Durante los primeros años de pontificado del papa Francisco, una revolución atravesó la vida de la Iglesia católica, que en las décadas anteriores se había centrado sobre todo en los problemas de bioética, a los que era difícil y arriesgado enfrentarse, y ante los que la Iglesia, cuya postura parecía siempre muy rígida, no siempre conseguía presentarse como la defensora de los débiles.
Francisco devolvió al primer plano a los pobres, representados hoy principalmente por los emigrantes, pero también por los habitantes de las zonas más míseras del tercer mundo, oprimidos por la miseria y los desastres ecológicos, mientras que su misericordia se extendió a aquellos que, después de un matrimonio, habían formado una nueva familia, así como a las mujeres que pedían perdón por el pecado del aborto, y que hasta su providencial intervención debían dirigirse a un obispo para obtener la absolución.
Sin duda, se ha tratado de elecciones fundamentales, que parecían haber vuelto a situar a la Iglesia, institución muy discutida y criticada frente a la modernidad, del lado de los “buenos”, el único en que una institución religiosa puede colocarse para ser aceptada. Y los escándalos de pedofilia y filtración de documentos que marcaron el pontificado de Benedicto XVI parecían superados, si no resueltos.
Las nuevas acusaciones a miembros del clero (entre ellos cardenales famosos y poderosos como Pell, McCarrick y Barbarin) han llegado de forma repentina e inesperada y afectan no solo a países en los que ya se habían producido escándalos semejantes, como Estados Unidos y Alemania, sino también a Latinoamérica, e incluso a Argentina. No parece que el escándalo provocado por las acusaciones de abusos, encubrimientos y falta de sensibilidad hacia las víctimas, vaya a apagarse a corto plazo: una imagen devastadora que la Iglesia deberá mejorar con medidas concretas, severas y urgentes.
Pero ahora surge otra cuestión, la de las mujeres inexistentes e invisibles a ojos de las jerarquías eclesiásticas, acostumbradas a dar por descontado su servicio. Hoy las religiosas ya no aceptan condiciones vergonzosas de explotación y humillación. Los episodios de rebelión abundan, casi siempre ignorados por los medios de comunicación, como la protesta de algunas benedictinas suizas que desde un antiguo monasterio, con una foto provocadora, han pedido el voto para las religiosas en el sínodo.
Esto está haciendo que reaparezca un fenómeno infravalorado, el de los abusos y la violencia de miembros del clero hacia las religiosas, clasificados por las jerarquías como relaciones románticas. En cambio, en la mayoría de los casos, se trata de relaciones impuestas por un hombre con poder a una mujer que no lo tiene, a veces obligada a soportarlo por sus propias superioras, temerosas de que se tomen represalias contra la institución.
La crisis está confirmada por la rápida y dramática caída de las vocaciones femeninas: sin las monjas, que trabajan intensa y desesperadamente en todo el mundo, dando un testimonio cristiano concreto, ¿cómo resistirá la institución?
Pero nadie parece darse cuenta de la gravedad del problema, nadie parece percibir que la violencia hacia las mujeres por parte de eclesiásticos a veces provoca abortos, incluso pagados por quien ha abusado de ellas, porque las monjas no tienen dinero. También las jóvenes laicas están dejando la Iglesia, y sus madres y abuelas, que sostenían las parroquias como catequistas, u organizando la asistencia a los pobres y a los ancianos, no encuentran quien las sustituya. Después de ellas solo está el vacío.
Pero la jerarquía solo piensa en los hombres, los discursos sobre las vocaciones se centran en las sacerdotales y ni siquiera el sínodo sobre los jóvenes ha afrontado los problemas de las jóvenes. A pesar de las numerosas llamadas del papa Francisco, la antigua y consolidada costumbre de considerar a las mujeres algo inexistente no ha encontrado hasta ahora ninguna respuesta seria.
Lucetta Scaraffia es historiadora y directora del suplemento de la mujer en L’Osservatore Romano (Traducción de News Clips).