Todos los años mueren en España entre cincuenta y sesenta mujeres asesinadas por sus maridos, amantes o novios. Esto nos da una media de una mujer muerta cada seis días. Es algo enorme, terrible, pero ya tan repetido, que apenas si es noticia en los diarios de la tele y la prensa. A este paso vamos a llegar al absurdo de que sea noticia la semana que transcurra sin ninguna asesinada. Tampoco es noticia la cantidad de niños que se quedan huérfanos ni las familias destruidas. La sociedad comienza a asimilarlo como algo inevitable y casi normal, igual que asimila los accidentes de coche, las personas que duermen a la intemperie y el estómago vacío y los náufragos que se ahogan intentando llegar a nuestras costas.
De vez en cuando la Iglesia, a través de alguno de sus peces gordos, alude a esta realidad social. La última alusión ha sido la del arzobispo de Toledo, monseñor Braulio Rodríguez, que en su sermón u homilía del pasado día 27 de diciembre, cargó todas las culpas sobre las pobres víctimas y la existencia del divorcio. A mí esto me recuerda, allá por los años cuarenta, cuando alguien decía: “Han fusilado a Fulano” y en seguida algún fascistón, de camisa azul y corazón negro, añadía: “Algo habrá hecho”. Después resultaba que, todo lo que el pobre hombre había hecho, había sido votar al partido de Azaña, ir a una manifestación o, en el caso de los maestros, retirar el crucifijo de la escuela. Algo parecido es el razonamiento del monseñor de Toledo: “La ha matado el marido”. “Sí. Es que quería divorciarse”. Parece que, en la mente del monseñor, el transgredir el argumento de la Iglesia de que el matrimonio es para toda la vida, hace de eximente o menos de atenuante del asesinato. Repugnante, señor arzobispo; repugnante, sobre todo para quien lo contempla desde fuera de la Iglesia.
Con todo, justo es reconocer que ha mejorado mucho el concepto de la Iglesia católica respecto a la mujer. En la Edad Media las mentes más esclarecidas de la cristiandad de entonces, durante siglos estuvieron discutiendo si la mujer tenía o no alma. Al final, tras largas polémicas, ganaron los del sí, pero esto no evitó que los santos padres de la Iglesia relegaran a las féminas a un papel secundario, cuando no pecaminoso, por esa atracción que su cuerpo ejerce sobre nosotros. Algunos de estos santos padres, tras largas y fructíferas noches en vela, meditando sobre el origen de de nuestras vidas y siempre inspirados por el Espíritu Santo, llegaron a la santa y peregrina conclusión, de que el hombre, antes de abrir los ojos a este mundo, pasa los nueve primeros meses de su existencia en un saco de basura que es el vientre de la mujer. La guinda que corona este argumento es ésta: Dios, en su infinita sabiduría, ha decidido que sea así para que el hombre, considerando después esos nueve meses que estuvo en el saco de basura, sea siempre humilde. El filósofo francés Michel Onfray dice que esta santa idea sobre vientre de la mujer procede de Agustín de Hipona y después fue copiada por otros santos varones hasta convertirse en un tópico de la época. Se ve que todos ellos estuvieron asistidos por el Espíritu Santo, que, huelga añadirlo, no debe ser muy feminista. En la época de la Inquisición ya no se discutía si la mujer tiene o no tiene alma, tampoco se hablaba del saco de basura, pero muchas féminas fueron inmoladas en santos y criminales autos de fe, condenadas a morir en la hoguera por brujería, adivinación o practicar a escondidas cualquier otra religión que no era la católica. Verdad es que también murieron en la hoguera muchísimos hombres. Entonces la Iglesia, con la sartén por el mango, tenía el derecho de vida o muerte de todo el mundo y ninguna exhibición de fuerza era tan eficaz para amedrentar a posibles enemigos como la hoguera.
Ya no se quema a nadie, ni se habla del saco de basura, ni a ninguna eminencia de la Iglesia se le ocurre poner en tela de juicio que la mujer tiene alma. Muchos de los viejos credos de antaño la Iglesia los ha ido olvidando (el limbo, por ejemplo, lo cerró a cal y canto uno de los últimos papas) y otros, ante las críticas de agnósticos y ateos, permanecen en estudiada sordina. El infierno es el más llamativo. Ya ningún cura habla del infierno, el tema estrella en los años cuarenta y cincuenta. No deja de ser todo un avance. Sin embargo, todavía hay algunos puntos a los que aún se aferra la Iglesia y uno de los más llamativos es el del matrimonio para toda la vida. Su argumentación es que lo que Dios ha unido, ningún hombre puede separar. Es un argumento falaz porque, al menos hasta ahora, nadie ha visto a Dios bajar de las alturas para realizar estas uniones. No importa, dicen ellos, el cura que asiste se abroga el papel de representante de Dios. El artilugio marchó a más o menos bien hasta que la sociedad laica inventó el divorcio. La Iglesia hizo algo parecido, pero muy cristianizado y reservado en exclusiva a las parejas con carteras bien repletas: la nulidad de matrimonio. Usted contrae matrimonio, le va mal, quiere separase y, si tiene para pagar la millonada que le van a pedir, “lo que Dios unió y ningún hombre puede separar”, queda nulo y sin efecto. No importa que mientras tanto haya venido al mundo algún retoño. Si tiene para pagar, es como si no hubiera habido matrimonio. Es un sistema extraordinariamente inteligente, pero sufre de un defecto: sólo tienen acceso a él unos pocos. Para los demás sólo queda aguantar, porque el matrimonio, salvo las excepciones ya señaladas, es para toda la vida. Solución del ciudadano y la ciudadana de a pie: el divorcio. El divorcio que desune lo que, según ellos, Dios unió y la Iglesia siempre miró con reticencias.
Don Braulio, en su homilía sobre las mujeres asesinadas, ha encontrado al fin la piedra filosofal: el divorcio es la causa y origen de todos los males y, si hay violencia de género. es porque hay divorcio. La última premisa del razonamiento no la expresa el monseñor, pero se sobreentiende: supriman el divorcio y se acabará la violencia de género. ¡Qué genialidad! ¿Qué hace la academia de Suecia que aún no le ha ofrecido el premio Nobel a don Braulio Rodríguez?