Es necesario abordar lo religioso como un hecho que ha de ser regulado sin privilegios para nadie en cuanto a su presencia en el espacio social
El Estado español no es laico; debiera serlo. Y como allá por 1931 decía don Manuel Azaña, ahora tan citado, en uno de sus más brillantes discursos en las Cortes Constituyentes de la II República –aquel en el que sentenció que “España ha dejado de ser católica”, lo que no significaba que hubiera dejado de haber católicos en España–, la cuestión de la laicidad no es meramente religiosa, sino “un problema político, de constitución del Estado”. Por desgracia, tal clarividencia es la que no ha llegado a ser compartida en grado suficiente entre quienes representan a la ciudadanía española en las instituciones del Estado desde la transición de la dictadura a la democracia, mediando aprobación de la Constitución en 1978, hasta ahora. Si así hubiera sido, la aconfesionalidad recogida en el artículo 16 de dicha Constitución habría dado paso a un avance hacia un Estado laico en una democracia coherente y consecuente.
La Constitución vigente, en el citado artículo, reconoce la “libertad ideológica, religiosa y de culto” como afirmación de los derechos civiles que a ello corresponde, declarando a la vez que en el Estado español ninguna confesión tiene “carácter estatal”. El Estado, no obstante, establece para sí la obligación de mantener “relaciones de cooperación” con las confesiones religiosas con presencia en la sociedad española, con el añadido clave que supone enfatizar que dichas relaciones se tendrán con la Iglesia Católica. La sola explícita mención de esta última ha sido y es de hecho la apoyatura en derecho para el trato de privilegio que la Iglesia Católica recibe por parte del Estado español, que sigue respecto a ella pautas que no se guardan en las relaciones con ninguna otra comunidad de creyentes. Tales pautas responden a lo codificado en los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979, firmados de inmediato tras ser refrendada la Constitución el 6 de diciembre de 1978, como adaptación al nuevo contexto político de los términos del Concordato de 1953 –el que suscribió el Vaticano con la dictadura franquista, a la vez que ésta firmaba los tratados con EE.UU. y entraba en la ONU, todo ello como bendiciones de este mundo y del otro para legitimar el régimen surgido de la Guerra Civil, declarada en su día “cruzada” por parte de la Iglesia Católica–.
Una historia malamente inconclusa: de la Constitución a los Acuerdos con la Santa Sede
A los Acuerdos de 1979 se remite la especial relación del Estado con la Iglesia Católica en muy diversos terrenos, desde el campo educativo hasta los aspectos fiscales, o desde las contribuciones para sostenimiento del clero hasta los capellanes militares con rango de oficiales…, dando lugar a privilegios en el sentido más literal del término. Tales Acuerdos, en relación a los cuales no faltan argumentos para considerarlos contrarios a la misma Constitución de los que se hacen depender, tienen el efecto, más allá de lo estrictamente normativo, de prolongar unas determinadas posiciones de poder social e ideológico de la Iglesia Católica en la sociedad española como prórroga del nacional-catolicismo que tanto ha marcado nuestra historia en tiempos precedentes, con singular fuerza durante el régimen de Franco, en el que el catolicismo era religión oficial. A la vez, tal consideración constitucional de la religión católica refuerza un orden simbólico poco menos que intangible, con función de normalización cultural garante de continuidad gatopardista en medio de los cambios.
Así, la llamada “cuestión religiosa”, la cual, siguiendo a Azaña, era y es cuestión política, quedó resuelta a medias en el texto constitucional con el que arrancó la democracia que tenemos. Aunque se han dado algunos tímidos pasos para corregir tal situación, no se ha evolucionado hacia la laicidad –no se vislumbra la indispensable reforma constitucional en ese sentido– desde esa estación intermedia que es un “Estado aconfesional”, valiosa teniendo en cuenta de dónde se venía, pero insuficiente a la vista del objetivo que hemos de alcanzar. Una y otra vez aparece en escena la necesidad de “denunciar” los Acuerdos con la Santa Sede, para someterlos al menos a revisión, pero nunca se ha dado tal paso, aun estando claro que son obstáculo grave en asuntos que afectan a la vida social y a derechos ciudadanos, como son, por ejemplo, algunos que se plantean en el campo educativo. En verdad no se ha progresado nada en esa dirección, a pesar de que en la legislatura correspondiente al último Gobierno socialista de Zapatero se llegó a tener un interesante borrador –no pasó de ahí– sobre nueva Ley Orgánica de libertad religiosa y de conciencia, que podría haber servido como palanca para remover unos Acuerdos que eran y son tremenda piedra de tropiezo. La Iglesia Católica sigue con sus privilegios y, a lo sumo, para compensar esa circunstancia que va en detrimento de la no discriminación que debieran disfrutar las demás confesiones con presencia en la sociedad española, la desacertada vía que se emprende es la de trasladar a éstas parte del trato que el catolicismo recibe. Es el caso que supone la enseñanza de otras religiones en las escuelas del sistema educativo, lo cual, aunque se amortigüe la discriminación, no supone en modo alguno una solución del problema, sino su multiplicación.
De la laicidad liberal a la republicana en una sociedad democrática, secularizada y pluralista
La situación descrita, con sus vertientes jurídicas, políticas, económicas y sociales, es chocante en muchos aspectos, además de ser recusable por razones éticas y políticas. Una observación atenta de la realidad social de España muestra que, sin duda, es una sociedad secularizada, en la cual la Iglesia como institución ha perdido buena parte del peso que antaño tuvo. Lo paradójico es que esa pérdida de relevancia social y de predicamento incluso entre buena parte de quienes se consideran sus feligreses no supone en la misma medida una mengua de poder ideológico y de capacidad de injerencia en la misma dinámica política. Cabría matizar quizá, a tenor de una pertinente distinción del teólogo Juan José Tamayo entre “secularización subjetiva” y “secularización objetiva” de la sociedad en su conjunto, que en nuestro caso es muy notable la primera y menos consistente la segunda, a lo cual contribuye una aconfesionalidad constitucional que encubre un trato de privilegio que no debería darse en un Estado democrático de derecho. Tal condición de la Iglesia Católica, con apalancamiento nada evangélico en la defensa de sus privilegios y en la fidelización de su “clientela” en el mercado de las religiones, además de ser irrespetuoso con lo que a ese respecto exige el principio de igualdad en una sociedad secularizada y pluralista, no se justifica desde una posición jurídica razonable por cuanto se sostiene legalmente aduciendo una situación de hecho –presencia mayoritaria del catolicismo en la sociedad española (lo cual ha de ser objeto de revisión sociológica a estas alturas)– como apoyatura para un tratamiento amparado por el Derecho. Ese salto de lo fáctico a lo normativo es injustificable por cuanto atenta en sus consecuencias a derechos individuales y colectivos, dada la discriminación que conlleva.
Con todo, la laicidad del Estado que la razón democrática no puede dejar de postular no tiene que ver sólo con la defensa de los derechos civiles de todos, sin exclusión ni postergación de nadie, en cuanto a libertad religiosa y de conciencia; tiene que ver también con la configuración misma del Estado, por cuestiones de principio, como diríamos de nuevo con Azaña. La laicidad es lo que debe corresponder a un Estado cabalmente democrático, heredero de los procesos a través de los cuales tuvo lugar la desacralización del poder y la paulatina democratización del mismo, como expresiones políticas de la secularización de la cultura a lo largo de la modernidad occidental –a partir de aquí habría que abordar la universalizabilidad del principio de laicidad–. El Estado no sólo debe ser “neutral” en cuestiones religiosas –mejor es hablar de “imparcialidad”, como llegó a sugerir Spinoza ya en el siglo XVII–, sino que ha de velar por una clara diferenciación de ámbitos: lo religioso y lo político como “esferas de valor” distintas –dicho con Max Weber–, de manera que a la neutralidad del Estado ha de corresponder la no injerencia de las iglesias como tales en el ámbito político.
La laicidad, por tanto, no tiene que ver sólo con la salvaguarda de los derechos civiles de los individuos y colectivos de las comunidades, que es a lo que queda obligado el Estado, conforme, además, a un principio de tolerancia que, como dejaron formulado Locke y Voltaire, exige el respeto a la libertad de creencias, implicada su expresión, en una sociedad pluralista. Esa concepción liberal de la laicidad es la que ha de verse complementada con una idea republicana de la misma, por cuanto la laicidad es considerada elemento constituyente del espacio público de la sociedad y del ámbito político de un Estado democrático, espacio y ámbito en el que ciudadanas y ciudadanos han de ejercer sus derechos políticos.
El republicanismo que ha de impregnar, pues, la laicidad que ha de conseguirse –es tarea inaplazable en y para el Estado español, mucho más allá del cobro del IBI por bienes eclesiásticos– no se limita a pensar la religión sólo como algo limitado a la intimidad de las conciencias y privacidad de las prácticas de los creyentes. Ha de abordar lo religioso también como hecho que ha de ser regulado sin privilegios para nadie en cuanto a su presencia en el espacio social –diferenciado del ámbito estrictamente político de las instituciones del Estado, donde lo religioso ha de quedar fuera y, por cierto, también fuera de un concepto de soberanía que ha de verse libre de connotaciones teológicas que en la misma Constitución lo lastran–.
En el espacio social donde se ubica la opinión pública, creyentes y no creyentes han de encontrarse ofreciendo argumentos con razones que todos puedan entender, aunque no todos las compartan. Como subraya Jürgen Habermas, los creyentes no están obligados a desaparecer de la vida pública ni a ocultar su fe, pero sí a “traducir” a un lenguaje secular de ejercicio autónomo de la razón lo que desde sus convicciones consideren pertinente exponer en los debates que socialmente se den. Al fin y al cabo, ese esfuerzo de “traducción” en aras de la comunicación es para todos insoslayable en una sociedad pluralista, y más con notable diversidad cultural. El diálogo intercultural es motivo añadido para exigirnos la laicidad republicana indispensable para esa convivencia donde todos nos vemos comprometidos a respetar la dignidad del otro. Y si los movimientos laicistas, conscientes de que la laicidad no es antirreligiosa, sino anticonfesionalista, han de tener en cuenta esa exigencia que les justifica, las religiones han de asumir la laicidad como exigencia propia, amén de requisito democrático, lo cual, siendo consonante con los vectores proféticos y humanistas de sus tradiciones respectivas, es antídoto contra los fundamentalismos e integrismos en los que aflora la perversión en la que las mismas religiones se autodestruyen hasta derivar a las más groseras idolatrías.
José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático y decano en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada.