Lo que conocemos como “valores occidentales” – libertad de expresión, tolerancia, democracia o igualdad, por citar algunos – proceden, en su actual formulación, todos ellos de la Ilustración. Somos, de hecho, hijos de la Ilustración y de las sucesivas revoluciones que sacudieron el suelo europeo desde finales del siglo XVIII.
Cuando algunos fanáticos nos dicen que hay que hacer pública mención del papel de la religión cristiana en la conformación de los valores vigentes, sencillamente mienten: ni la libertad de expresión, ni la tolerancia, ni la democracia ni la igualdad se la debemos a la fe de nuestros antepasados, pues todos esos principios fueron rotundamente condenados por la Iglesia Católica, la Ortodoxa y las protestantes en cuanto fueron formulados por los Voltaire, los Diderot o los Holbach de la historia.
Antes la contrario, le debemos los valores que hoy ponderamos como correctos y buenos a la determinación de nuestros antepasados por separar Iglesias y Estado, por construir unas instituciones laicas y restringir las confesiones al ámbito individual. De hecho, la Europa cristiana fue la Europa de las guerras de religión, de los autos de fe, de los índices de libros prohibidos y la superstición.
Esta larga parrafada introductoria viene a cuento porque, incluso en nuestros días, el combate por una sociedad laica y unas instituciones públicas neutrales ante las distintas confesiones religiosas está a la orden del día. En el caso concreto de Extremadura lo estamos comprobando ante el espinoso asunto de las clases de religión en la enseñanza, o por mejor decir, de las clases de catecismo.
Nada tengo contra el derecho de los padres de bautizar a sus hijos (aunque yo creo que son los adultos los que deberían elegir si quieren una fe y cuál de ellas) o que sean educados en la fe de sus padres. Para ello todas las parroquias disponen los sábados de la correspondiente catequesis. Pero estoy radicalmente en contra de que los obispos o los imanes y rabinos (en mucha menor medida) puedan seleccionar personas entre sus adeptos, darles el placet de “profesor” y que desde ese instante la Escuela Pública les pague un sueldo como si fueran funcionarios de carrera para impartir una asignatura cuyos contenidos también son elegidos por ese obispo, ese imán o ese rabino.
Los llamados “profesores de religión” son laborales que acceden a su puesto sin pasar por unas oposiciones y que se deben a un temario que nada tiene que ver con una enseñanza libre, laica y científica.
En esta misma columna defendía en su momento a la Junta de Extremadura por la valiente decisión de reducir las horas de religión a una hora semanal, algo que permite la actual LOMCE; aunque yo defienda su supresión absoluta. Pero ahora debo lamentar que ante la presión de un personal laboral nombrado a dedo, la tibieza de ciertos sindicatos corporativos de laxa laicidad y las maniobras de los obispos extremeños se quiera compensar de alguna forma a estos docentes por la reducción horaria. ¿Compensar por qué? Ojalá se hubiera compensado a los interinos que han sido despedidos durante estos años de crisis. Ojalá se hubiera compensado a los departamentos que han visto como se reduce su plantilla ante el aumento de la ratio profesor/alumno… Pero ¿por qué esa desesperación por compensar a un colectivo que accede discrecionalmente a un puesto por designación de una autoridad religiosa (quien sabe si por inspiración del propio espíritu santo, pues en asuntos más extraños ha intervenido el paráclito )?
Tal vez porque, como decía el apócrifo, con la Iglesia hemos topado. Y así llevamos en este país desde el siglo XIX, llegando tarde a todas las Revoluciones: perdimos el tren de la Ilustración, de las Revoluciones Liberales, de los movimientos democráticos y populares y el de la laicidad.