Uno de los elementos fundamentales para alcanzar el objetivo de igualdad entre hombres y mujeres es que la mujer tenga libertad económica. Libertad económica que le permitirá elegir qué vida quiere llevar y con quien y sobre todo cuente con la posibilidad de separarse de la pareja con la que vive a la que ha dejado de amar o con la que ya no le une nada. La libertad le da la autonomía suficiente al no depender económicamente de ella. Por supuesto además de las ventajas que una profesión digna ofrece al desarrollo de todos los seres humanos y por lo tanto también de la mujer.
Otro de los elementos igualmente importantes es la libertad sexual. Y no solo quiere decir que la mujer puede entregarse a quien quiera que por supuesto tiene todo el derecho de hacerlo, aunque no es esto lo que le da la verdadera libertad tal como demuestran infinidad de cortesanas de todos los tiempos a las que este tipo de vida no las ha hecho tampoco libres. Libertad sexual quiere decir que una mujer es la única y absoluta dueña de su propio cuerpo y puede hacer con él lo que quiera no sólo entregarlo o compartirlo a voluntad sino y fundamentalmente decidir tener o no tener hijos y, en caso de querer tenerlos, elegir con quien los quiere tener, cuantos quiere tener y en qué momento los quiere tener. Ese es uno de los derechos fundamentales que reclaman las mujeres de todo el mundo, y así tendrían que entenderlo todos los líderes políticos y religiosos que creyeran en la igualdad, tal como preconiza la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
En este derecho de la libertad sexual se incluye la capacidad de la mujer de interrumpir su embarazo, siempre que no atente a su salud, y la de poder tomar anticonceptivos de su elección y por supuesto la píldora del día después para evitar un embarazo. Tal vez no nos damos cuenta ni los hombres civilizados que tan pocas veces protestan cuando se trata de reivindicar esos derechos como tantas mujeres que creen a pies juntillas lo que piensan y defienden otro hombres que son los que promulgan leyes sociales o religiosas, pero la gravedad de recortarlos atañe a nuestra propia dignidad por más que sólo sean algunos colectivos de mujeres los que protesten ante la amenaza que nos anuncia lo que se nos viene encima. Si tenemos que acudir a declarar ante un juez los motivos por los que queremos abortar y exponernos a que quien tenga que decidir sobre nuestro cuerpo sea un acérrimo partidario de la familia numerosa, o de una moralidad que no deja de ser una elección personal o de cualquier colectivo pero que no puede considerarse una idea universal, nuestra libertad queda en entredicho igual como nuestra dignidad.
Las limitaciones a esos derechos están en los peligros que esas decisiones pueden causar en la mujer, establecidos por instituciones creíbles desde el punto de vista científico. No pueden existir razones morales para esas limitaciones, porque la moral, como la religión o la tradición, son creencias en las que creen ciertas personas o comunidades, que adoptarán a voluntad pero carecen de legitimidad para ser impuestas, como lo son las ideas universales aplicables al género humano en su conjunto, como la igualdad, la justicia y la libertad.
El derecho a disponer de nuestro propio cuerpo es un derecho por el que las mujeres hemos luchado durante años y que tiene muy poco sentido que ahora se recorte y se deje en manos de extraños, como si fuera un gasto más que ha de ayudar a los españoles a reducir la deuda pública y a provocar la satisfacción de los líderes y los bancos alemanes. No quiero con esto minimizar los recortes de la reforma laboral o el que nos viene del derecho a huelga. Simplemente quiero que figure como uno más de todos ellos.