La existosa estrategia de Constatino y Recaredo pervive aún en esta España cuyos ministros condecoran a la Virgen
El emperador Constantino ideó una estrategia genial durante la guerra civil del año 312 por el cetro imperial. Al entrar en combate a las puertas de Roma dijo que se le había aparecido una gran cruz refulgente. De repente, se convirtió al cristianismo. Ganó la batalla y el cetro. Cesó en la persecución de los cristianos y desde entonces pudo servirse de la organización social e ideológica de los obispos, que a su vez salieron de las catacumbas y alcanzaron poder político y también material. Las persecuciones religiosas pronto cambiaron de signo.
En España, dos siglos después, el rey visigodo Recaredo reprodujo la estrategia de Constantino, aunque sin apariciones milagrosas. Los reyes visigodos no eran católicos sino arrianos. Recaredo combatió por el trono contra su hermano mayor, Hermenegildo, que se había convertido al catolicismo. Recaredo venció, apresó y finalmente ejecutó a su hermano católico. A continuación, como Constantino, él también se convirtió. Él, y tras él los obispos arrianos, se hicieron católicos, con lo que consiguió realizar por primera vez la unidad política y religiosa: “Un rey, un reino, una religión”. La religión del rey era, necesariamente, la única verdadera. Así, Recaredo fue el fundador de una forma de poder teocrático cuyos rescoldos, muchos siglos después, llamamos nacional-catolicismo.
Esta certeza y esta simbiosis político-eclesial determinaron la criminalización de la disidencia religiosa. Las expulsiones, la Inquisición, las inacabables guerras de religión, son el fruto dramático multisecular de aquel maridaje fraticida. Como la Cruzada.
Esta forma de poder ha permanecido desde entonces, con unas u otras características e intensidades, siglos y siglos. Y se ha reflejado en nuestras constituciones. La de 1812 decía que “la religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera”. Las posteriores constituciones monárquicas acogían una fórmula similar, o aseguraban que el Estado mantendría el culto católico y a sus ministros. Y en la misma línea, las leyes fundamentales franquistas declaraban también a la religión católica como la del Estado, “única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”, y prohibían el ejercicio público de otros cultos.
La vigente Constitución, en su artículo 16, dice que ninguna confesión tendrá carácter estatal
Los dos breves episodios republicanos son la única excepción a esta constante de nacional-catolicismo. En 1873 se proyectó la separación de la Iglesia y el Estado, prohibiendo las subvenciones oficiales, directas o indirectas, a ningún culto. En 1931 se estableció que el Estado español no tiene religión oficial.
Y así hemos llegado hasta hoy. La vigente Constitución, en su artículo 16, dice que ninguna confesión tendrá carácter estatal. Pero en el debate de la Constitución no se pudo evitar que reflotara una referencia explícita a la Iglesia Católica, claramente ajena al principio de aconfesionalidad. Por eso Fraga dijo que ese artículo era uno de los más importantes de la Constitución.
La gran estrategia histórica de Constantino y Recaredo se refleja hoy en anecdóticas situaciones sorprendentes o sonrojantes. Por ejemplo, tenemos un Santiago matamoros, aunque últimamente se le disimule por políticamente incorrecto. Tenemos una Virgen de los Desamparados que lucía el fajín de Capitán General que le colocó Franco (cambiado por otro nuevo).
Macabra y surrealista, la Legión lleva en volandas un Cristo cantando “soy el novio de la muerte”. La Virgen del Pilar, la de los Reyes y la de Guadalupe son Capitán General. La Guardia Civil, con uniforme de gala, les da escolta armada. Y el Rey, los ministros y los presidentes hablan en público, con boato y sin rubor, con Santiago Apóstol o con diversas Vírgenes. En 2010, Rajoy, junto a Francisco Camps, pedía ayuda a su santo compostelano “para hacer de la política una actividad noble al servicio del bien común”.
El ministro del Interior concedió a la Virgen del Pilar la Gran Cruz de la Orden del Mérito de la Guardia Civil, y dirigiéndose a la imagen se le oyó decir: “hoy me presento ante Vos en nombre de todos los hombres y mujeres de la Guardia Civil”. Parece que para él no existe el artículo 16 de la Constitución. Pertinaz, acaba de conceder la medalla de oro al mérito policial a Nuestra Señora María Santísima del Amor, eso sí, con carácter honorífico. Y todavía hay entre el clero quien no cesa en la instrumentalización política de los símbolos y hábitos religiosos, tanto si son los de hoscos obispos integristas en manifestaciones nada eclesiales, como si son los de amables monjas con otras variantes de discurso político.
Unos y otros ejemplos son mucho más que anécdotas. Son rescoldos aún candentes de aquella simbiosis del poder y la fe que hoy llamamos nacional-catolicismo, como lo son, sobre todo, la recuperación de la asignatura de Religión y la consiguiente supresión de la Educación para la Ciudadanía, o la legislación restrictiva sobre el aborto voluntario.
José María Mena es exfiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña
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