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Nuevos retos de la laicidad

Históricamente, la laicidad ha estado ligada a la separación de la religión y la política. La libertad de conciencia y la igualdad sin discriminación por razón de creencias, objetivos máximos de la laicidad, se han concretado en la separación de los ámbitos público y privado (y, por ende, de la política y la religión que caen cada una en uno de esos ámbitos) y en la neutralidad política con respecto a los asuntos de conciencia y religiosos. Pero la laicidad no se agota en la separación política-religión, pues esta es solo una manifestación o concreción de la separación público-privado.

Esta separación política-religión se ha plasmado en múltiples textos legales en varios países. Por ejemplo, en la primera enmienda de la Constitución de los EEUU, y sobre todo en la Ley de Separación de las Iglesias y el Estado de 1905 en Francia. También estaba presente en la Constitución republicana de 1931 en España. Y su ámbito de aplicación más concreto fue la laicidad de la escuela, constituyéndola como una escuela laica en donde no hay sitio para la catequesis o enseñanza confesional de la religión. El Estado laico garantiza el derecho a la formación religiosa pero fuera de la escuela pública o financiada por el Estado. Un derecho que puede ejercerse perfectamente en el marco de las parroquias, iglesias, mezquitas, sinagogas, salones del reino o donde cada religión libremente decida hacer internamente.

Jean Baubérot, historiador y sociólogo francés, que ha estudiado la laicidad a fondo, señala que esta laicidad de la escuela y el Estado supuso lo que él llama un “pacto laico” que permitió un marco de convivencia en Francia que ha estado vigente de forma satisfactoria hasta finales del siglo pasado. Para Baubérot, ese “`pacto laico” supuso la solución al conflicto histórico de “las dos Francias” (la católica y la anticlerical) que existía desde la Revolución Francesa. Sin embargo, la evolución de la sociedad francesa en las últimas décadas exige la necesidad de un nuevo “pacto laico” para el siglo XXI. Baubérot vincula la necesidad de ese nuevo pacto a los cambios ocurridos en Francia y vinculados al desmantelamiento del Estado del bienestar y la inmigración musulmana, y que están provocando que la laicidad no esté a la altura de las circunstancias. Debido a esto, Baubérot denuncia que la izquierda está abandonando la laicidad, al tiempo que la derecha (la UMP) y la extrema derecha (el FN de Le Pen) se apropian del discurso laicista pero como excusa para su trasfondo xenófobo e islamofóbico.

No vamos a ocuparnos ahora aquí de la problemática de la laicidad en relación al islam y el multiculturalismo, porque lo dejamos para un texto posterior. Vamos a centrarnos en otra parte de ese “pacto laico” para el siglo XXI que señala Baubérot, y que tiene que ver con lo que él llama las “libertades laicas”.

El pacto laico anterior resolvió el problema de la religión y el Estado separándolos, igual que separó la religión de la escuela. La idea básica es que la religión es un asunto privado que no puede influir en las políticas públicas. La razón de esta separación es que las políticas públicas deben realizarse desde una perspectiva universal y de consenso, y no desde puntos de vista privados y particulares como son los religiosos. Eso es así para garantizar la unidad y cohesión del conjunto político: la ciudadanía de un Estado debe comprender las leyes de su país como el resultado de un consenso en base a razones que puedan ser compartidas o por lo menos razonables (aunque no se esté de acuerdo con ellas). Sin embargo, las creencias religiosas ni pueden ser compartidas (por quienes sean de otras religiones o de ninguna) ni razonables (ya que se basan en la fe y no en la razón). De ahí que la religión no tenga sitio en el espacio público, esto es, en el ámbito del debate y el diálogo previos a la formación de las leyes.

Sin embargo, en las últimas décadas se han producido cambios tecnológicos y sociales que dan lugar a nuevos debates y nuevas leyes, y que tienen que ver con esas “libertades laicas” que dice Baubérot. El sociólogo francés señala los siguientes: el matrimonio homosexual, la investigación con células madre y, en general, los avances en bioética, la interrupción voluntaria del embarazo o el derecho a morir dignamente (la eutanasia). A los que añade la igualdad de derechos efectiva entre hombres y mujeres.

En todos esos asuntos, la laicidad tiene algo que decir. Y eso se debe a que son debates sociales en los que está en juego la libertad de conciencia, la igualdad y la separación público-privado. Las decisiones al respecto deben tener en cuenta que sean tomadas desde el ámbito público y con las reglas de este ámbito, esto es, desde la argumentación racional y no desde coordenadas religiosas. De lo contrario, podrían darse leyes que vulneraran la libertad de conciencia de las personas, al imponerse desde los planteamientos concretos de una ética o religión particular y no desde una perspectiva pública y racional.

Hay que observar que el debate social al respecto de estos asuntos no es sobre la moralidad de los mismos, que es una cuestión privada, sino sobre cuál ha de ser la ley común que la sociedad debe darse al respecto, que es algo muy distinto. Si no comprende esta diferencia, no se entiende la separación laica entre público y privado. El debate sobre la interrupción voluntaria del embarazo, el matrimonio homosexual o la eutanasia, en el ámbito público, no es un debate sobre si son morales o inmorales, pues no le corresponde al Estado ni a la sociedad en su conjunto decidir eso, sino a cada individuo particularmente de acuerdo a su conciencia. Lo que la sociedad debe debatir y el Estado legislar, es qué leyes y normas comunes son las necesarias para que cada cual pueda vivir esas cuestiones de acuerdo a su conciencia y sin imposiciones de unos a otros.

La solución pasa por la legalización de todas esas prácticas. Un Estado laico no puede prohibir la interrupción voluntaria del embarazo, la eutanasia, el matrimonio homosexual o la experimentación con células madre en base a su supuesta inmoralidad. Casarse con alguien del mismo sexo, o decidir acabar con la propia vida de un modo digno, no son cuestiones de consenso social: hay tanto argumentos a favor como el contra que pueden esgrimirse desde la ética. A falta de consenso, el Estado no puede vincularse a una de las opciones (y menos si es de naturaleza religiosa) porque entonces estaría legislando desde la perspectiva particular y privada de una parte de la sociedad, y vulnerando la libertad de conciencia de la otra (independientemente de cuál sea la mayoritaria o la minoritaria, pues el derecho a la libertad de conciencia no depende de mayorías). Se impone, por tanto, la neutralidad del Estado y dejarlo a la libre conciencia de cada individuo: quien no tenga reparos morales a la hora de abortar o casarse con alguien de su mismo sexo, debe tener su legítimo derecho a hacerlo, igual que quien sí tenga esos reparos, debe tener el perfecto derecho a que nadie le obligue. Lo que no podría ocurrir es que alguien obligara a otra persona a abortar si no quiere, o al revés, que alguien se lo prohibiera a quien sí que quiere.

La legalización de estos asuntos no supone un juicio moral a favor por parte del Estado, sino su neutralidad. Exactamente de la misma forma que la victoria de un equipo de fútbol en un partido no compromete la neutralidad del árbitro: su neutralidad no implica necesariamente el empate. La neutralidad del Estado se mantiene si no se vulnera la separación público-privado ni la libertad de conciencia de nadie. El Estado no juzga si tal o cual práctica es moral o inmoral, sino que se abstiene a favor de que lo decida cada uno según su conciencia. Aquí hay que advertir de la trampa confesional antiabortista: que el Estado laico permita la interrupción voluntaria del embarazo a quien así lo desee, no es un posicionamiento a favor de la moralidad del aborto, sino a favor de que esa moralidad la decida cada individuo y no el propio Estado, que es distinto. Lo que el antiabortista quiere es que el Estado sí se posicione moralmente a su favor, decretando la inmoralidad y la ilegalidad del aborto, y que prohíba interrumpir su embarazo a todas las mujeres, no solo a las que lo consideren inmoral, sino también a quienes no lo vean así. Y eso sí que es un atentado en toda regla contra la libertad de conciencia y la neutralidad laica del Estado. La reivindicación laicista no es “a favor del aborto” sino “a favor del derecho a abortar”, que es muy diferente. Un laicista podría luchar decididamente a favor de ese derecho y, sin embargo, no abortar jamás, igual que un laicista heterosexual puede comprometerse activamente a favor del derecho al matrimonio homosexual aunque él jamás se casara con alguien de su mismo sexo.

La separación público-privado no se agota en la separación política-religión, sino también en la separación entre política y éticas privadas (no confundir las éticas privadas con la ética pública de la que hemos hablado en otro sitio). A las libertades laicas cuya consecución debe contribuir el laicismo según Baubérot, habría que añadir el debate sobre la legalización de las drogas o de la prostitución, así como otros asuntos que atañen a la relación laicismo-feminismo. No es cuestión de profundizar en estas cuestiones, lo que puede que hagamos en otro momento, pero sí de mostrar algunas pinceladas rápidas para terminar.

En relación a las drogas, el consumo personal de ellas es una decisión de conciencia de la propia persona acerca de lo que quiera hacer con su cuerpo y su vida. Podrá debatirse socialmente sobre los efectos externos del consumo de drogas hacia otras personas (y así, prohibir conducir ebrio o fumar en sitios públicos cerrados) pero no sobre la posibilidad misma de que alguien consuma drogas en su ámbito estrictamente privado y con consecuencias solo para él o ella. Sin embargo, prohibir el acceso a ciertas drogas mediante la prohibición de su venta y comercialización, impide que algunas personas puedan ejercer libremente su conciencia a favor del consumo de esas drogas si eso es lo que deciden.

En cuanto a la relación laicismo-feminismo, si bien el laicismo puede asumir fácilmente y de forma natural las exigencias de igualdad de derechos entre mujeres y hombres del laicismo de la igualdad, mayores dificultades se plantean entre el laicismo y algunas exigencias del llamado feminismo de la diferencia. Este tipo de feminismo plantea exigencias basadas en una concepción ética particular y privada de lo que es la dignidad de la mujer que le lleva a posicionarse en contra de la prostitución, la pornografía e incluso la mera presencia de mujeres como modelos en la publicidad o la moda. Consideran que son formas de violencia contra las mujeres y que atacan su dignidad, en tanto que las cosifican o mercantilizan como objetos o bienes de consumo.

Si bien es perfectamente respetable que haya feministas que piensen así y que se opongan a prostituirse, consumir pornografía o hacerla, o mirar anuncios publicitarios con modelos o desfiles de moda o participar en ellos, lo que sería mucho más dudoso es que el laicismo debiera asumir estas reivindicaciones como propias y exigir su prohibición. Igual que hay quien piensa así, también hay mujeres que, desde otras concepciones éticas, no tienen reparos en la prostitución, la pornografía o las modelos femeninas. Consideran que son actividades tan dignas como otra cualquiera y que la clave está en la libertad de quien decide dedicarse a ello. Siendo así, si hay mujeres que no tienen problemas de conciencia en prostituirse, hacer pornografía o estar en una pasarela, el laicismo debe proteger su derecho a hacerlo, absteniéndose de juzgar la moralidad o inmoralidad de tales prácticas y dejándolas a la libre conciencia de las mujeres para decidirlo, igual que son ellas las que tienen que decidir sobre su propio embarazo y si continuarlo o interrumpirlo. Evidentemente, no hablamos del proxenetismo ni de nada similar, igual que al defender el derecho al aborto no defendemos ninguna interrupción del embarazo hecha mediante fuerza o violencia, siempre nos movemos en el marco de las mujeres que libremente decidan por sí mismas hacer una cosa u otra. De todas formas, queda pendiente desarrollar el tema más en profundidad en otro momento.

Bibliografía:

Baubérot, Jean (2014). La laïcité falsifiée. París: La Découverte.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria

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