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No os ofendáis, pero?

“Podéis llamarme hijo de puta, a mí me da igual, a la que le molestará será a mi madre”, decía mi profesor de Lengua en EGB. Tenía una envidiable resistencia a ofenderse. En 2005 se ofendieron mucho unos señores porque un diario europeo publicó unas caricaturas de Mahoma. Los disturbios que se originaron causaron más de 130 muertos. Hay quien se ofende por un (supuesto) insulto a Dios, pero no le parece escandaloso matar a alguien en nombre de ese mismo Dios. Hoy se celebra en todo el mundo el Día Internacional del Derecho a la Blasfemia, cae el 30 de septiembre precisamente porque ése fue el día en que se publicaron las célebres viñetas.

“He sido siempre gran defensor de la blasfemia y lamento en el alma el declive que sufre en nuestros días. Desde un punto de vista cristiano, la blasfemia era una demostración de piedad, como la jaculatoria. Dios no podía considerarla sino un acto de fe viva, en ningún modo una ofensa: de un ser infinito solo cabe esperar una tolerancia infinita y una infinita inmunidad frente a las palabras menudas de un ser pasajero”, escribió en 2012 el académico de la lengua Francisco Rico. Ahí radica la cuestión, como mi profesor de Lengua en EGB, Dios (si existe) tiene seguro una todopoderosa capacidad para no ofenderse y para perdonar. Son los fanáticos los que se dan por ofendidos, pero ¿dónde establecer el límite de lo que es blasfemo, de lo que es insultante?

Para un fundamentalista católico de hace un par de décadas, que una mujer fuera a misa con el pelo suelto y la cabeza descubierta era sin duda una blasfemia. En una ocasión leí otro caso, ocurrido en un país del sureste asiático (no recuerdo cuál): a un turista se le cayó un billete de banco y, para que no saliera volando, lo pisó; con tan mala suerte que su pie mancilló el retrato del prócer local que aparecía en el billete. Estuvo en prisión seis meses por ofensas a la autoridad. Evidentemente el turista no quería ofender, pero alguien quería sentirse ofendido, y con eso bastó.

Hay países donde la democracia es vista como un atentado contra la religión. O que una mujer vaya sin velo: blasfemia. Para mí son blasfemos los hombres que llevan pantalones piratas y sandalias con calcetines, por ejemplo. Y me aguanto.

El viernes pasado el Gobierno nombró a la vicepresidente Soraya Sáenz de Santamaría algo así como guardiana de la bandera y los símbolos nacionales. De nuevo las ofensas a la patria (eso que el Gobierno de Rajoy pretende regular en la Ley de Seguridad) entran dentro de la categoría de blasfemia y, de nuevo, el que se pica es porque quiere. Porque España, ese controvertido, heterogéneo y dudoso ente abstracto, no puede ofenderse. Sólo se ofenden las personas, no los entes abstractos.

Si quiere usted identificar a un fanático, basta con que se fije en si ese individuo se erige en portavoz de entidades superiores (Dios, Pueblo-Patria, Amo…). Póngase en guardia contra ese sujeto que alarga el dedo acusador y grita: “Eso ofende a Dios, o eso ofende al Pueblo, eso ofende al Rey…”. En puridad habría que preguntar a Dios, a la Patria o al Rey si se han ofendido y nunca dejar en manos de aquéllos que son más papistas que el Papa la potestad para decidir sobre qué es y qué no es blasfemia.

Estos días se oye mucho a los fanáticos quejándose de ofensas a España o de ofensas a Cataluña… (a veces lo dicen de manera suave, hablan de ‘faltas de respeto’). Lo realmente escandaloso es, casi siempre, la poca imaginación y calidad de las blasfemias (de hecho casi siempre el blasfemo queda en mal lugar, más que nada por lo ramplón de sus invectivas). Porque para blasfemar como Dios manda hay que tener un nivel. Y lo digo sin ánimo de ofender.

Soraya vicepresidenta en rueda de prensa 2014

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