Rosalba Almonte, una joven dominicana de 16 años de edad, murió el pasado viernes de complicaciones producidas por la leucemia que padecía. Estaba internada en un hospital, con diagnóstico, desde hacía varias semanas, y debía haber comenzado a recibir quimioterapia casi de inmediato. Pero como estaba embarazada de 13 semanas y cierta parte de la Constitución de la República Dominicana fue prácticamente dictada por la Iglesia, su vida no era tan importante: antes estaba la del “niño por nacer”.
El cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez sugirió, o más bien ordenó, “que se haga todo lo posible para salvar a la muchacha, sin la necesidad de practicar un aborto directo”. El catolicismo permite esta hipocresía a través del principio del doble efecto, por el cual simular que se hace algo con un objetivo lícito permite al creyente mantener limpia su consciencia aun sabiendo que va a producirse un efecto secundario no deseado. (Aplicar quimioterapia iba a causar, muy probablemente, la pérdida del embarazo.)
Cuando finalmente los médicos y la dirección del hospital dejaron de meditar sobre este asunto, que no debió haber requerido más que cinco minutos, era demasiado tarde. Con semanas de atraso, aplicaron quimioterapia y el feto fue, como era de esperarse en cualquier caso, abortado espontáneamente. Rosaura sufrió un paro cardíaco y murió. Inmune a toda decencia, un sacerdote estuvo junto a los médicos en la rueda de prensa ofrecida posteriormente, explicó que “los médicos no tenían por qué atacar el embarazo si la enfermedad era leucemia” y defendió el artículo 37 de la Constitución, que “defiende la vida”.
En momentos como éste creo que no hay prueba más contundente de que Dios no existe que el hecho de que los sacerdotes no puedan quedarse embarazados.