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Pablo en Atenas y la venganza justiniana

Entendemos aquí la “venganza justiniana” como metáfora del fundamentalismo religioso y la intolerancia ante el pluralismo ideológico. Ante la imposibilidad de argumentar con la razón, la religión ataca a la razón.

¿Razón y fe pueden convivir en las sociedades actuales? La respuesta es que sí, pero siguiendo el ejemplo de los filósofos griegos y no el de Pablo de Tarso: distinguiendo los espacios público y privado, y dejando a la razón y a la religión cada una en su sitio.

“Mientras Pablo los esperaba en Atenas, su espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría. Así que discutía en la sinagoga con los judíos y piadosos, y en la plaza cada día con los que concurrían. Y algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos disputaban con él; y unos decían: “¿Qué querrá decir este palabrero?” Y otros: «Parece que es predicador de nuevos dioses”; porque les predicaba el evangelio de Jesús, y de la resurrección. Y tomándole, le trajeron al Areópago, diciendo: “¿Podremos saber qué es esta nueva enseñanza de que hablas? Pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto”. (Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo.) Entonces Pablo, puesto en pie en medio del Areópago, dijo: “Varones atenienses, en todo observo que sois muy religiosos; porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO CONOCIDO. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio. (…) Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos”. Pero cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaban, y otros decían: “Ya te oiremos acerca de esto otra vez”. Y así Pablo salió de en medio de ellos” (Hechos 17, 16-33).

            En el siglo I, el recién convertido Pablo de Tarso viaja a Atenas y allí se escandaliza de la idolatría de los griegos. Animado por los propios epicúreos y estoicos les explica su buena nueva: la salvación en la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Al oírlo, los atenienses se burlaron, y los más educados lo despacharon con un “en otra ocasión”. Seguramente recordando esta experiencia, luego escribiría a los corintios que, para los griegos, que buscan sabiduría, el mensaje cristiano es locura: “Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros anunciamos un mesías crucificado, para los judíos escándalo, para los paganos locura” (1 Corintios 1, 22-23). En estos textos neotestamentarios puede observarse el contraste entre Atenas y Jerusalén, entre la filosofía griega y la religión cristiana, en definitiva, entre razón y fe, y también desde aquí podemos preguntarnos por el lugar de la religión en las sociedades plurales.

Atenas ha sido el referente de la filosofía, el centro de la filosofía clásica por donde han pasado los grandes del pensamiento antiguo: Anaxágoras, Protágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro, Zenón de Citio…, y donde florecieron las escuelas más importantes: la Academia, el Liceo, el Jardín de Epicuro o la escuela estoica. Atenas no solo es símbolo de la filosofía sino también del pluralismo, muestra del cual son todas esas filosofías, y también el pluralismo religioso de la época, y ante el que Pablo de Tarso se indigna porque para él es idolatría. El texto de los Hechos muestra también el carácter abierto de los atenienses, que al enterarse de que Pablo de Tarso explicaba algo novedoso en la plaza pública a quien quisiera escucharle (emulando de alguna forma a Sócrates) le invitan a exponerlo públicamente para poder saber qué dice. Sin embargo, el final es decepcionante para los atenienses: cuando le oyen hablar de la resurrección pierden el interés y se marchan, algunos incluso burlándose. El mismo Pablo de Tarso reconoce que para ellos lo que les decía era una locura. ¿Por qué? Podemos interpretar que porque era irracional: los griegos, que siglos atrás ya habían dado lo que se conoce como paso del mito a la razón, al escuchar un discurso irracional como el que anuncia la resurrección, lo rechazan como locura, como absurdo. En varias ocasiones tiene Pablo que exponer su causa y en todas ellas comenta su conversión milagrosa sin hacer uso de la filosofía: al ser arrestado en Jerusalén (Hechos 22), ante el gobernador Félix (Hechos 24) y ante Agripa (Hechos 26). Las palabras de Pablo de Tarso no forman un discurso filosófico, una cadena lógica de argumentos, sino el testimonio de una experiencia y unos milagros cuya referencia última es la resurrección de Jesús de Nazaret, de quien asegura que se le ha presentado a él en último lugar “como a un aborto” (1 Corintios 15, 8). Ese es el mensaje escandaloso para los judíos (que esperaban a un mesías militar) y la locura, el absurdo, para los griegos: la resurrección. Sin embargo, dicha resurrección es piedra angular y fundamento de la doctrina de Pablo de Tarso:

“Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado, y si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana nuestra fe” (1 Corintios 15, 13-14).

Pablo de Tarso tenía la ciudadanía romana (Hechos 22, 27-28), sabía griego (Hechos 21, 37) y conocía la cultura grecolatina y, por ende, su filosofía, pero no por eso procura rehacer su discurso para hacerlo más razonable, al revés, reconoce esa locura y la justifica:

“Pues el mensaje de la cruz es locura (absurdo) para los que se pierden; para los que se salvan es fuerza de Dios (…). Pues la locura de Dios es más sabia que los hombres, la debilidad de Dios más fuerte que los hombres. Observad, hermanos, quiénes habéis sido llamados: no muchos sabios en lo humano (…) antes bien, Dios ha elegido los locos del mundo para humillar a los sabios” (1 Corintios 1: 18, 25-27).

            Parece ser que Pablo de Tarso se niega a propósito a presentar su mensaje de una forma discursiva, racional, filosófica, incluso a los griegos, a quienes principalmente se dirige más allá de los judíos, como apóstol de los paganos (Romanos 11-13, Efesios 3, 8). Sigue diciendo a los corintios:

“Cuando acudí a vosotros, hermanos, no me presenté con gran elocuencia y sabiduría para anunciaros el misterio de Dios; pues entre vosotros decidí no saber otra cosa de Jesús, Mesías, y éste crucificado. Débil y temblando de miedo me presenté a vosotros; mi mensaje y mi proclamación no se apoyaban en palabras sabias y persuasivas, sino en la demostración del poder del Espíritu, de modo que vuestra fe no se fundase en la sabiduría humana, sino en el poder divino (…). Exponemos esto no con palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino enseñadas por el Espíritu, explicando las cosas espirituales en términos espirituales. Un simple hombre no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues le parece locura y no puede entenderlo” (1 Corintios 2, 1-5, 13-14).

            Hacia el final de la carta, Pablo les dice:

“Porque conocemos a medias, profetizamos a medias, cuando llegue lo perfecto, lo parcial será eliminado (…). Ahora vemos como enigmas en un espejo, entonces veremos cara a cara. Ahora conozco a medias, entonces conoceré tan bien como soy conocido. Ahora nos queda la fe, la esperanza, el amor: estas tres” (1 Corintios 13, 9-13).

            Pablo de Tarso no menciona la sabiduría (sophía, σοφία), a la cual ha despreciado o dejado de lado. El mensaje cristiano parece no poder expresarse en lenguaje filosófico. Los demás apóstoles ni siquiera lo habían intentado: su predicación se apoyaba, si acaso, en señales prodigiosas, como la curación del lisiado que precede a la predicación de Pedro en el pórtico de Salomón (Hechos 3) y que eran, por lo visto, milagros habituales (Hechos 5, 12), o en la autoridad de la Biblia, cuyo ejemplo fue la conversión del eunuco gracias a la explicación que Felipe le hace de los textos bíblicos que venía leyendo (Hechos 8, 26-40) –si bien no falta el elemento milagroso también aquí, pues Felipe acude a una llamada de un ángel (versículo 26) y después del bautismo del eunuco es teletransportado (arrebatado) desde donde estaba hasta Azoto (versículos 39-40)-. De cualquier forma, es comprensible que los primeros cristianos se dirigieran a los judíos con señales, pues era lo que pedían: “Los judíos piden señales…” (1 Corintios 1, 22). Pero los griegos no piden señales, “…los griegos buscan sabiduría” (idem). Sin embargo, Pablo, que también hacía grandes milagros (Hechos 19, 11) se resiste a dar a los griegos la sabiduría que buscan, y lo que les dice es absurdo, locura, y no intenta predicárselo de otra forma. Pablo sigue el ejemplo de los demás apóstoles y las primeras comunidades: no argumenta, da testimonio como ellos (Hechos 4, 33), testimonio de algo irracional: la resurrección. El propio Jesús de Nazaret tampoco argumentaba sino que enseñaba mediante parábolas (Mateo 13, 34), lo cual llegaba a extrañar incluso a los suyos (Mateo 13, 10).

            La cuestión es ¿por qué? ¿Por qué Pablo no intenta convencer a los griegos de cultura filosófica con argumentos y razones? ¿Por qué se empeña en dar un testimonio que para ser aceptado requiere de la fe, de la confianza en ese testimonio sin más pruebas que el propio testimonio de quien lo dice, y más siendo consciente de que ese testimonio, por lo menos a primera vista, es absurdo, irracional, imposible? ¿Es porque no hay otra forma de expresarlo, y por tanto de aceptarlo, más que por la fe en lo absurdo (Credo quia absurdum, Tertuliano)? ¿Puede expresarse el contenido religioso en términos filosóficos, racionales? ¿Acaso la religión puede argumentar y dialogar con la razón?

El problema de la religión es que, para ser religión, debe contener un aspecto absurdo que la convierta en locura para la razón. Sin ese elemento absurdo o irracional, deja de ser religión. Si la religión pudiera expresarse en términos puramente racionales dejaría de ser religión, se convertiría en filosofía, perdería lo que la hace ser religión y no otra cosa. Por eso Pablo de Tarso no filosofa: predica. Pero la respuesta de la filosofía a esa predicación solo puede ser la burla o la indiferencia, porque la filosofía, en su amor por la sabiduría, rechaza todo lo irracional. Esa es una de las cosas que molestó a Pablo en Atenas: él esperaba que los filósofos atenienses le creyeran porque sí, solo con escuchar su testimonio, pero ellos le pidieron pruebas, lógica, coherencia, y al no tenerlas, se burlaron.

Pero Pablo ya estaba molesto antes de que se burlaran de él. Lo primero que a Pablo le molestó de Atenas era el pluralismo religioso y filosófico que se encontró allí, lo que para él era idolatría (Hechos 17, 16). Pablo estaba convencido de que él ya conocía la auténtica verdad, la Verdad con mayúsculas, y esa verdad era Jesús resucitado. Él mismo ya lo había dicho: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14, 6). Teniendo toda la verdad consigo, Pablo no necesitaba las demás filosofías, es más, le estorbaban, pues podían cuestionar y hacer dudar de esa verdad. Una verdad que, además, era locura para los filósofos. Pablo esperaba que, tras su predicación, los filósofos griegos rechazaran sus propias ideas y abrazaran las del cristianismo. Pero en vez de eso se burlan de él. La oposición entre fe y razón, entre fundamentalismo y pluralismo, se refuerza.

Más o menos un siglo después, Tertuliano cargará duramente contra la filosofía por haber rechazado la oportunidad de convertirse al cristianismo que Pablo les había ofrecido:

“Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. De ella proceden los errores (…) Hay quien dice que el alma es mortal y ésta es doctrina de Epicuro […] Es el miserable Aristóteles el que les ha instruido en la dialéctica, que es el arte de construir y destruir, de convicciones mudables, de conjeturas firmes, de argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a sí misma, siempre dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo esté suficientemente examinado. […] Quédese para Atenas esta sabiduría humana manipuladora y adulteradora de la verdad, por donde anda la múltiple diversidad de sectas contradictorias entre sí con sus diversas herejías. Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón. Allá ellos los que han salido con un cristianismo estoico, platónico o dialéctico. No tenemos necesidad de curiosear, una vez que vino Jesucristo, ni hemos de investigar después del Evangelio. Creemos, y no deseamos nada más allá de la fe: porque lo primero que creemos es que no hay nada que debamos creer más allá del objeto de la fe”. (De Praescriptione, 7, 1)

            En el siglo V, Agustín de Hipona también intentará convencer a los filósofos para convertirse al cristianismo como había hecho él mismo. Y establecerá que hay dos maneras: por las buenas o por las malas. Él recomendará la persuasión como primera opción, pero si insisten en no convertirse, Agustín de Hipona señala el plan B: Compelle intrare (forzarles a entrar).

Un siglo más tarde, el emperador cristiano Justiniano saldó las cuentas con Atenas: en el siglo VI cerró la Academia y todas las demás escuelas filosóficas en su campaña de represión del paganismo y de la filosofía no cristiana. Un par de siglos antes, Hipatia se había convertido en filósofa-mártir a manos de la misma intolerancia religiosa en Egipto. Al cierre de las escuelas filosóficas en Atenas le siguieron varios siglos de intolerancia, persecución, conversiones forzosas, inquisiciones y hogueras contra los filósofos y los científicos que osaran burlarse de la fe o cuestionarla: Giordano Bruno, Galileo Galilei, Miguel Servet… La filosofía no había querido abrazar la “verdad” por las buenas y ahora tendría que hacerlo por las malas. La “venganza justiniana” fue la respuesta del cristianismo a la burla y el desprecio que la filosofía le había hecho siglos antes en Atenas.

Entendemos aquí la “venganza justiniana” como metáfora del fundamentalismo religioso y la intolerancia ante el pluralismo ideológico. Ante la imposibilidad de argumentar con la razón, la religión ataca a la razón. Ahora bien: ¿podría ser de otra forma? ¿Es posible que la religión, para ser coherente consigo misma, no sea fundamentalista? ¿Puede alguien que está absolutamente convencido de poseer la verdad y toda la verdad, admitir de buena gana el pluralismo en los otros?

En el fondo, ¿qué le habían dicho los filósofos griegos a Pablo de Tarso? Son ellos mismos los que le invitan a hablar en el Areópago, en el espacio público. Pero ellos esperaban un discurso racional, un lenguaje que ellos mismos pudieran entender. Pero Pablo de Tarso no les habla de esa forma racional, sino que les habla de la resurrección. Por eso los griegos se desinteresan y se burlan. Lo que estaban enseñándole era la distinción laica básica en toda sociedad pluralista entre el espacio público y el privado. El espacio público es el ámbito común, el que todos compartimos, y como tal, es el espacio del lôgos (λóγος) que significa tanto “palabra” como “razón”: discurso argumentado, racional, lógico, coherente, contrastado, que cualquiera pueda entender y compartir o criticar. Lo que nos une a los seres humanos no es ni el color de la piel ni las creencias, sino la capacidad racional de argumentar unos con otros. Es ahí donde nos encontramos. Lo demás nos separa, nos distingue. Por eso las sociedades plurales establecen otro espacio que es el ámbito privado, donde están las creencias de cada uno, protegidas de cualquier injerencia para respetar y proteger la libertad de conciencia. Pablo de Tarso quiso introducir el lenguaje religioso, el de las creencias, en el espacio público, por eso los griegos le rechazaron. Le hicieron ver que ese no era el espacio para eso. Que él tenía todo el derecho del mundo a creer lo que le diera la gana, pero que el espacio público no era el lugar para esas creencias. Eso es lo que Pablo de Tarso no entendía: que hubiera dos espacios, uno público y otro privado, y mucho menos que el espacio de su religión fuera el privado y no el público. Desde su dogmatismo, el pluralismo es idolatría y el lugar de los ídolos es la hoguera. En ese momento, él no tenía capacidad de hacer eso, pero siglos después Justiniano se encargaría.

Este episodio de Pablo en Atenas, de cómo se burlaron de él, y la “venganza justiniana” posterior, nos introduce de lleno en la temática de la fe y la razón y del lugar de cada una en las sociedades modernas. ¿Qué discurso cabe en el espacio público de las sociedades plurales como son las actuales?, ¿qué lugar queda para la religión en ellas?, ¿es lícito el lenguaje religioso en el diálogo público?, ¿cómo articulamos la convivencia y las normas comunes, sobre todo las fundamentales, teniendo en cuenta la enorme diversidad e inconmensurabilidad de creencias profundas, en un contexto pluralista?, ¿cómo evitamos la “venganza justiniana”: el triunfo de la intolerancia y el fundamentalismo?

¿Razón y fe pueden convivir en las sociedades actuales? La respuesta es que sí, pero siguiendo el ejemplo de los filósofos griegos y no el de Pablo de Tarso: distinguiendo los espacios público y privado, y dejando a la razón y a la religión cada una en su sitio.

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