Desde que la educación en España comenzó a dejar de ser nacionalcatólica, allá con la Ley General de Educación (LGE) de 1970, la alternativa a la religión no ha dejado de ser un problema a la hora de organizarla en Colegios e Institutos. En esto (tampoco en esto), ni el regreso de la democracia ni la revisión del Concordato de 1953, realizada entre 1976 y 1979, aportan nada nuevo.
Con la LGE se creó la fórmula de “oferta obligatoria y elección voluntaria” tan afecta a la partitocracia del consenso que acometió la llamada “transición a la democracia”, la cual heredó y conservó la estructura de poder del Estado, feliz ante la expectativa de “acomodar” el franquismo sociológico. Una de las pruebas es esta, la cuestión de la religión en la escuela, donde el artículo 27 de la Constitución y los Acuerdos sobre enseñanza y asuntos culturales, sólo vinieron a dar carta de naturaleza a lo que ya se estaba haciendo.
En esa fórmula se encuentra el nudo gordiano del problema. En primer lugar, que la obligatoriedad pase del alumno al Centro evidencia que quien plantea esta fórmula se encuentra lejos de concebir tanto la posibilidad de una protección efectiva de la libertad de conciencia de los menores, como la necesidad de una enseñanza confesionalmente neutra que dé cabida a todos para poderse encontrar en el espacio público. Por un lado la protección de la libertad de conciencia queda anulada a partir del momento que se concede a los Centros y a sus Consejos Escolares la categoría de intérpretes del Derecho Civil, pasando a depender por tanto dicha interpretación de sus respectivas idiosincrasias formadas y forjadas bajo el nacionalcatolicismo. Además, la protección efectiva de la libertad de conciencia queda eliminada en la medida que los Colegios y los Institutos se llenan de sacerdotes en una primera oleada y de seglares minuciosamente elegidos en función de su ideología en una segunda oleada, que forman una red de parafuncionarios que no sólo evangelizan en las clases sino que pasan a pertenecer a unos Claustros generalmente apáticos pero sensibilizados ante sus “situaciones personales”. A día de hoy, por ejemplo, en muchas comunidades autónomas este parafuncionariado tiene más derechos que el profesorado interino y más estabilidad de destino que buena parte de los funcionarios de carrera, ante la indiferencia y pasividad de unos profesionales y unos representantes sindicales que expresan como pueden el virus, inoculado en sus cerebros de pequeñitos para controlar su conciencia, llamado “temor de Dios”.
Por otro lado, la neutralidad confesional real, en democracia, sólo pasa por la igualdad negativa de todas las convicciones (religiosas y no religiosas), dado que una interpretación positiva, como pretende hacer el pluriconfesionalismo travestido de aconfesional que padecemos, no es ni posible económicamente ni deseable para desterrar la discriminación de convicciones que tantos siglos de persecuciones, sufrimiento y muerte nos ha legado. Esa igualdad negativa en el trato público de todas las convicciones sólo se consigue a partir del momento en que el estado actual de la ciencia se convierte en criterio de una actuación curricular y pedagógica, tanto para las Administraciones como para los profesionales que transforman y contextualizan las normativas en realidades palpables. En este sentido plantear sacar la religión del horario lectivo como hace el PSOE, posible constitucionalmente, más allá de la crítica por hipócrita y electoralmente oportunista, es una propuesta que continúa vinculando al parafuncionariado de catequistas con los Centros educativos, por muy voluntaria que sea su elección. Tan sólo dos cuestiones al respecto: ¿cómo se garantizaría “la libre elección del alumnado” de transporte? ¿Qué problema existe en que las confesiones utilicen sus propios establecimientos para formar a sus fieles, lugares financiados ya de por sí con abundante dinero público?
En segundo lugar, la elección voluntaria presenta múltiples vías de coacción, desde los contextos de secularización social en los que aplica, hasta la autónoma y no siempre mal intencionada interpretación de los Centros para organizar la “alternativa” a la religión o materia “espejo”. En cualquier caso, la laxitud y la desidia con que los Centros y la Inspección Educativa han asumido la aplicación de las disposiciones legales tan solo ha supuesto nuevos focos de conflictividad tanto a nivel organizativo como a nivel social en relación al trato recibido por los alumnos.
Dejando a un lado la simbología confesional en espacios comunes que a día de hoy se mantiene en Centros públicos, especialmente de Primaria, o la organización de actividades extracurriculares y complementarias, de obligada participación y de carácter confesional, no cabe duda que no tomarse en serio la organización de la Atención Educativa (la “alternativa”) ha supuesto un amortiguador contraproducente para la toma de conciencia de lo pernicioso del problema de la religión en la escuela. Los datos ayudan a confirmar esta idea: según una reciente encuesta realizada a 600 profesores, casi el 80% de los encuestados no quiere que la religión sea evaluable como prevé la LOMCE, pero por otro lado, en una mezcla de irresponsabilidad profesional y de venganza con finalidad “progre”, a la hora de impartir la materia de Atención Educativa, en aquellos Centros en los que se oferta —hecho que no ocurre en todos, con la conformidad latente de la Inspección Educativa— se hace todo lo posible para vaciarla de contenido, por muy “no curricular” que deba ser, convirtiéndola en una hora de guardería o situando la materia al final del horario de la jornada lectiva. ¡Ocultando el impacto confesionalista en la Escuela! ¿O acaso debe valorarse positivamente su efecto en la progresiva disminución, año tras año, del alumnado en la materia de Religión? Olvidando la explicación multicausal de los hechos, pensar que convertir la “alternativa” en hora libre atraería a más alumnado en detrimento de la materia de Religión, sólo desvela la naturaleza del progresismo de salón, de revolucionario de fin de semana que únicamente pretende satisfacer su hipócrita instinto anticlerical sin abordar las cuestiones de fondo. Pensar y actuar de este modo sólo justifica un retroceso normativo tal y como supone la LOMCE en este ámbito. De hecho, altos representantes del Ministerio de Educación, como la Secretaria de Estado de Educación, Montserrat Gomendio, justifican la reforma en base a que en la “alternativa” no se hace “literalmente nada”.
España es un país de soberanía limitada. Sólo desde el respeto y la no discriminación a la pluralidad de convicciones, con la consiguiente articulación normativa que haga posible la convivencia libre y en pie de igualdad de las conciencias, será posible una soberanía sin tutelajes particularistas, sean religiosos o de cualquier otro tipo.
Mientras tanto, todo sigue igual: educación confesionalizada de facto y con exigencias insaciables de la Conferencia Episcopal, red de catequistas infiltrados con aspiraciones a consolidar su “funcionariado” y legitimación del adoctrinamiento religioso con dinero público y en Centros públicos. Para mayor desgracia, se alimenta un asunto que solo contribuye a la ideologización de la educación y su consiguiente politización y electorización.
[M. A. López Muñoz es profesor de Filosofía y director en un Instituto de Enseñanza Secundaria]