Hay una mujer en El Salvador, una mujer de 22 años llamada Beatriz, enferma de Lupus y que padece una grave insuficiencia renal, madre de un hijo de dos años, que está embaraza de un feto anacefálico, es decir sin cerebro, (que morirá a las pocas horas de nacer, si es que llega a hacerlo) a la que se le ha negado la posibilidad de abortar. Los médicos han advertido que Beatriz puede morir si continúa con su embarazo pero en El Salvador le han dicho que se aguante. Que el feto sin cerebro es más importante que su vida, que su vida no cuenta, no es nada. Y en realidad, no nos engañemos, se trata exactamente de esto, eso es lo que subyace en la batalla ideológica del aborto: cuánto valen las vidas de las mujeres, qué valor tienen sus decisiones, qué derecho tienen a autodeterminarse o quién decide por ellas, por nosotras. En El Salvador, ningún valor, ningún derecho, el estado o la iglesia tienen poder de decisión sobre la vida de Beatriz, a la que han condenado.
En España estamos mucho mejor, es obvio, pero se equivoca quien piense que algo así no puede pasar. Algo así ha pasado hace poco en Irlanda con la muerte de Savita Halappanavar, que falleció porque los médicos se negaron a practicarle un aborto que necesitaba para salvar su vida. Savita murió porque su vida era mucho menos valiosa que la del feto que la mató. La lucha por el aborto es la lucha de las mujeres por conseguir que nuestras vidas sean tan valiosas como las de los hombres. Enfrente tenemos el fundamentalismo patriarcal de la Iglesia Católica a la que le resulta insoportable la idea de que las mujeres pueden autodeterminarse totalmente. Es normal que ese fundamentalismo se agarre con uñas y dientes al control del cuerpo de las mujeres porque recordemos que el relato místico-religioso está basado en historias que ejemplifican que cuando las mujeres deciden la humanidad se hunde y cuando no deciden y se entregan sumisamente, “Hágase en mí según tu palabra”, la humanidad se salva. Sobre las sostenedoras, involuntarias y pasivas, de un relato místico que nos niega otro valor que ese, el de obedecer, y que otros han inscrito en nuestros cuerpos y nuestras vidas.
Lo que aquí importa no es el feto y la vida de las mujeres sólo importa en tanto se sometan al relato creado para ellas; cualquier conato de rebeldía, de autodeterminación, tiene que ser aplastado, caiga quien caiga, muera la que muera. A la iglesia no le importa el aborto, sino la posición de las mujeres y eso es fácilmente demostrable para quien se moleste en leer un poco. El fundamentalismo antiabortista es relativamente nuevo, no tiene ni 100 años y la iglesia no siempre ha sido tan tajante en esta prohibición. El aborto, en cambio, es una práctica tan antigua como la humanidad. Debió aparecer en el momento mismo en el que las mujeres se hicieron conscientes de los mecanismos biológicos del embarazo y de sí mismas. Por tanto desde que el ser humano es tal. A lo largo de la historia el estatus del embrión siempre ha sido considerado más o menos el mismo, una vida humana en potencia, un bien merecedor de cierta protección, pero nunca se ha considerado desde ningún punto de vista que un feto -mucho menos un embrión- sea igual a un ser humano. Nunca antes, hasta el siglo XIX y definitivamente desde los años 60, los “derechos del feto” habían sido considerados un tema de debate.
Lo cierto es que a lo largo de la historia las mujeres nunca han tenido conflictos éticos respecto al aborto, nunca. Han tenido conflictos sociales o legales, pero no morales. Las mujeres siempre han sabido que lo que estaba en juego era, primero, su propia vida, después su responsabilidad con el que fuera a nacer una vez nacido y también con sus otros hijos si los tenía. El aborto como conflicto ético nace en el siglo XIX como consecuencia de un proceso social y político que tiene la autodeterminación de las mujeres en su centro. Dicho conflicto se recrudece en los 60 y 70 como reacción a los éxitos feministas y alcanza su cénit en los 80 que es cuando ocupa el lugar de centralidad en el discurso de la iglesia y de todos los fundamentalismos morales y políticos que ahora tiene.
La iglesia consideró durante siglos que el aborto no era especialmente grave si se producía antes de que el feto se moviera dentro del feto materno, esto es, hacía el cuarto mes de gestación. Y aun así no siempre era grave. Hasta 1869 el papa Pío IX no prohibió el aborto en cualquier momento de la gestación. ¿Por qué ese empeño ahora en hacer del aborto algo fundamental? A la iglesia no le importó el aborto mientras las mujeres no tenían ninguna posibilidad de autodeterminarse. La sociedad, la cultura y las leyes eran bastante para mantener a las mujeres en su lugar. Si una mujer quedaba embarazada fuera del matrimonio ese era el problema y no el aborto; el aborto, de hecho, era considerado una solución en estos casos. Era la sexualidad ejercida libremente lo que les importaba porque eso era lo que ponía su edificio en cuestión. Ahora que esa batalla la han perdido, lo importante es un embrión, un conjunto de células que crece en el vientre de las mujeres. Ese embrión se ha convertido en unos casos en una de las últimas fronteras en las que pueden seguir determinado, “con su palabra” las vidas de las mujeres; en el caso de los países pobres en cambio, más que una frontera la defensa a ultranza de ese embrión es un dique de contención para que no se llegue a la situación que vivimos en otros países, donde las mujeres hemos conseguido, no del todo, valorizar nuestras vidas.
Lo que aquí está en juego es el enfrentamiento entre dos concepciones del mundo y de la posición que las mujeres tienen que ocupar en él. Los frentes de esta batalla no permanecen fijos y se recrudecen cada vez que se mueve la frontera que los separa, y esto ocurre cada vez que pasa algo que según los conservadores viene a atentar contra el estatus de la familia tradicional. Los conservadores han encontrado en el debate sobre el estatus del feto un filón discursivo que es necesario desenmascarar: no es el derecho a la vida, ni mucho menos la suerte de los embriones o de los fetos lo que se discute, sino que lo que está en juego es la capacidad que tengan las mujeres para autodeterminarse, y con nosotras también una determinada concepción de la familia, de la sexualidad, de la reproducción, de la igualdad de género y, claro, de los hombres.
Aquí la batalla la vivimos en el Parlamento, pero en muchos otros países las mujeres mueren para que la palabra de ese dios inclemente e impiadoso se siga cumpliendo.
Beatriz Gimeno es escritora y expresidenta de la FELGT (Federación Española de Lesbianas, Gays y Transexuales)
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