La guerra contra el terrorismo internacional liderada por EE UU no ha logrado acabar con el compromiso mutuo que sellaron Bin Laden y el mulá Omar
La fotografía publicada miles de veces de Osama Bin Laden y Ayman Al Zawahiri juntos se había convertido en un símbolo de la mayor afrenta del terrorismo internacional: los atentados del 11 de septiembre de 2001. Desde el domingo, Estados Unidos ya puede presumir de que ambos jefes de la banda terrorista Al Qaeda han sido liquidados. El primero, en mayo de 2011 en Pakistán. El segundo, su sucesor, el 31 de julio de 2022 en Kabul. Y ambos han hallado la muerte en delicadísimas operaciones que requieren de un entramado de tecnología y colaboradores que hacen que conseguir el objetivo obligue a celebrarlo por todo lo alto, como hizo el presidente, Joe Biden. Porque no es lo mismo que Bin Laden y Al Zawahiri mueran en combate o cometiendo un atentado a que logre matarlos su principal enemigo.
Antes del 11-S, Bin Laden había sellado un pacto con el mulá Mohamed Omar, que había fundado en 1994 el movimiento talibán en Kandahar, en el sur de Afganistán. Esa alianza fue esencial para que el terrorista saudí hallara acomodo en este país tras los atentados que dirigió contra Estados Unidos. La protección ofrecida por Omar fue la que llevó al presidente George W. Bush a ordenar la invasión que mantuvo a sus tropas en suelo afgano desde 2001 a 2021. Las negociaciones entre Estados Unidos y los talibanes en Qatar para poner fin a la ocupación lograron la firma del conocido como acuerdo de Doha en febrero de 2020 bajo la presidencia de Donald Trump. Además de planear la salida de las tropas, el pacto recogía que Afganistán no iba a servir más de base para terroristas que amenazan a Estados Unidos. Pero los talibanes son un caldo de cultivo para Al Qaeda mucho mejor que el Afganistán ocupado por los extranjeros.
Que Al Zawahiri se instalara en una residencia del mismo centro de Kabul, algo que nadie considera posible sin el beneplácito talibán, no solo convertía el acuerdo de Doha, capital de Qatar, en papel mojado. También servía para confirmar que la alianza de Bin Laden y Omar, muerto en 2013, permanecía muy firme con el paso de los años y sobrevivía a ambos líderes. “El hecho de que estuviera en Afganistán, como muchos predijeron, no es una sorpresa, ni —según las propias afirmaciones de los talibanes— una violación de los acuerdos de Doha. Esto se debe a las numerosas lagunas jurídicas de los propios acuerdos”, comenta el investigador italiano Riccardo Valle.
Diferentes facciones entre los talibanes
Sin concretar una posible participación desde dentro que haya hecho posible la muerte del líder de Al Qaeda, Valle, colaborador en la Universidad de Trieste, se refiere a las diferencias que puede haber dentro de los propios talibanes a la hora de gestionar sus relaciones con el grupo terrorista. “Parece que los talibanes están divididos entre aquellos que quieren mantener a Al Qaeda en silencio y tranquila, aunque aún quieran recibirlos en Afganistán, y, por otro lado, aquellos que están más cerca de la organización terrorista y quieren mantener la alianza elogiando a Al Zawahiri, como los integrantes de la red Haqqani”, señala en unas respuestas enviadas por escrito. Se refiere a una facción de los talibanes que goza de cierta autonomía, que lleva las riendas de la seguridad en Kabul y que lidera Sirajuddin Haqqani, ministro del Interior y uno de los halcones del Emirato.
Con la toma de Kabul el 15 de agosto del año pasado, los talibanes lograron el control total de Afganistán. Lo hicieron frotándose las manos en medio de la calamitosa retirada de las tropas internacionales y de la rendición del Ejército local. Aquel borrón seguramente pese más en el mandato de Biden que la medalla que se ha colgado con la muerte de Al Zawahiri, aunque esta haya sido lograda mediante un quirúrgico bombardeo con un avión no tripulado en pleno centro de la capital afgana. “En cualquier caso, es probable que los talibanes continúen albergando a Al Qaeda y otras organizaciones; su enfoque hacia estos grupos puede cambiar, pero la solidaridad se mantendrá”, vaticina Riccardo Valle.
Es cierto que en este último año la población local ha ganado cierta seguridad en su vida diaria y a la hora de desplazarse por el país, como reconocen empleados de algunas organizaciones internacionales desplegadas en el país asiático. Pero si eso es así, y a nadie se le escapa la paradoja, es porque eran los propios talibanes los que sembraban mayoritariamente el terror por todo Afganistán matando no solo a militares extranjeros ocupantes, sino a tropas autóctonas y a miles de ciudadanos en ataques muchas veces indiscriminados.
A punto de cumplirse el primer año del segundo ascenso al poder de los talibanes —ya lo hicieron entre 1996 y 2001—, la principal amenaza que deben afrontar ahora instalados en el poder del Emirato que han instaurado es la que representan los terroristas del Estado Islámico (ISIS, según sus siglas en inglés). Este grupo terrorista nació en Irak de una escisión de Al Qaeda y, desde el terror, las posturas de ambos parecen alejadas. Desde mediados de la década pasada, cuenta con una franquicia propia en Afganistán, donde se hacen llamar Estado Islámico de la Provincia de Khorasan (ISIS-K).