Durante muchos siglos, y desde su propia fundación en el siglo VIII, Oviedo fue una ciudad eminentemente clerical donde las principales actividades mercantiles y sociales se desenvolvían al socaire del ilimitado poder de la Iglesia, que acrecentaba cada día su patrimonio económico e inmobiliario. Las peregrinaciones, las donaciones y las rentas alimentaban la acumulación de riqueza y configuraban una urbe parasitaria, no generativa y en extremo dependiente del lucro y los privilegios eclesiásticos.
Y fue precisamente esa subordinación la que se interpuso como obstáculo al desarrollo cuando en el siglo XIX los aires de la Revolución industrial se encontraron con la imposibilidad de arraigar en un lugar en el que los principales espacios que podían permitir la localización de las nuevas actividades industriales, comerciales, residenciales o ferroviarias, estaban ocupados, como un corsé asfixiante en torno al viejo núcleo amurallado, por terrenos amortizados y pertenecientes a las diferentes órdenes monásticas que dominaban la ciudad: San Vicente, San Pelayo, San Matías, Santa Clara, San Francisco, Santo Domingo.
Solo mediante las radicales desamortizaciones que expropiaron muchos de esos bienes inmobiliarios a la Iglesia se pudo, por fin, desde mediados de siglo, despejar el camino para la implantación de nuevas industrias (como la Fábrica de la Vega, la de Gas o las metalúrgicas de Bertrand y La Amistad), de las conexiones ferroviarias, del ensanche urbano en torno al barrio de Uría o del propio Campo de San Francisco, convertido en un parque de uso público. Gracias a esa tenaz intervención Oviedo conoció entonces un importante crecimiento y diversificación económica y social, cuyo legado arquitectónico es uno de los principales valores patrimoniales de que dispone hoy la ciudad, sin menoscabo del propio patrimonio religioso.
No obstante, la Iglesia ha seguido manteniendo un importante peso en la capital de Asturias, tanto fáctico como físico (prácticamente un tercio del suelo y del espacio edificado en el casco antiguo aún le pertenece), peso que se vio reforzado durante el franquismo y se mantuvo en las décadas de gobierno municipal de la derecha. Sólo en el corto paréntesis del reciente mandato progresista se produjo un cierto distanciamiento entre las instituciones civil y religiosa, lo que permitió desarrollar desde el consistorio una política municipal más independiente respecto a los intereses de la curia.
Tras la toma de posesión del actual gobierno municipal de la derecha se ha vuelto a evidenciar, sin embargo, un nuevo y radical giro que pretende situar otra vez a la Iglesia en una posición privilegiada respecto a las decisiones de la política cultural, turística y urbanística, abriéndose un nuevo escenario de relación preferente e interdependiente entre ambos poderes.
La inmediata recuperación, tras las últimas elecciones, de los encuentros marcados por las fechas del calendario litúrgico (empezando por «el caldín de Ramos» y «las fresas del Corpus»), la cesión ante las pretensiones del arzobispado sobre la supresión de los conciertos en la Plaza de la Catedral, el mantenimiento de los privilegios fiscales, la anunciada reconversión de la Jira civil y reivindicativa al Naranco en una efemérides religiosa o la intención de hacer gravitar la actividad turística, comercial y hostelera en torno a las celebraciones de la Semana Santa, la Navidad y otras festividades de la agenda católica, acreditan ese viraje y esa posición privilegiada que la Iglesia recupera en Oviedo (mientras en Gijón se redacta el Reglamento de Laicidad del municipio).
A partir de ahí, solo se podía esperar una creciente injerencia en el diseño y las decisiones urbanísticas que afectan al Oviedo Redondo, donde algunos solares e inmuebles, propiedad de la Iglesia, ofrecen amplias expectativas de negocio e irradiación cultural (por no decir ideológica) para el arzobispado. Y así vemos como importantes proyectos de intervención urbanística, cuya gestación debería corresponder a los servicios municipales y contar con la debida participación pública, son ideados y anunciados unilateralmente por las autoridades eclesiásticas y recibidos con naturalidad y beneplácito por parte de la administración civil y de «las fuerzas vivas» de la ciudad.
Lo que se anuncia es nada menos que la construcción de un Centro Cultural de notables dimensiones localizado en la estratégica parcela del martillo de Santa Ana, pero no para ser cedido a la ciudad sino para engrosar el patrimonio eclesiástico, probablemente con financiación pública, y polarizar en torno a sí el resto de la oferta turística del casco antiguo.
Y de paso, completando la operación, se desliza también otro proyecto para acoger en la Casa Sacerdotal, al otro lado de La Corrada del Obispo, un geriátrico con más de 100 plazas que, libres de impuestos, generarán una estimable renta para el arzobispado. Todo ello mientras la Iglesia continúa dificultando el acceso a la muralla medieval para su rehabilitación y se niega a abrir al uso de la ciudadanía el llamado Jardín de los Reyes Caudillos, cuya titularidad pública había reclamado el consistorio en el pasado.
El nuevo corsé clerical que se empieza a tejer sobre el Oviedo del siglo XXI es justo lo contrario de lo que la ciudad necesita para no perder otra vez el tren del desarrollo y la modernidad. Y que se autoproclamen como liberales (igual que los liberales que impulsaron la desamortización) quienes comandan ese giro retrógrado dice bastante respecto al grado de credibilidad que pueden merecer.