Del decálogo católico que nos enseñan desde mucho antes de tener uso de razón, a modo de supuestos mandatos o mandamientos, el de “no robarás” es uno de los más claros y transparentes. En realidad se trata, excepto el primero de la lista, de un código, que no puede ser más básico y primario, de la ética universal, y que forma parte del ideario de cualquier cultura, filosofía o argumentario espiritual o conductual de cualquier persona decente. Sin embargo, es sorprendente percatarse de que los que se auto adjudican el monopolio de la moral son frecuentemente los que menos la cumplen, y es que, como reza el famoso refrán castellano, en casa del herrero, cuchillo de palo.
En 1897 publicaba Benito Pérez Galdós, en mi opinión uno de los más grandes novelistas españoles de todos los tiempos, una novela emblemática: Misericordia. En ella el autor denunciaba, a través del personaje maravilloso de la sirvienta Benina, la hipocresía y la falsedad de esa moral religiosa que discrimina y desprecia a los humildes y desamparados, aunque son utilizados como cebo y reclamo para publicitar una falsa y solo supuesta filantropía.
Unos años antes, en 1876, había publicado Doña Perfecta, una crítica evidente a esa misma falsedad, a través de una mujer que encarnaba, de cara a la galería, todas las supuestas “virtudes cristianas”, incluidas el clasismo, el control, el fanatismo, el odio al diferente, la insensibilidad y la intransigencia; pero que era una mujer capaz de vulnerar cualquier código ético, y de saltarse cualquier precepto moral para defender sus intereses. Doña Perfecta era capaz de matar para alejar de su hija a un enamorado que socialmente no le convenía.
Lo que hacía Galdós, y tantos otros narradores de todos los tiempos, españoles como Clarín y Cervantes, y extranjeros, como Flaubert o Saramago, era simplemente retratar fielmente la realidad implacable y absolutamente teñida del enorme peso de la religión sobre la vida pública y privada de las personas. Un peso y un influjo contundentes que, en el fondo y en esencia, se mantienen a día de hoy.
Si en la tercera década del siglo XIX el ministro de Hacienda Álvarez de Mendizábal tuvo que llevar a cabo una expropiación y subasta de los bienes de la Iglesia católica, que se había hecho la dueña (a través de donaciones, herencias e inmatriculaciones) de casi toda la riqueza del país, la situación dos siglos después es la misma, o muy parecida. La Iglesia católica es la mayor propietaria de tierras y bienes inmuebles en España, después del Estado. Y, a pesar de ello, desde la reforma de la Ley Hipotecaria de Aznar en 1998, ha estado inmatriculando (registrando por primera vez) en los registros de la propiedad miles de bienes públicos, tanto de cariz religioso como bienes de cualquier tipo, como terrenos, casas, pisos, solares, arboledas, e incluso plazas.
En febrero de 2021 el Gobierno remitió al Parlamento un listado de 34.961 inmuebles que la Iglesia había registrado a su nombre entre 1998 y 2015. Sin embargo, las asociaciones que reclaman la devolución de los bienes que la Iglesia se ha apropiado, como Plataforma de Defensa del Patrimonio navarro, hablan de más de 100.000 bienes inmuebles documentados en todo el país. Pues bien, recientemente, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en su primera visita a la sede de la Conferencia Episcopal, se ha reunido con su presidente, y han suscrito un pacto y emitido un comunicado conjunto.
En ese pacto la Iglesia católica ha admitido que al menos un millar de esas inmatriculaciones son irregulares, es decir, estaría dispuesta a devolver solamente mil bienes de titularidad pública de los cien mil de los que se han adueñado. La asociación Recuperando (que aglutina a 24 asociaciones de toda España), pide la devolución de todos esos bienes sustraídos irregularmente por la Iglesia del patrimonio común de todos los ciudadanos, y considera que ese acuerdo del Gobierno con el clero es del todo insuficiente; especialmente si recordamos ese discurso de investidura de Sánchez en el que aseguró que se trabajaría para revertir todos esos registros irregulares.
Lejos de ser así, parece que el Gobierno, que supuestamente es el más progresista de la historia de nuestra democracia, ha accedido a un pacto que a muchos españoles nos parece bochornoso. Cientos de ciudadanos anónimos, o vinculados a asociaciones laicistas como MHUEL o Europa Laica, se manifestaban en muchas ciudades españolas, y se concentraban el pasado día 16 ante el Congreso de los Diputados exigiendo que la Iglesia devuelva al Patrimonio nacional todos los bienes registrados a su nombre desde 1978, y que queden anuladas todas las inmatriculaciones, atendiendo a la supuesta aconfesionalidad del Estado español.
En realidad, se trata de algo gravísimo, de un expolio de proporciones inmensas que cuesta creer que pase desapercibido para la mayor parte de los españoles. Tanta ceguera sólo se explica por el adoctrinamiento que recibimos todos en la infancia; un aleccionamiento que nos hace identificar religión con espiritualidad y valores morales. A poco que se abran los ojos se percibe con claridad que ocurre justamente todo lo contrario, que la espiritualidad no tiene nada que ver con ninguna religión ni ninguna superstición, y que la inmoralidad y el cinismo de los que dicen repartir la moral es sorprendente y descomunal.