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Ni cantar ni hacer deporte. Hasta dónde puede llegar el extremismo religioso con las niñas

En Afganistán se intentó prohibir el canto en público a las chicas a partir de los 12 años. Hubo que dar marcha atrás. Fue una manifestación más de la voluntad de silenciar a las mujeres.

Cantar es mucho más que una actividad lúdica. Para el mielero regente, un ave endémica de Australia, significa la diferencia entre la supervivencia y la extinción. A medida que su población se reduce, los machos pierden los modelos para aprender los trinos con los que atraer a las hembras y asegurar la especie. Entre los humanos tal vez no sea tan dramático, pero el canto ayuda a expresar la alegría y a conjurar las penas, a espantar la soledad o a reforzar el grupo. De ahí que las afganas hayan elevado su voz ante el intento de prohibirles cantar en público a partir de los 12 años. La pretensión de silenciar a las mujeres es una vieja aspiración de los extremistas religiosos que desborda la música y las fronteras de Afganistán.

A principios de marzo, el director general de Educación de Kabul instruyó a los claustros de profesores tanto de colegios públicos como privados para que las niñas de más de 12 años dejaran de cantar en actos escolares, salvo ante audiencias exclusivamente femeninas. Su carta también precisaba que, a partir de esa edad, las alumnas no podían tener como profesor de música a un varón. La indignación generalizada con que reaccionaron muchos afganos, pero sobre todo muchas afganas, ha obligado al Ministerio de Educación, dirigido por una mujer, a desautorizar al responsable.

Escritoras, activistas sociales y chicas anónimas denunciaron la medida colgando vídeos en las redes sociales en las que entonan canciones tradicionales como reivindicación de su derecho. A numerosos afganos, entre ellos a la exvicepresidenta y activista de los derechos humanos Sima Samar, la controvertida decisión les ha recordado al régimen talibán (que la intervención estadounidense echó del poder en 2001). Bajo su férula, se prohibió la música y que las niñas fueran a la escuela. El asunto es especialmente delicado ante la posibilidad de que los talibanes entren en el Gobierno como resultado de las actuales negociaciones de paz. Pero la obsesión con la voz de las mujeres no es una exclusiva de esos extremistas suníes.

En el vecino Irán, que se declara república islámica y tiene por religión de Estado el islam chií, las mujeres tienen prohibido cantar o interpretar solas en público desde la revolución de 1979, que dio el poder a los islamistas. A las cantantes iraníes no les quedó más remedio que el exilio o el silencio. Aunque desde principios de este siglo se ha suavizado la restricción permitiendo que las solistas actúen en funciones solo para mujeres, siguen sin poder hacerlo ante audiencias mixtas o en televisión. Los clérigos más conservadores argumentan que la voz femenina resulta tentadora y puede inducir a los hombres a pecar.

A pesar de sus diferencias doctrinales y políticas, la vecina (y mayoritariamente suní) Arabia Saudí mantenía una prohibición similar hasta las recientes reformas sociales introducidas por el príncipe heredero, Mohamed Bin Salmán. “No abran la puerta al diablo”, alertaba el gran muftí del reino en 2017 ante los primeros conciertos organizados en el país bajo la égida del poderoso hijo del rey y que han subido a escena a cantantes como Mariah Carey o Nancy Ajram.

Los expertos consultados coinciden en que no hay una prohibición explícita de que las mujeres canten en el Corán o en los Hadices (dichos atribuidos a Mahoma). Lo que sucede es que quienes interpretan la ley islámica (hasta ahora casi exclusivamente hombres) ven a la mujer como una fuente de peligro moral para la sociedad, sea a través de su voz o de su cuerpo. De ahí que tradicionalmente hayan optado por restringir su libertad. Otros teólogos, y cada vez más teólogas, defienden sin embargo que, en tanto que seres humanos, las mujeres pueden tomar sus propias decisiones.

El tabú sobre la voz femenina no es exclusivo de las interpretaciones más conservadoras del islam. Los ultraortodoxos judíos también la juzgan pecaminosa, solo que optan por prohibir que los hombres escuchen a las mujeres, lo que en la práctica tiene las mismas consecuencias. Tampoco es la única restricción a su visibilidad pública. La participación en el deporte es otro campo habitual de batalla, a menudo vinculado a la exigencia de que vistan con recato (y no solo en las sociedades islámicas, sino también en países como India donde los nacionalistas hindúes critican estos días que las chicas lleven vaqueros rajados que dejen ver sus rodillas).

Como sucede con la música, las trabas al deporte no son solo fruto de normas obsoletas, sino de costumbres muy arraigadas que hasta ahora se han justificado en la cultura y la religión. Sin necesidad de que exista una legislación al respecto, el peso de las tradiciones y el sistema patriarcal han apartado a las mujeres del ejercicio físico y, por ende, las competiciones internacionales en muchos países de mayoría musulmana.

Arabia Saudí ni siquiera impartía clases de gimnasia en las escuelas de niñas hasta hace cinco años y hasta jugar al baloncesto era una actividad clandestina. En el caso de Irán, donde el ejercicio es posible de forma segregada, corredoras, futbolistas y otras jugadoras tienen que llevar pantalones largos, batas hasta la rodilla y pañuelo, algo que no está permitido por los reglamentos. Sus nadadoras y gimnastas solo pueden competir ante público y jueces femeninos. Esas trabas merman tanto su capacidad de medirse con otras atletas como su consideración en los circuitos deportivos

Las feministas musulmanas insisten en que la religión se usa como coartada. “El extremismo no tiene que ver con la religión sino con el poder político”, asegura Sussan Tahmasebi, cofundadora y directora de Femena, una organización que apoya a las feministas en Oriente Próximo. Durante un reciente debate virtual, Tahmasebi lamentaba que el movimiento progresista de mujeres en la región haya sido marginado por el apoyo de la comunidad internacional a grupos religiosos que abogan por la paz, en vez de por los derechos.

Para las afganas, poder cantar es un indicador de su libertad y sus derechos como ciudadanas. Sus vídeos defendiendo esa potestad son también una llamada de auxilio para que se las proteja de la extinción social con que les amenazan los integristas. La ausencia de sus voces sería aún más triste que el silencio de los trinos del mielero regente australiano.

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