable; así por ejemplo los estados multinacionales del tipo de Yugoslavia o de la antigua Unión Soviética. Y lo que determina y decide las razones nacionales que marcan las escisiones y disidencias son, sobre todo, factores culturales que remiten, antes que nada, a los diferenciales religiosos. Estos acaban teniendo un peso específico mucho mayor que otros factores (como, por ejemplo, los lingüísticos).

Hoy se impone reconsiderar la naturaleza y condición de la religión. Es preciso «pensar» la religión, so riesgo de que la religión «nos piense» en su peculiar modo extremo (según los dictados de todos los integrismos hoy redivivos). La religión no se reduce a fenómenos como el integrismo. Es preciso «salvar» el fenómeno que constituye la religión: la natural, o connatural, orientación del hombre hacia lo sagrado; su re-ligación congénita y estructural. Es preciso «salvar» ese fenómeno por rigor filosófico y fenomenológico. El pensamiento moderno ha sido escasamente perspicaz en relación a la importancia del hecho religioso. Ha tendido a reducir éste a aspectos parciales de su compleja existencia: a su carácter «social» (como ideología y falsa conciencia, así en las tradiciones marxistas); a su naturaleza «psíquica» (como expresión ilusoria de las miserias psíquicas del hombre, expresadas en el gran surtido de sus enfermedades mentales, así en Freud y en las tradiciones psicoanalíticas).

Sin embargo, una cosa es el fenómeno religioso, trátese como se trate, no importa el ángulo, y otra muy distinta el contrato social de la ciudadanía para, dentro de una filosofía política determinada, se establezcan las instituciones políticas y sociales indispensables para la convivencia. El primer fenómeno, aceptado desde cualquier ángulo es, igual que el segundo, una creación humana que tiende inexorablemente a la captura del poder, y es allí donde nacen los conflictos.

Por lo tanto, aceptando la necesidad de los seres humanos de poseer algún asidero sicológico para enfrentar su ignorancia, es decir, poseer una religión que le conceda un sentido a su existencia frente la inmensidad de lo desconocido, no debe aceptarse que ésta –sea cual fuere- se convierta en la norma de conducta para una colectividad en la que la diversidad es la norma. El fenómeno religioso es personal, proporcional a la ignorancia del individuo, y no debe imponerse a toda una colectividad como instrumento de sojuzgación, dominio y manipulación, con se ha comprobado históricamente en el pasado y se manifiesta actualmente en diversas partes del planeta.

Así pues, un Estado no confesional no tendría mayores problemas (desde el punto de vista teórico) para enfrentar decisiones en temas tan delicados a la conciencia de una colectividad manipulada por la religión o religiones imperantes, como la eutanasia, el divorcio, el reconocimiento de los derechos civiles de parejas del mismo sexo, la contra concepción, y así muchos más.

Pero debemos recordar en este momento que es una lucha feroz la que se desatará cuando se vuelve a plantear el tema, buscando una modificación constitucional. Y no por principios o posiciones filosóficas, sino porque los representantes de las principales religiones que existen en el país, la Católica y las agrupaciones Cristianas, lo que buscan es preservar los beneficios odiosos que posee la primera, y obtenerlos igualmente en el caso de los segundos. Es decir, no es una aspiración religiosa, sino rastreramente mundana. Que además, seguirá siendo injusta hacia quienes no poseemos este tipo de creencias, pero que debemos aceptar la imposición de que nuestros impuestos se utilicen para financiar cualquiera de estas agrupaciones.

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